Mientras trabajaba con una aplicación mecánica -un «técnico del espíritu», le solían llamar desde las investigaciones más desapasionadas de lo sobrenatural-, el padre Rosetti consultó con ojos enrojecidos un paquete especial de apuntes. Apuntes que él había tomado cuando el Papa Pío XIII le permitiera examinar las cartas originales de Fátima escritas en pergamino y poder conocer así los detalles sobre la misteriosa visita de Nuestra Señora mantenida en riguroso secreto.
Mañana temprano, se dijo calmosamente el padre Rosetti, veré a la primera de esas dos chicas.
La muchacha irlandesa.
La virgen Colleen.
Recorrió los 225 kilómetros desde la O'Connell Street de Dublín hasta Maam Cross en Galway -sin percibir siquiera los collados pardos y los verdes caminos-en poco menos de cuatro horas.
Cuando llegó a la aldea casi medieval de Maam Cross, el investigador fue encaminado directamente a la antigua mansión de un opulento terrateniente inglés.
Una edificación de piedra muy hermosa con aspecto de gran seguridad.
El Holy Trinity School para niñas.
Dejando su «Ford» inglés en un pardusco camino de herradura, el sacerdote caminó despacioso por la tortuosa senda de grava entre poderosos olmos y hayas. Un paraje muy bonito. Estimulante.
Mientras observaba los progresos de una clase a través de un ventanal con celosía y escuchaba el familiar canturreo de las declinaciones latinas, el padre Rosetti empezó a enumerar, sin darse cuenta, los hechos fundamentales de su investigación…
Una virgen en la República de Irlanda, escenario de la misteriosa visita de Juan Pablo en 1979, dijo para sí.
Una niña con ocho meses largos de embarazo… Pero, ¿quién será la criatura?
Una colegiala de catorce años llamada Colleen Deirdre Galaher.
Llegado a la entrada principal del colegio, Rosetti levantó abstraído una pesada aldaba de anillo y la dejó caer. Su corazón comenzó a latir con celeridad creciente.
Repentinamente apareció una adolescente, alta, de pecho muy liso. La estudiante del Holy Trinity vestía una blusa blanca vaporosa con falda plisada gris, zapatos negros de corte clásico, medias oscuras y una pechera postiza. Después de hacer una anticuada genuflexión, la muchacha le condujo sin decir palabra al despacho de la Reverenda Madre.
– No recibimos a menudo visitantes de la Archidiócesis… y menos todavía de Roma.
Sor Katherine Dominica acompañó estas palabras con una sonrisa bendiciente, lo cual le ganó al instante la simpatía del padre Rosetti. Indudablemente se mostró inquieta y curiosa acerca de su alumna Colleen Galaher, también acerca del distinguido visitante de Roma. Pero ella no haría ninguna pregunta, para explorar o sondear la cuestión. Como monja provinciana e irlandesa, la hermana Katherine sabía muy bien cuál era su lugar en la escala jerárquica de la Iglesia.
– Colleen Galaher ha estudiado sus lecciones en casa durante este curso -dijo la Madre Superiora al padre Rosetti -. Las demás estudiantes, y particularmente sus padres, no han sido muy afables a propósito de esta asombrosa preñez… Nosotras tampoco fuimos caritativas al principio, padre. Me refiero a las hermanas de Holy Trinity. Incluyéndome yo.
El padre Rosetti asintió. Luego, el clérigo de severa apariencia sonrio.
– Yo soy originario de un pueblo muy pequeño, hermana. Creo adivinar lo sucedido aquí hasta ahora. Una vez vi cómo unos sicilianos mutilaban a una criatura de quince años que estaba encinta.
– Ahora le llevaré a presencia de Colleen -dijo por fin sor Katherine-. Está esperando en nuestra biblioteca. Acompáñeme, padre, por favor.
Encontraron a la chica de catorce años sentada en un solio obispal sumamente incómodo; un modesto fuego de turba calentaba la biblioteca conventual.
Apenas vio a la Madre Superiora y al clérigo, Colleen Gaíaher se enderezó como un soldado perfectamente instruido.
¡Ah, los católicos irlandeses!, se dijo el padre Rosetti sin poder evitarlo, el último refugio en esta tierra para la Iglesia militante, el Ejército de Cristo.
La inconcebible joven erguida ante él iba ataviada con una deshilachada pero limpia gabardina beige y una bata roja debajo. También llevaba unos calcetines blancos, cortos y caídos, viejos zapatos escolares con grietas en las punteras. Evidentemente era pobre, aunque orgullosa. Y bonita. Con ojos de color esmeralda, los más brillantes de Galway.
¡Qué joven es, Dios santo! El padre Rosetti quedó pasmado, atónito.
Es sólo una colegiala de noveno grado. Ese estómago abultado parece una enormidad brutal en esta chiquilla… la virgen Colleen.
El padre Rosetti rogó a Colleen que tomara asiento y luego se colocó frente a ella en el historiado escritorio.
Después de haber conseguido que la joven se sintiera cómoda y se familiarizara humildemente con él, el prelado del Vaticano inició la entrevista laboriosa y protocolaria de la Congregación de los Ritos. La primera prueba.
Ella es sólo una niña, catorce años y medio, que atribuye inocentemente su misterioso estado a la «Voluntad de Dios Padre Todopoderoso». El padre Rosetti agregó a sus anotaciones: ¡Es una clásica colegiala de convento!
Más tarde, Eduardo Rosetti se encontró escribiendo presuroso y excitado lo siguiente: Todas mis plegarias están dedicadas a esta criatura llamada Colleen Galaher. Aquí hay indicios concretos de la promesa de Fátima… Pero, ¿qué hay de la otra muchacha virgen? Evidentemente es demasiado pronto para saber cuál de las dos engendrará al Salvador.
Por otra parte, ¡esta muchacha irlandesa tiene justamente la edad de María de Nazareth cuando nació Jesús…! ¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame, Santa Madre, por favor! ¡La chica habla tranquilamente de visitaciones y grandes milagros!
Los sibilantes, crujientes limpiaparabrisas estaban trazando una media luna que abarcaba exactamente la calzada de la carretera interestatal.
La lluvia vespertina tamborileaba con hipnótica cadencia sobre la capota del vehículo de la St. Anthony School.
Anne Feeney se esforzó por concentrar su atención en la borrosa raya blanca que dividía la carretera 128 Sur en dos partes curvilíneas y deslizantes.
Cincuenta y ocho, marcó la línea roja del velocímetro.
Cincuenta y siete.
Cincuenta y cinco.
Un silbido agudo se dejó oír desde algún lugar detrás del panel de madera. La aguja del velocímetro rebasó las sesenta. El mocasín de Anne apretó el pedal del freno.
En uno de sus peores momentos naturalistas, Anne empezó a rememorar el origen de su actual escepticismo religioso.
Y por si esto fuera poco, en las oficinas archidiocesanas de Boston.
Mientras marchaba hacia su nueva e importante misión, Anne recordó aquellos lejanos días en Boston preguntándose cuál sería su relación con el presente.
Cuando Anne había sido destinada a la Cancillería Archidiocesana en la Commonwealth Avenue, le había sorprendido la gran cantidad de jóvenes sacerdotes y monjas muy progresistas e inteligentes que trabajaban allí.
Transcurridos tres días de prueba especialmente onerosos en la oficina eclesiástica, Anne iba algunas veces con ellos a un bar llamado «Jackie Doulin's» en la Beacon Street. Reunidos en los reservados sombríos y mohosos del fondo, los padres y los hermanos de la oficina archidiocesana entablaban una conversación que derivaba en polémica prolongada y seria. Hablaban sobre temas cuestionables tales como la posibilidad de que la Iglesia distribuyera algún día sus inmensas riqueza o los complejos problemas del racismo en Southey, la perspectiva teológica cristiana de la sexualidad, la posible o imposible ordenación de las mujeres.