Aves alarmadas levantaron el vuelo desde un millar de nidos recónditos.
La multitudinaria concurrencia internacional empezó a dar palmadas respetuosas, a encender cirios y cerillas en la oscuridad purpúrea.
Arriba, en una ventana de la última planta del Palacio Apostólico con su dorada cúpula, apareció por fin una figura frágil vistiedo una túnica blanca y el solideo. El Santo Padre extendió los endebles brazos hacia el pueblo. Le dio una breve e improvisada bendición y luego rogó junto con los fieles.
La gente comenzó a agitar los brazos mientras apelaba a la distante figura pontificial.
– ¡Papa, Papa! -clamaron.
Las potentes campanas dentro de San Pedro reanudaron sus estruendosos tañidos.
Entonces aparecieron bajo cada arcada los centinelas de la Guardia suiza con sus plumeros carmesíes y sus vistosos uniformes del estilo Miguel Ángel.
– Santa María, Madre de Dios -entonó solemnemente el Papa-, ruega por nosotros, pecadores…
La Iglesia Católica Romana, con sus setecientos millones de fieles, pareció aquella noche más vital y más llena de promesas que en los últimos mil años.
LIBRO SEGUNDO
SEIS
Balanceando enérgico su abultado saco de viaje, caminando aprisa con un gesto entre sombrío e inquieto, el padre Rosetti se apresuró cuesta abajo por la dinámica Nueva York cerca del Lincoln Center.
Desfiló raudo ante una docena de relucientes ventanas en el edificio WABC-TV de Columbus Avenue. Mirando de reojo a los brillantes cristales vio las imágenes reflejadas de «Chipp's Pub», «Dimitri», «McGlade's Cafe» al otro lado de la atestada calle. También vio la marquesina negra y blanca de un teatro-estudio ABC donde se representaba algo titulado All My Children.
Finalmente, el sacerdote pasó ante el incandescente neón de SEVEN y penetró por la puerta principal en el edificio West Side ABC.
El padre Rosetti fue conducido inmediatamente al despacho del primer productor de ABC Evening News, quien acompañó al importante visitante del Vaticano hasta la cinemateca y la sala privada de proyecciones en el primer piso.
Los noticiarios cinematográficos ABC sin publicar que quería ver el padre Rosetti, habían sido filmados durante las tres últimas semanas (las cintas recientes quedaban almacenadas en el edificio auxiliar West Side por un plazo de cuatro semanas). Todos los filmes representaban el interminable drama de una aterradora sequía de cinco meses en el Estado indio de Rajasthan.
El padre Rosetti se dejó caer en un sillón de la sala. Empezó a mirar cuando apareció en pantalla la guía del filme. 10… 9… 8… 7… 6…
La fecha está ya cerca, pensó el sacerdote. Demasiado cerca.
La primera imagen fílmica granular fue una amplia panorámica de un pueblo indio, Sirsa, grotescamente empobrecido. Un increíble agujero hirviente e infernal con una temperatura media diaria de casi 44°C.
La narración complementaria estaba a cargo de Jean French, la periodista más popular de ABC, quien asistiera a la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el lunes pasado por la tarde.
«En gran parte de la India moderna (la familiar voz de Mrs. French acompañó a la imagen) la vida no es como ustedes o yo podamos haberla visto representada en películas sobre la British East India Company o los Lanceros Bengalíes.
Particularmente, al Estado de Rajasthan se le suele llamar el Gran Desierto Indio por su árida e inmensa planicie, por sus implacables sirocos y simunes. Este Estado indio, con una población de noventa millones, es conocido por lo común como la peor zona del mundo en materia de sequía y hambre.
Desde abril hasta julio un sol tórrido, de un blanco abrasador, cuece literalmente la burbujeante tierra junto con sus habitantes cual un demoníaco soplete de acetileno. El polvo se acumula a lo largo de kilómetros y kilómetros. Vientos sofocantes suelen transportar el polvo y las ahechaduras hacia el lejano Norte, incluso hasta Nueva Delhi. Las ciudades semejan hornos humeantes, hediendo y abrasando apenas se llega a ellas, silenciosas en su indecible miseria. Las enormes y estéticas dunas parecen leonadas a primera vista. Pero si se las mira con fijeza son presencias diabólicas. Y entonces uno empieza a sentir que las malévolas presencias primígenas están allí, en el desierto indio.
La terrible sequía iniciada el siete de setiembre del presente año ha durado dos meses más que otras de épocas anteriores. Todo este Estado subsiste cual una pira ardiente para sus propios muertos.
El Gobierno indio ha sido incapaz de enviar suficientes doctores o siquiera suficientes medicamentos a esa área declarada catastrófica. La Cruz Roja británica y ahora la americana intentan ayudar, pero esta ayuda es demasiado tardía.
¡Seiscientos mil hombres, mujeres y niños han muerto ya hasta abril! ¡Mueren más de seis mil cada día! Si hay un infierno en la Tierra, no cabe duda de que está situado aquí, en este lastimoso Rajasthan.»
Mientras contemplaba las fluctuantes imágenes proyectadas ante su vista, el padre Rosetti se vio dominado por un sentimiento de pena y repulsión.
Observó los cadáveres descompuestos sembrando las calles de Sirsa, y luego del Puhkar. Escenas demasiado impresionantes, demasiado reales para su proyección por la red televisiva… Mujeres y bebés amontonados como inconsecuentes rimeros de madera enteriza en la entrada de un pueblo. Cuatro niñas de edad escolar y delgadez infrahumana llorando junto al cuerpo de su madre, ennegrecido por el sol. El agradable tintineo de brazaletes y campanillas en los tobillos. Vistas emocionantes de rostros humanos sufrientes.
Gehena, pensó Rosetti.
Seiscientos mil muertos.
Por último, el padre Rosetti tuvo que apartar la vista de la pantalla. El sacerdote del Vaticano intentó tomar algunos apuntes para sus importantes deposiciones. Crear orden dentro del caos que había presenciado. Empezó a enumerar los hechos:
La sequía en el Estado de Rajasthan, la indescriptible inanición en la India.
La polio veneciana asolando la costa occidental de América.
Una plaga incipiente, aparentemente en el Mediodía francés e incrementándose junto al milagroso santuario de Lourdes.
El Enemigo.
Tal como se había predicho en Fátima… Y estaba haciéndose realidad.
¡La promesa y el horripilante aviso!
Las dos madres vírgenes.
Una pura y buena… Otra malévola, destructiva.
Pero, ¿cuál era cuál?
¿Cuál era la verdadera virgen?
El padre Rosetti volvió otra vez los ojos hacia la pantalla al notar un súbito oscurecimiento en la sala, un sonido insólito como un lamento lloroso.
Comentaba el crepúsculo en la película. Millares y millares de indios ocupaban el gran llano próximo a la capital dorada de Jaipur. La multitud estaba rezando al unísono dirigida por un santo sacerdote hindú. El grandioso sonido de las voces humanas repercutía en el cielo cual un objeto contundente.
El pueblo indio, opulentos rajputas y campesinos indistintamente, oraba para pedir el término de las aterradoras sequías y hambre cuya duración sobrepasaba ya los cinco meses.
Rosetti inclinó la cabeza y rezó con ellos.
El pueblo rogó al Dios eterno de todas las Bondades y la Vida: Brakma.
El pueblo rezó para pedir un chamaltkar…, lo que los cristianos denominan milagro.
El paraje idílico conocido en toda Maam Cross como el Liffey Glade era un claro semejante a una gruta, abrigado por un denso follaje de coniferas.