Justin y el padre Rosetti se alejaron presurosos del solitario cottage, casi corriendo hacia el coche… «Debemos de parecer secuestradores», pensó Justin.
El auto empezó a descender por la pedregosa y sucia carretera alejándose entre curva y curva de la abandonada casa. Llevaba consigo al padre Justin O'Carroll; llevaba consigo al Investigador jefe para la Congregación de Ritos, quien acunaba al infante en el asiento trasero.
«Ahora la cuestión es ésta -pensó el padre Justin-: ¿qué vamos a hacer con la criatura? ¿Qué se propone el padre Rosetti? ¿Cuál será la verdad conclusiva sobre el bebé de Colleen Galaher?»
Justin condujo el coche en medio de un silencio magnífico y electrizante.
Fue como si finas turbinas de cobre, millares y millares, giraran furiosamente detrás de la tensa bruma grisácea.
Desfilaron ante misteriosas y destartaladas granjas por la carretera hacia Costelloe, dejaron atrás vastas rastrojeras de cebada y patatas, un puñado de hombres pelirrojos y ceñudos con un desvencijado carro arrastrado por un asno, una mujer joven con chubasquero y boina de plástico… una muchacha cuya imagen le hizo acordarse a Justin de Colleen Galaher.
Luego llegó una subida, una carretera serpenteante sobre un páramo salvaje que era místico y cruel a un tiempo.
Una niebla vaporosa empezó a rizarse y reptar alrededor del fugaz coche.
Un temor espantoso se apoderó del padre Justin O'Carroll. El siguió viendo ante sí el angustiado rostro de la pobre Colleen Galaher. Una y otra vez.
– ¿No necesitará el bebé unos cuidados especiales inmediatamente después del nacimiento? -preguntó Justin volviendo la cabeza e intentando echar una ojeada dentro de la manta.
Y después de una pausa, volvió a preguntar:
– ¿Dónde se halla exactamente ese Seminario Woodbine adonde nos dirigimos?
Apenas dijo esto la carretera giró hacia el mar de Irlanda una vez pasado un pequeño letrero de madera. En el letrero leía: WOODBINE 11 KM.
Mientras conducía nerviosamente el sedán a lo largo de escollos calizos sobre el mar, Justin oyó rezar al padre Rosetti en el asiento trasero.
Justin intentó escuchar las palabras por encima del estruendoso motor. Por encima del crujido de la grava bajo los neumáticos.
Era latín.
Corpus algo más… Ad Deum qui…
¿Ad Deum qui…. que?
Por fin, el padre Justin O'Carroll pudo deducir lo suficiente de las susurrantes palabras y frases latinas. Sus manos aferraron el volante.
Réquiem aeternam dona eis, oyó decir. Su cuerpo entero se estremeció.
Las plegarias sagradas de la Extrema Unción. Las plegarias católicas romanas para los enfermos de muerte o los recién fallecidos. Plegarias para los muertos.
El padre O'Carroll pisó a fondo el freno.
El pequeño coche gris dio un coletazo a la izquierda arando la calzada con gran lentitud. La rejilla delantera se llevó por delante una hilera de pinos enanos.
Los neumáticos y el bastidor chirriaron.
El vehículo completó su giro de trescientos sesenta grados pasando sobre matorrales y rocas para chocar finalmente con un abeto muy desarrollado.
La frente de Justin dio repetidas veces contra el parabrisas.
Su cabeza se ladeó patéticamente a un lado y otro; al fin cayó sobre el pecho.
Por el rabillo de un ojo ensangrentado Justin percibió un movimiento rápido, huidizo: el padre Rosetti estaba saliendo por la portezuela trasera; llevaba bajo el brazo un pequeño bulto de manta rosada.
Justin salió también a duras penas del coche y caminó tambaleante tras el padre Rosetti y el bebé. Se estremeció al sentir el frío viento marino y, al propio tiempo, vio fuegos artificiales disparados alrededor de su nervio óptico.
– ¡Padre! Padre, deténgase, por favor. ¡Padre Rosetti!
Justin gritó y corrió aunque sintiera todo el tiempo el deseo de sentarse o dejarse caer sobre la ladera.
Cuando alcanzaba la cima de un promontorio desnudo, esculpido entre rocas negruzcas y cantos rodados, apareció ante su vista el mar de Irlanda. Justin se quedó sin aliento al apreciar la altura y verticalidad del tenebroso acantilado: una pared de noventa metros hasta el fondo… donde las grandes olas hervían entre puntiagudas rocas negras que semejaban losas sepulcrales rotas.
Justin marchó haciendo equilibrios por un saliente de 30 cm de anchura hasta la siguiente plataforma rocosa, salpicada con algunas matas de brezo a todas luces resbaladizas. Luego, izó su propio cuerpo por una mola suelta de esquisto inclinada en el acantilado en un ángulo de sesenta grados. Fue un ejercicio penoso que requirió la máxima cautela. Justin notó una película de sudor frío en la frente y el cuello. Los pulmones quedaron vacíos, casi a punto de estallar.
Quizás a unos diez metros más arriba distinguió la negra silueta del padre Rosetti sobre otra roca batida por el temporal.
También hubo algunos atisbos de la ligera manta rosada. El niño.
– Padre, por favor, deténgase y hable…. ¡Por favor, padre, hable conmigo!
La sotana del padre Rosetti ondeaba como el vestido de una demente. El viento le cubría la cara con su abundante pelo negro. Uno se preguntaba cómo podría ver tras aquella maraña de greñas ante los ojos.
– Vosotros ya no creéis.
La poderosa voz de Rosetti retumbó por el abrupto acantilado.
– ¡Ninguno de vosotros creel ¡Ni en Satán! ¡Ni en Nuestro! ¡Ni en nada que revista verdadera importancia!
El padre Eduardo Rosetti alzó sin esfuerzo al niño con un poderoso brazo. Los dos quedaron en el borde mismo de la roca.
De pronto, Rosetti levantó al niño en el aire con sus dos enormes manos. Los ojos del sacerdote semejaron unos huecos negros y vacíos cuando miraron desde arriba a Justin. Entretanto, unos pájaros gigantescos empezaron a sobrevolar el acantilado. Miles de ellos.
A Justin se le encogió el corazón. Se le cortó la respiración.
– Esta es la Bestia, padre O'Carroll. Se han hecho realidad todos los signos previstos en la predicción de Fátima. La Virgen me ha guiado bien. La investigación sagrada. ¡Esta es la Bestia! Satán es tan sagaz que ni la misma chica se ha enterado. Y usted, siendo sacerdote, ¿encuentra tan difícil creerlo? ¿No le es posible creer nada a base de la fe? ¿Acaso cree en su propio Dios, padre?
Justin no pudo apartar la vista del sacerdote ni del indefenso niño.
La ladera sólo se alzaba otros 30 metros sobre ambos. En la cúspide, las rocas parecieron perforar las grisáceas nubes pasajeras. Más pájaros negros trazaron lentos círculos. Chillando.
– ¿Cómo puede estar tan seguro, padre Rosetti? ¿Cómo puede saber que no está sosteniendo a un bebé inocente, padre?
– ¿Y cómo puede estar seguro usted de que Jesucristo se hizo hombre? -resonó la voz de Rosetti -. ¿Cómo puede estar seguro de que Jesús redimió nuestras almas de los fuegos eternos del infierno?
Justin no pudo normalizar la respiración. Se sintió aturdido, inconcebiblemente inseguro de sí mismo sobre la encumbrada y resbaladiza roca.
Una sensación aterradora de vértigo le asaltó de forma intermitente. Lo mismo le ocurrió con las irresistibles oleadas de náuseas. Domínate. Como sea.
Comprobó su incapacidad para mirar hacia abajo, pues si lo hiciera el mar sería un vórtice que le induciría a saltar. Una vez más Justin voceó para superar los restallidos del oleaje, los penetrantes gritos de gaviotas, cuervos y alcatraces que seguían sobrevolando el acantilado.
– ¡Aún podemos ir al seminario de Woodbine! ¡Aún podemos practicar un exorcismo si es así como se llama, padrel Podemos hablar sobre sus descubrimientos…, ¡usted sabe muy bien que eso es lo mejor!
Cuando Justin miró hacia arriba vio que el padre Rosetti inclinaba hacia adelante sus anchas espaldas. El sacerdote vaticanista retrocedió cautelosamente un paso distanciándose del borde de la roca. Un jugo bilioso resbaló por las comisuras de su boca.