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Mientras tanto, Anne contemplaba la escena con el rostro cubierto por una máscara de gasa. Pero sus ojos parecían expresar terror. Kathleen hubiera querido hablar con ella unos minutos, hubiera querido abandonar aquella mesa de operaciones. Y lo habría hecho si las ligaduras no fuesen tan firmes.

– Vas atener un bebé muy hermoso, Kathleen -dijo el doctor Bonnano -. Fíjate, éste será mi bebé número cuatro mil trecientos sesenta y cuatro. ¿No lo sabías? Absolutamente cierto. Esto no tiene importancia -murmuró el atractivo dottore-. Ahora, obsérvame.

COLLEEN

Justin siguió oyendo una idea obsesiva y única repetida sin cesar en su mente:

Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, un segundo nacimiento divino…, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?

¿Creíste siempre en Jesucristo, padre O'Carroll?

¿Creíste siempre, de verdad?

Entretanto, Colleen observaba una manga negra y brillante de la sotana del sacerdote que evolucionaba alrededor de su rostro. El sacerdote más joven, el más atractivo, le pasaba delicadamente una esponja por la frente. Mostraba mucha afabilidad y parecía preocuparse por ella.

Poco después, Colleen se dilató por completo e hizo grandes esfuerzos para expulsar a la criatura. «Nunca se ha exigido un trabajo tan arduo -pensó -, a una chica irlandesa de catorce años.» Su limitada experiencia no la había preparado para sufrir un dolor tan intenso.

Inclinado ahora sobre la muchacha, a pocos centímetros de su rostro, Justin comprendió que nunca había entendido lo que significaba para una mujer el tener un hijo. Sintió una súbita humildad; sintió ternura y amor por aquella pobre joven doliente.

Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, oyó decir Justin, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?

Una o dos veces su mente se ausentó por completo de aquella hermética habitación en Maam Cross. Justin se encontró perdido entre sus pensamientos sobre Kathleen y Anne.

Se preguntó qué estaría sucediendo en Roma. Tuvo miedo por la suerte de Kathleen y Anne. Un miedo terrible. Si algo ocurriera…

Empezó a creer que ésta sería la verdadera virgen, y éste el verdadero niño.

Si fuera así, ¿qué sucedería en Roma? ¿Qué sucedería? ¿Cuáles serían los secretos finales de la Virgen?

Repentinamente, Colleen empezó a gemir y sollozar. Gritó con una voz tan infantil e inocente que ambos sacerdotes quedaron consternados.

– ¡Por favor, no me hagan más daño! -le rogó.

Surgió una cabeza minúscula.

Una cabeza increíblemente pequeña empezó a deslizarse entre los delgados muslos de Colleen.

Un niño.

Con un cordón umbilical, brillante y húmedo, arrollado alrededor de su cuello cual el collar de un gran monarca.

KATHLEEN

Debo tener una fe muy grande, se previno a sí misma Kathleen cuando comenzó la inevitable pérdida de concentración, esperanza e interés.

Ahora necesito tener la fe más firme. El resto de todo cuanto ocurra es una prueba de fe.

Detrás de sus párpados la escena era indescriptible, mucho más brillante y vivida que en la sala de obstetricia.

¿Por qué?

¿Qué estaba ocurriéndole ahora?

¿No era suficiente el dar a luz?

Súbitamente, Kathleen sintió que una fuerza irresistible la arrebataba llevándola lejos del Salvator Mundi, que su bebé era una insignificancia en la inmensidad del Universo y el tiempo infinito.

Kathleen percibió una identidad entre ella y toda la Creación. Percibió una identificación abrumadora.

¿Qué estaba sucediendo?

¡Ah, Dios mío! ¿No me estaré muriendo?

Justamente entonces, la joven empezó a tener una visión intrincada y minuciosa.

Kathleen Beavier vio a la joven María. Vio una modesta casa de barro a bastante altura sobre el bullicioso mercado de Nazaret. Miró profundamente en los ojos de María y entonces descubrió una verdad sobre todas las mujeres presentes; una verdad sobre ella misma.

Luego, las escenas ante su vista empezaron a sucederse con suma rapidez. Llegaron y se esfumaron en fracciones ínfimas de segundo. No obstante, Kathleen observó que podía captar todo con el máximo detalle. Aquello fue casi como si hubiese conocido todo antes, como si sólo se le recordara ahora.

«Kathleen Beavier está viendo a Jesús», pensó.

Jesús colgaba patéticamente de una grotesca cruz de madera. Jesús era un hombre encantador, de rostro cetrino, con los ojos más tristes y, sin embargo, más enérgicos que jamás viera ella en su vida. Su cuerpo estaba flagelado y herido en muchos lugares inconcebibles. La carne alrededor de las heridas tenía un color purpúreo y amarillento. Ella no había comprendido nunca ese nefando concepto: Crucifixión.

Luego, Kathleen vio rostros reconocibles de personajes famosos a través de la Historia. Se sintió relacionada con ellos; también se identificó con ellos. Todos habían creído en la dignidad sagrada del hombre.

¿No seré tan sólo una chica loca, y patética?, pensó Kathleen.

No, yo creo. Creo que hay un Creador de todo esto.

Creo en Ti y te amo…. ¿acaso es eso estar loca…?

Repentinamente, pareció cambiar el tenor de las fugitivas imágenes.

Kathleen se perdió algunas al principio.

Después apareció ante sus ojos algo así como un terremoto demoledor. Una tragedia indecible con muchas personas muriendo sin motivo alguno.

Creo en Dios… Rechazo al Diablo con todas mis fuerzas, rezó la joven.

Un maremoto inundó cual un río desbordado las atestadas calles de una importante ciudad americana. Edificios famosos se derrumbaron. Centenares de miles murieron ahogados en un instante de horror diabólico. Fue un desastre predicho por casi todos los científicos psíquicos más relevantes de la época. Kathleen sintió la presencia todopoderosa de la Bestia. La Voz profunda.

La joven abrió de repente los ojos.

Su cuerpo sufrió un violento impacto, fue como la sacudida que sigue a un fuerte puñetazo. La pelvis se tensó. Ella quedó exhausta, indefensa; las energías la abandonaron.

Vio luces cegadoras semejantes a timbales girando sobre su cabeza. Vio el tropel de médicos y enfermeras. Oyó las distantes campanas catedralicias tañendo por toda Roma.

El niño estaba saliendo ya.

EL NIÑO

Colleen Galaher, de catorce años, sollozó y chilló cuando vio oscilando sobre su tembloroso estómago las tijeras de suturar.

El padre O'Carroll cortó cuidadosamente el cordón umbilical. Luego el sudoroso y exhausto sacerdote lo anudó como si fuera un trozo de bramante.

Mientras tanto, se mantenía en alto al bebé cual un hermoso corderito, o cual un cáliz en la Consagración de la misa.

Ella no podía verle todavía la cara.

Colleen hubiera dicho que la luz sesgada entrando por la ventana formaba un manto dorado sobre los hombros del niño. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo soy madre…

El padre Rosetti frotó con el pulgar la garganta del bebé, siempre hacia arriba.

Luego, limpió la mucosa con un paño de hilo desinfectado.

Por último, dio unos golpecitos en las plantas de los diminutos pies para asegurarse de que el niño respiraba.

Entonces, el padre Rosetti sacó al niño de la habitación. No permitió que la madre tocara al infante.

No toleró siquiera que Calleen Galaher viera la cara de su pequeño hijo. Dejó a Colleen llorando porque ella no comprendía semejante comportamiento.