El Glade había sido un santuario natural mucho antes del cristianismo, e incluso antes de los druidas. Era a Liffey Glade adonde iba Colleen Galaher cuando deseaba estar sola. Tan sólo para pensar a sus anchas o rogar al Señor.
Un arroyo claro y riente atravesaba la gruta en su camino hacia el Lough Corrib. Los pinos y piceas se aglomeraban sobre el chorrillo de agua como un grupo de conspiradores. Allá arriba, en las ramas altas, un boquete dentado cual el rosetón de una iglesia dejaba ver un parche de profundo azul celeste.
Fue allí, en Liffey Glade, donde la joven Colleen tuviera hacía nueve meses lo que ella consideraba ahora una experiencia mística: el veintitrés de enero. Día de la concepción del bebé.
Antes de aquella noche, antes de sentirse pesada con el niño, Colleen había sido conocida en toda Maam Cross como una escolar muy silenciosa y educada del Holy Trinity. Su timidez obedecía, según imaginaban casi todos los ciudadanos, a que Colleen debía cuidar de su madre enferma, y al aislamiento del cottage, alejado varias millas de la ciudad.
Colleen se ganó bastantes simpatías en el colegio, pero nunca tuvo una aceptación total entre la mayoría de sus condiscípulas. Fue más apreciada por las hermanas de la escuela conventual, quienes tal vez vieran sus propias imágenes en aquella chica discreta y reflexiva que usualmente iba a la cabeza de todas sus clases.
Así marchó todo hasta que el niño empezó a dejarse ver. Entonces, la joven Colleen Galaher fue condenada al ostracismo e insultada cruelmente por todos ellos. Se la aisló cuando más necesitaba de un apoyo afectuoso. Terminó siendo una persona inexistente en Maam Cross.
Aquella mañana particularmente brumosa del uno de octubre, montó con sumo cuidado la reumática yegua de su madre, Gray Lady, y la condujo cuesta abajo por los empapados pastizales de ganado bovino que descendían detrás de su cottage. Ya en Liffey Glade, ató la cabalgadura al tronco de un enorme helécho. Luego, Colleen se abrió camino entre ramas húmedas y susurrantes. Entró en la pequeña ermita al aire libre. La joven se arrodilló sin tardanza en la mullida alfombra de agujas de pino. Rayos difusos de pálida luz solar empezaron a penetrar sesgados entre las ramas más altas. ¡Qué encantador era siempre esto!
Colleen dejó caer la cabeza de brillante cabellera negra. Comenzó a orar humildemente con un suave canturreo.
– Querido Padre en los Cielos, yo soy tu sirvienta. Tú eres el único que me entiendes. ¡Estoy tan sola ahora! ¡Me he encontrado tan terriblemente sola durante estos nueve meses!
Lo cual fue la cosa más irónica en aquel preciso momento.
Porque tras las espesas ramas comenzaron a aparecer botones como cuentas negras.
Cuatro ojos chispeantes…, luego seis… ocho…
Acercándose sigilosos a la pequeña figura orante.
Vigilando.
Esperando.
Todavía arrodillada, Colleen miró al boquete azul entre las oscuras copas de los encumbrados árboles.
– ¡No es justo! -clamó -. Soy demasiado joven…, ¡y no tengo siquiera un esposo como es debido!
Los chispeantes ojos vigilaron… y escucharon.
– Un padre llamado Justin O'Carroll, Eminencia…
Cuando se le condujo al segundo piso de la impecable mansión, el joven sacerdote se sintió mucho más nervioso que dos años antes; por entonces había conocido al cardenal Rooney, apenas llegado a la ciudad de Boston.
Al entrar en el hermoso estudio de caoba y cuero, su ingenio, su encanto irlandés y su sonrisa fácil le abandonaron como falsos amigos a quienes creyera haber conocido bien siempre.
Mientras observaba las manos inquietas del joven sacerdote y el bailoteo incesante de sus negros mocasines sobre la alfombra Bokhara, el cardenal Rooney recordó que debía bajar su imperiosa guardia.
– ¡Padre O'Carroll! Esta es una agradable sorpresa. ¿Cómo sigue usted, padre? ¿Cómo está?
El cardenal estrechó con afecto la mano del joven sacerdote.
Preguntó al ama de llaves si les podría servir café y luego caminó con Justin hacia un confortable rincón mirando al mar, donde tomaron asiento.
– ¡Me siento tan extraño ahora que estoy aquí! -exclamó Justin después de que hubieron cambiado unas cuantas cortesías-. Su Eminencia, ¿ha concebido usted alguna vez satisfactoriamente una escena en su mente, ha pensado que se sentía contento con ella hasta cierto punto para descubrir más tarde que era completamente lo contrario de lo que había imaginado? Algo parecido a eso está sucediendo en mi fuero interno ahora mismo…
Los labios del cardenal Rooney esbozaron una sonrisa. Pensó entre otras cosas cuan agradable era tener una charla con Justin antes de que se le transfiriera fuera de la Cancillería.
– Yo he experimentado muchas veces ese sentimiento que describe usted -repuso el cardenal-. El ejemplo más reciente fue la pasada noche con la joven Kathleen.
«Permítame que lo haga más comprensible para usted, si me es posible, padre Justin… Usted llegó ayer a Newport, porque siendo sacerdote y un adulto de pensamiento cristiano, no podía dejar de presenciar este… este gran misterio. Yo lo llamo así por ahora.
– Sí, necesité venir -asintió sonriente Justin -. ¡Boston está tan cerca! Me pareció absurdo no venir para verlo con mis propios ojos.
El cardenal Rooney afirmó con la cabeza. Verdaderamente le agradaba este animoso sacerdote.
– ¿Es Kathleen una virgen santa? ¿De verdad? -preguntó inesperadamente Justin -. No ceso de preguntarme si contemplé una visión auténtica la pasada noche. ¡La expresión de sus ojos parecen confirmarlo! Esa encantadora inocencia de su rostro…
El eminente cardenal le miró fijamente a los ojos. La pregunta fue tan directa y el padre O'Carroll tan vehemente que el cardenal Rooney se desconcertó un poco.
– Padre, para ser franco, no lo sé -dijo al fin -. Roma cree muy importante ese acontecimiento en América, lo sé bien. También sé que mi usual escepticismo bostoniano e irlandés no está funcionando ahora a su ritmo normal. Según dice usted, hay algo acerca de ese joven rostro femenino. Por alguna razón inexplicable, no puedo creer que ella nos mienta, y tampoco puedo creer que esté loca. Yo, tal como usted, tengo una increíble ansiedad por averiguar la verdad.
El cardenal Rooney observó que Justin se pasaba una mano nerviosa por sus rizos negros. Evidentemente el padre O'Carroll estaba también ansioso y trastornado acerca de otra cosa.
– Cardenal Rooney, usted me conoce desde hace dos años. Usted sabe que siempre he necesitado expresar mi pensamiento.
– Algunas veces tengo esa impresión.
El cardenal de pelo blanco sonrió.
– El motivo de mi visita, Eminencia… es que me gustaría permanecer aquí, en Newport, hasta ei nacimiento. Comprendo, o por lo menos imagino, que todo sacerdote quisiera estar aquí. No veo razón alguna para que se me dé un trato especial… pero le ruego considere mi solicitud. Tengo un presentimiento muy intenso sobre esa joven, sobre el nacimiento.
El cardenal Rooney escrutó el rostro de O'Carroll; evaluó aprisa la petición del joven sacerdote.
– Estimo que por lo menos debo eso al cardenal Neeland en Dublín -dijo el cardenal-. Seguramente me desaprobaría si no permitiese a su protegido que estuviera presente aquí cuando Kathleen Beavier dé a luz. ¡Cualquiera que sea el desenlace!
»Sí, puede quedarse, padre. Para serme útil, yo quisiera que auxiliase al padre Milsap en todo cuanto necesite. Desde ayer el trabajo se le está amontonando. Demasiado para un solo sacerdote en cualquier caso.
El cardenal desvió la vista hacia el ventanal. Un jardinero de pelo blanco cruzaba alegremente el césped conduciendo una pequeña segadora roja. Por último, el cardenal Rooney sonrió y miró otra vez a Justin O'Carroll.