– Realmente, yo no debo ni un cigarro barato en las apuestas de caballos al cardenal Neeland. Le permito permanecer aquí porque usted ha tenido el valor de venir y pedírmelo. Ningún otro de mis sacerdotes ha tenido el arrojo suficiente para hacerlo. ¿Qué les sucede? ¡Dios mío! ¿Es que no creen en milagros?
Justin se arrodilló ante el cardenal Rooney y le rogó su bendición.
– Gracias, Eminencia.
Las palabras del joven sacerdote fueron un murmullo reverencial.
…Yperdóneme por no decirle la verdad completa sobre mi deseo de quedarme aquí, con su permiso o sin él…
Cliffwalk-by-the-sea es un sendero de unos seis kilómetros que se adapta como una bufanda a la graciosa playa sudeste de Newport.
Aquí paseó otrora William Barkhouse con su dama, la «Reina de los Cuatrocientos»; John Kennedy cortejó a Jacqueline Bouvier en Cliffwalk cuando él servía en la Marina y ella era la debutante del año en Newport; Robert Redíord y Mía Farrow dieron largos paseos por Cliífwalk en su película más reciente, El gran Gatsby.
Ahora eran Anne Feeney y Justin O'Carroll quienes caminaban a lo largo del histórico sendero.
Los ojos verdes de Justin hicieron guiños cuando miraron las líneas rodantes de borreguitos.
¡Es tan taimado e indignante para ser sacerdote!, pensó Anne mientras avanzaban por el camino. Desde luego, al padre Justin O'Carroll le movían poderosamente el bien y el mal sin distinción.
¿Cuál será la razón de que tantos muchachos irlandeses apuestos se refugien en el sacerdocio? Anne se encontró musitando esas palabras cuando ella y Justin ascendían a duras penas por el tortuoso sendero. En aquella isla pequeña y fanática se debe de vivir todavía como en el siglo xvlll… Si Justin hubiese nacido en América, digamos en Southey o Yorkville de Nueva York, seguramente no se habría hecho sacerdote. No con su aspecto. Y su elegancia. Tal vez hubiese sido médico. O actor de teatro. O quizás un distinguido hombre de negocios… Cualquier cosa menos sacerdote. Eso no sucede hoy en América…
En ese mismo instante, el propio Justin estaba intentando rechazar un violento asalto de la culpabilidad católica irlandesa con su anticuado estilo. Por cuenta de la increíble situación creada con el nacimiento virginal -el drama sin precedentes y las presiones emocionales -, Justin descubrió ahora que necesitaba estar con Anne más que nunca. Ayer habían dado largos paseos andando o en coche. Se diría que estaban visitando los lugares interesantes de Newport. Pero eso no era cierto. No se habían aún tocado y, sin embargo, el deseo estaba presente. «El hecho de que surjan tales sentimientos en unos momentos sagrados parece casi sacrilegio, blasfemia», pensó Justin. El era un padre del Espíritu Santo, Anne una dominica. El respetaba todavía solemnemente las razones que le habían inducido a tomar los votos y las sagradas órdenes. En el fondo del corazón deseaba aún ser sacerdote. Lo malo era que deseaba asimismo otra cosa. El amaba a Anne Elizabeth Feeney, fuera monja o no.
Por fin, rezó en silencio una oración angustiosa pidiendo ayuda. Rogó que se le hiciera obrar como era debido.
Dios Padre en los Cielos… Dame resistencia… Dame fortaleza y sabiduría… No me permitas que dañe a Anne. No me permitas que dañe a la Iglesia que ambos amamos.
Luego, Justin miró a Anne.
– ¿En qué estás pensando?
Una fugaz sonrisa cruzó por sus labios. Anne se encogió de hombros,
– Pues, no sé… Sólo estaba observando… y diciéndome que muchas de estas cosas tienen una idiosincrasia maravillosa. ¿No te parece?
Justin no creyó que las casas de Newport fueran el único pensamiento presente en la mente de Anne.
Anne continuó hablando.
– Resulta un poco deprimente la lenta desaparición de estas cosas… bueno, digamos ensoñadoras. Olvidando por un momento las desagradables realidades socioeconómicas, me encanta la idea de que hombres y mujeres siguieran construyendo estos hogares. Construcción de catedrales y palacios en sus mentes.
– A mí también -concedió Justin-. Especialmente las catedrales…
– No me gustan demasiado, supongo yo, las abstracciones que se están construyendo hoy día. Inmensos supermercados, torres comerciales acá y acullá. No sé, Justin…, ¿acaso soy una romántica acérrima?
Una sonrisa irónica aunque afable se extendió por todo el rostro de Justin O'Carroll.
– No, Annie, no creo que yo te catalogara jamás como una romántica. En verdad, algunas gentes podrían decir que tú rechazas el lado romántico de la vida.
– No empecemos. -Anne le tocó la manga de su chaquetilla roja de Boston College-. Hemos vivido dos largos días. Y Cliffwalk es demasiado hermoso para estropearlo. Por cierto, ¿cuándo tendrás que regresar a Boston? Verdaderamente tu párroco parece un tipo comprensivo.
Justin hundió ambas manos en los profundos bolsillos de sus pantalones caqui. Encogió los hombros en respuesta a la pregunta de Anne. No se sintió dispuesto todavía a hablarle sobre su entrevista con el cardenal Rooney. No encontró las palabras adecuadas para explicarle por qué no regresaría inmediatamente a Boston. No hasta el nacimiento del niño de Kathleen Beavier.
Ambos continuaron caminando por un sinuoso trecho de Cliffwalk bordeado de moreras, y desde luego más increíbles mansiones de Newport.
Pasaron por detrás del Millionaire's Row, el lugar donde, según juraban los nativos, Henry James había acuñado la frase elefantes blancos.
Allí se hallaban The Breakers, Stanford White's Rosecliff, Beechwood y la obsesionante Marble House de Richard Hunt.
Desfilaron uno tras otro ante esos inconcebibles hogares, pero Justin se encontró en un mundo aparte viéndose incapaz de dominarse respecto al terrible asunto con Anne.
Por mucho que lo intentara no podía enterrar dentro de sí sus verdaderos sentimientos. Por alguna razón inexplicable le pareció terriblemente erróneo, casi una cobardía, el interrumpir la persecución de Anne, el renunciar ahora a ella. Eso contradecía todo cuanto él sentía con tanta fuerza en el corazón.
– Escucha, Annie -empezó a decir-, algunas veces creo que tienes una imagen deformada de tu personalidad. Según me parece, te ves a ti misma como una dama enormemente tímida, retraída e inadecuada. Como una de esas chicas desvaídas que nunca llegan a la altura de sus madres, mujeres dinámicas y triunfantes en los medios sociales.
Las facciones de Anne se descompusieron al instante. Se sintió muy ofendida, tanto que apenas pudo hablar.
– Yo tomé un voto de humildad -consiguió decir-. Si es lo que quieres significar por tímida y retraída.
Verdaderamente, Justin no quiso decir nada más sobre el tema. Sin embargo, no pudo evitarlo; la quería tanto que fue incapaz de dominarse.
– A mi juicio, deberías romper tus votos de humildad -sugirió-. Creo que deberías hacerte absolutamente vanagloriosa, descubrir el significado de ser mujer.
» Annie -prosiguió Justin -, tanto si me quieres como si no, tú eres una mujer con una pasión hermosa y poco común por la vida. Debo decírtelo. Yo lo he visto en la práctica una vez y otra. En la Oficina Archidiocesana. Y aquí en Newport con Kathleen… ¿Crees realmente en la maravilla y la grandiosa individualidad del pueblo?
»Es un hermoso, muy hermoso atributo que me atribuyes con gran generosidad, pero tú eres la que lo posees. Tú eres la única, Anne. Eres mucho mejor que todos los votos religiosos formalistas del mundo. Todos, excepto tú misma, saben que eres una mujer excepcional -dijo Justin-. Ahora cerraré mi enorme pico. Y caminaré. E ingeriré las doradas fantasías de la América del 1910.
Durante todo su parlamento, Justin había temido mirar a Anne. Por fin lo hizo, y eso le partió casi el corazón. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Le había hecho daño.