Anne cerró una radio portátil cuyo altavoz lanzaba música rock a los cuatro vientos, y ambos se acomodaron en el súbito silencio.
Monseñor miró por la pequeña buhardilla, contempló las hojas ondulantes de olmo y las hermosas pinceladas de cielo azul turquí.
– Bien, monseñor, celebro verle por aquí -dijo Anne. Monseñor Maher se tomó su tiempo para aclararse la garganta.
– Me gustaría que esto fuese una visita social, Anne.
Durante unos instantes miró fijamente a la hermana Anne y se dijo que aquélla era la joven más impresionante que había enviado la Archidiócesis a St. Anthony desde hacía muchos años.
– Esta mañana he estado hablando con un buen amigo suyo -habló por fin monseñor-. El cardenal Rooney me llamó a las cinco. Poco antes de oficiar la misa en su capilla privada. Su Eminencia dijo que rezaría unas cuantas oraciones por nosotros dos, usted y yo.
– Espero que dedique también algunas a mis chicas.
Monseñor pareció extrañamente alarmado durante un momento, incapaz de contestar. Su visita resultaba cada vez más extraña.
Por último, Anne sospechó que algo no marchaba bien.
– No sé cómo abordar de la forma más agradable posible este asunto. -Monseñor Maher dio un profundo suspiro. Luego, dejó su taza de café y cruzó las manos-. En mi camino hacia aquí desde Coughlin House he estado meditando todo el rato sobre ello. A decir verdad no he encontrado las palabras adecuadas para decírselo. Perdóneme, Anne, por favor.
Anne notó un escalofrío por la espina dorsal; sintió un terror interno. Un vacío en el estómago.
– Mucho me temo que deba usted abandonar St. Anthony.
Monseñor le dio la noticia de súbito. Anne no pudo dar crédito a sus oídos.
– ¡Ah, monseñor, no! ¡No, monseñor Maher! Yo no puedo dejar a estas chicas.
– ¡No sabe cuánto lo siento! No sé cómo expresarme para dárselo a entender. ¡Ha sido usted tan buena para estas muchachas! Para todos nosotros.
Anne deseó salir corriendo de la habitación. Los ojos se le humedecieron y ella no quiso llorar delante de monseñor, ¡Ah! ¿Por qué, por qué, por qué? Entre todos los trabajos que podía desempeñar como dominica no había ninguno tan valioso como éste; así lo había descubierto muchos meses antes. Ella no había hecho nunca una labor más eficaz que la de St. Anthony. Anne lo sabía a ciencia cierta.
Por último se llevó ambas manos al rostro, sintiendo una profunda vergüenza. Necesitó más que nada en el mundo abandonar aquel aposento y la presencia de monseñor.
– Permítame explicárselo -oyó decir afablemente a monseñor. Luego éste prosiguió con más firmeza-: Es de todo punto necesario que deje usted St. Anthony, créame, hermana Anne. Si no fuera importante no se lo pediríamos. Por favor, escuche lo que me contó Su Eminencia esta mañana temprano. La razón de su llamada urgente. Necesitará usted de toda su fe para creer lo que debo decirle…
A las once y media de aquella mañana, Anne Feeney había dado ya todos sus adioses. Las dos maletas negras estaban hechas y prestas para la partida. Todas sus pertenencias terrenales le colgaban de los brazos como los avíos de un marchante yanqui.
Monseñor le había facilitado para el importante viaje una de las «rubias» del colegio. El reluciente vehículo familiar ofrecía un aspecto incongruente aparcado allí frente a la maltrecha casa de hojalata llamada Hope Cottage.
Quince chicas, en su mayoría negras e hispanoamericanas, merodeaban por el césped de suave declive. Algunas visiblemente malhumoradas; unas pocas llorando.
Anne había intentado explicarles la situación.
Les había dicho todo cuanto le era permisible decir.
Todo salvo la increíble verdad sobre el lugar adonde se dirigía y lo que se esperaba de ella.
Por fin, Laura Harding y Gwinnie Johnson hicieron su aparición, salieron contoneándose del Cottage fumando cigarrillos.
Laura y Gwinnie eran los elementos más perturbadores de Hope Cottage, sobre eso no había duda alguna. Pero eran también las favoritas absolutas de Anne en el colegio. Ambas representaban todo cuanto había hecho de bueno Anne en St. Anthony.
Ni una ni otra se le acercaron.
Permanecieron inmóviles bajo la sombra entre gris y amarillenta del porche, mirándola como a una desconocida. Fue la misma mirada que le dedicaron el día de su llegada allí.
Finalmente, una de ellas le gritó:
– ¡Ahora nos deja! ¿Eh? ¡Tal como esas grandes mierdas de hermanas que la precedieron! ¡Usted no nos ha querido nunca, hermana Anne!
Anne tuvo que apoyarse contra la «rubia». Todas la miraron fijamente como enemigas pagadas y ella apenas pudo respirar.
– Os quiero mucho a todas.
Por último, Anne empezó a llorar.
De pronto, las chicas corrieron y se abalanzaron sobre ella cual una bandada patética de pajanllos hambrientos: la sujetaron por todas partes, le suplicaron que se quedara, aseguraron quererla mucho, la besaron.
l.a espigada monja pudo subir por fin al enorme vehículo. Se oyó el chasquido sonoro de la portezuela.
Las caras se pegaron a cada ventanilla. Anne accionó el cambio automático de marchas. Soltó el freno y agitó la mano aunque realmente no viera nada.
Luego, la hermana Anne Feeney condujo lentamente la «rubia» cerro abajo y se alejó de St. Anthony.
Iba camino de presenciar un milagro.
Una luz de oro bruñido iluminaba el rostro pálido y ajado del padre Eduardo Rosetti.
Aquella iluminación se debía a una de las cincuenta lámparas verdes de lectura en la Trinity College Library de Dublín. El padre Rosetti había estado muy enfermo, misteriosamente, enfermo de muerte durante varios días en Roma. Pero el ataque, los dolores lacerantes y la fiebre le habían abandonado tan aprisa y milagrosamente como llegaron. Se sentía aún débil, desmadejado, enfermizo, pero capaz de trabajar y viajar.
Aquella noche última antes de su marcha a Maam Cross, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo haciendo anotaciones cual un obseso, especificando las averiguaciones hechas hasta el momento, organizando y clasificando meticulosamente las pruebas de sus declaraciones y entrevistas.
Antes de esto, Rosetti había sido requerido tres veces para investigar lo que ningún otro padre de la Iglesia había logrado desentrañar. Y había tenido éxito las tres veces; por lo menos había sobrevivido cuando nadie esperaba un desenlace afortunado.
La primera tuvo lugar al nordeste de Sevilla, en España. Aquella laboriosa investigación de tres meses fue sobre una monja pía cuya santificación había sido solicitada por el obispo local. El padre Rosetti analizó el culto desautorizado a sor María Avila. Examinó los «milagros» realizados por la hermana y, finalmente, juzgó con suma severidad: la hermana María era sin duda una mujer sagrada, un modelo perfecto para cualquier cristiano. Pero no una santa. Pues Rosetti no pudo encontrar ninguna evidencia de una intervención sobrenatural.
Una segunda investigación le llevó a la Misión de Mahurdi, en Camerún. Esta vez fue un enfrentamiento con la Bestia: Damballa. Eduardo Rosetti estuvo a punto de perder la vida durante sus tres semanas de convivencia con la tribu Tiv. Concluido el análisis, consiguió rescatar el alma del cardenal africano frente a los insidiosos ataques de Satán.
Recientemente, se le encomendó otra misión en Egipto. Aquí triunfó el padre Rosetti, según se dijo. Este triunfo confirmó su reputación en toda la Curia. Fue entonces cuando se le nombró investigador jefe de la poderosa congregación de Ritos. En los pasillos del Vaticano se rumoreó que el padre Eduardo Rosetti había salido victorioso del Satánico entre las sempiternas ruinas egipcias. Que había llegado hasta el mismo umbral del Pórtico Infernal… Solamente Eduardo Rosetti fue quien conoció la horripilante verdad sobre aquel rumor. Nadie, ni hombre ni mujer, ni sacerdote ni Santo Padre había podido derrotar a la Bestia. Ni una sola vez. No desde el principio de los tiempos…