Percibió claramente que esta vez había dañado mucho a Anne. ¿Por qué, Dios santo? El había pretendido hacerle el más fino cumplido con sus palabras. El había visto a Anne en la cumbre máxima de todo cuanto le parecía importante. Sólo había intentado explicárselo de la forma adecuada. ¿Por qué no se habría expresado mejor?
Desde que se conocieran en Boston, Justin había percibido que Anne no era como las mujeres que conoció en Irlanda, Tenía una voluntad férrea y un gran sentido de la independencia. Además, sufría una clara perturbación emocional. Luchaba abiertamente con su vocación en los confusos días de la América moderna. Ella percibía que muchas gentes caricaturizaban su vocación, aun siendo incapaces de comprender que esta vida podría tener su faceta espiritual. Sin duda ella quería ser monja… pero necesitaba desesperadamente que se la reconociera como una mujer moderna. Su dilema hacía vibrar una cuerda simpática en el caso de Justin. Este se identificaba plena y profundamente con el último problema.
Anne había afectado de forma casi instantánea a Justin en caminos y áreas donde él se había creído siempre invulnerable. Ahora, él necesitaba estar con ella constantemente -paseando por el Boston Common, asistiendo a un partido entre Celtics y Catholic Charities, visitando una capilla-y sentía un extraño vacío depresivo cuando ella no estaba presente. Lo más turbador para Justin era su deseo irreprimible de ir con Anne a la cama. Una fantasía que le acompañaba a todas horas del día. Un dolor físico a lo largo de dos años. Una frustración todavía más dolorosa… ¿Estaría cometiendo un error? Justin supuso que sí. Pero" tantos años de represión y privación debían surtir su efecto. Todo cuanto sabía él era que amaba a aquella mujer, a aquella encantadora monja, más de lo que había querido a nadie en su vida…
«La quiero -pensó Justin-, pero ella no me quiere a mí.»
Inopinadamente, Anne se apartó de su lado y empezó a correr por la senda cubierta de vides silvestres.
Justin se quedó inmóvil mirándola marchar sin poder hacer nada. Sintió una confusión increíble, escuchó las rápidas pisadas de sus mocasines ascendiendo por el Cliffwalk, pasando por el llamado Rosecliff, una réplica del romántico Grand Trianon. La figura se perdió de vista entre los altos cedros.
Justin no tuvo siquiera la oportunidad de participarle la mala nueva. Lo pensó con ironía. No dijo a Anne que él colaboraría con el padre Milsap, en Newport.
Entretanto Anne, encontrándose ya en la encantadora Bellevue Avenue, un verdadero túnel de árboles, cesó de correr.
Se detuvo bajo el majestuoso pórtico negro de una de las fantásticas mansiones. Vio pasar un autobús turístico de Albany, un monstruo amarillo brillante totalmente atiborrado, y entonces supo por qué había huido de Justin. Al menos podía confesarse a sí misma la verdad, se dijo:
Ella estaba todavía muy enamorada del padre Justin O'Carroll. ¿Encaprichamiento? ¿Fantasía? ¿Algo desenfrenado? Se sintió enamorada trágicamente -según ella-y sin defensa posible del joven padre del Espíritu Santo.
Aquella noche, Anne caminó hasta la bahía frente a la vivienda Beavier. Sus ojos siguieron la marcha de un fantasmal avión de reacción surcando sin esfuerzo los oscuros cielos.
Veinte minutos antes, el padre Milsap le había comunicado que el padre O'Carroll formaría parte de su plana mayor en Newport.
«Sería demasiado absurdo analizar siquiera la cuestión», pensó Anne mientras se deslizaba por el labio cremoso del mar.
Se preguntó cómo se habrían divulgado los acontecimientos, y entonces decidió que ella no podía bregar sola con todo ello. Por lo menos no esta noche.
De repente se sintió sola y frustrada en Sun Cottage. Se creyó egoísta por alguna razón no especificada; se sintió tan confusa como jamás lo estuviera desde su edad adulta. Quiso dar rienda suelta a una rabieta de adolescente, pero comprendió que no le seria posible ser tan egocéntrica.
«Justin tiene razón en una cosa», pensó, mientras recorría la bahía de Newport. ¡Le amo tanto! Ella no había conocido nunca a nadie que se le pareciera ni remotamente, a nadie en quien pensara con tanta insistencia, y sobre el cual fantaseara tanto.
Dios amado…, finalmente empezó a rezar en el estilo coloquial que ella había adoptado desde que saliera del convento en Boston.
Por favor, ayúdame a obrar ahora como es debido.
Estoy confusa. Y muy asustada. Estoy perdida en un terreno nada familiar. Así están las cosas.
Algunas veces, por una multitud de razones complicadas, noto que no puedo creer como antaño.
Me llamo todavía hermana Anne. Pero no sé si quiero seguir siendo hermana. Creo que quiero al padre Justin O'Carroll, y no sé qué hacer al respecto.
Por favor, ayúdame a ayudarme.
Anne estaba tan absorta con sus propios problemas que no se apercibió de algo extraño en el escenario iluminado por el resplandor lunar.
Algo que perturbó y excitó considerablemente a los dos perdigueros dorados más allá de la playa.
Los murciélagos habían llegado.
El ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba arriba en su recóndito dormitorio junto al ático de Sun Cottage.
Pocos minutos antes, Ida Walsh había creído haber presenciado un terrible fuego.
Un devorador incendio dentro de su habitación.
¡Llamas! Horripilantes llamas anaranjadas y rojizas.
Ella estaba en el baño limpiándose los dientes y de súbito había visto a todos esos infelices quemados vivos. Entonces había arrojado el cepillo lleno de pasta dentífrica.
Era disparatado, imposible y, sin embargo, ¡le había parecido tan real!
¡Tan real!
Ida Walsh no había reconocido a nadie…, tan sólo almas perdidas suplicándole ayuda a gritos, intentando sacudirse las horribles llamas danzantes de fuego infernal. Entonces vio a Michael, su marido difunto. Michael estaba envuelto en llamas y lanzaba alaridos frente a ella.
Luego se esfumó. No consiguió hacer reaparecer la visión dantesca a pesar de sus esfuerzos.
El ama de llaves encontró su camino hacia el dormitorio y se desplomó formando un patético bulto. Se sujetó la cabeza con ambas manos y gimió en la penumbrosa habitación. Se le ocurrió utilizar el conmutador negro que encendía el número de su dormitorio en la sala de los sirvientes.
No. ¿Qué podría decirles? Se resistió a pedir ayuda.
¿Que acababa de ver unas hogueras terribles del Infierno ardiente en su aposento?
¿Que mi marido difunto, Michael, moría aquí envuelto en llamas?
Mrs. Ida Walsh se tragó dos pastillas sedantes sin tomar agua. Tuvo casi la seguridad de estar enloqueciendo. Durante aquellos últimos meses la cosa había ido en aumento. Y lo que era más horrible, ella no podía dominarse.
El fuego había aparecido simplemente ante sus ojos. Cuando estaba inclinada sobre el lavabo de su baño, ella había oído los grotescos gritos humanos procedentes de la nada. Y al mirarse en sus propios ojos, había visto el rostro sufriente del pobre Michael.
Pero si aún puedo pensar que estoy enloqueciendo -si puedo distinguir todavía la diferencia-, ello significa que no estoy loca del todo.
– Deteneos, por favor. No me asustéis así. ¡Sagrado Corazón de Jesús, yo no soy más que una pobre anciana! -clamó el ama de llaves -. Deteneos, por favor, de lo contrario enloqueceré.
Cuando Mrs. Ida Walsh se acurrucaba y empezaba a sollozar, un pensamiento mucho más horripilante pasó por su mente. A semejanza del fuego, se introdujo en su cerebro sin apercibimiento alguno.