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Todos comían el picante queso «Doulin» con mostaza y bebían soda o cerveza. Aquello era una oportunidad formidable para contrastar ideas y compartir los problemas y frustraciones de sus vidas.

Cierta tarde de primavera, Anne recibió una citación en la oficina archidiocesana para presentarse en el despacho del cardenal Rooney. El objeto de tal audiencia -un desagradable secretario laico se lo advirtió a Anne con suficiente anticipación-fueron aquellas infames tertulias en «Jackie Doulin's Bar & Grill».

El despacho del cardenal Rooney resultó ser inopinadamente un cobijo luminoso y alegre. Allí había carteles con marco de conciertos filarmónicos y acontecimientos deportivos en Boston Garden cubriendo toda una pared, numerosos muebles de caoba roja y cuero, una hermosa alfombra oriental que prestaba la necesaria dignidad y calidez a aquel aposento tan poco ceremonioso.

Por añadidura, la enorme estancia tenía cuatro ventanales con espléndidas vistas del Commonwealth Car Barn, el Boston College y el Cleveland Círcle.

Cuando Anne entró allí su mirada se escapó sin poder remediarlo hacia dos relucientes jarras pilsner y dos botellas cerradas de cerveza «Carling Black Label» sobre el escritorio del cardenal John Rooney.

– ¡Ah, hermana Anne! -El cardenal, de gran estatura y cabello blanco, se levantó y abandonó su área de trabajo -. ¡He oído contar tantas cosas de usted! Celebro mucho que haya podido venir esta tarde.

El corazón de Anne empezó a descender irremediablemente. Se trasladó a un nuevo alojamiento, algún lugar por debajo de las rodillas. Ella no tuvo ni la menor idea de lo que podría suceder, pero sabía a ciencia cierta que el cardenal Rooney conocía los detalles más flagrantes de sus últimas visitas al «Doulin's Bar & Grill».

– Por favor, siéntese, hermana Anne. Se lo ruego.

El cardenal Rooney señaló una silla de cuero rojo junto a su grandiosa y cicatrizada mesa de despacho.

– Mirando a sus ojos adivino que usted se ha confundido acerca de mis intenciones esta tarde -prosiguió el cardenal-. Permítame decirlo a modo de preámbulo, hermana. Mi primero y único sermón esta tarde. Prometido… Yo apruebo con todo mi corazón doliente las pequeñas reuniones que han tenido lugar durante meses en la taberna de Jack Doulin. Exactamente ante mis proverbiales narices, como suelen decir. Yo preferiría que nuestros clérigos no llevaran sus alzacuellos en «Doulin». Pero ésta es mi única queja seria.

»Ahora tranquilícese, hermana, se lo ruego. Tome un trago de cerveza conmigo. Déjeme demostrarle que no soy todo gas y jarreteras, como acostumbran a murmurar en las parroquias.

Durante las dos horas siguientes la joven sor dominica y el cardenal de Boston conversaron sin interrupción. El le preguntó su opinión sobre muchos y variados temas y escuchó atentamente cuando ella habló.

Aquel coloquio cambió totalmente las impresiones que tenía Anne sobre el cardenal John Rooney. Este prelado, que le había parecido siempre intolerante, y culpable de profesar el arcaico «cronyism» irlandés, se interesaba en realidad por las necesidades de su pueblo. Además, el cardenal Rooney estaba actuando activamente para eliminar algunos de los imperdonables hábitos adquiridos dentro de la Iglesia.

– Hace dos o tres décadas -contó el cardenal a Anne aprovechando una pausa-, cuando yo era un sacerdote joven en St. Margaret's (esto está allá por Attleboro, Anne), me abrumaban unas dudas graves, horribles, acerca de la Iglesia. Cuando descendí al nivel más bajo, abandoné St. Margaret's y partí para una correría de cinco semanas. Me comporté bastante mal durante esas semanas… pero finalmente regresé a St. Margaret's.

»Y lo hice con una fe dos veces más firme y vital que la que estimé suficiente al principio para abrazar el sacerdocio.

Los ojos entre verdes y grisáceos del cardenal parecieron retornar por unos instantes a Attleboro, Massachusetts. De pronto, el cardenal John Rooney soltó una carcajada. Luego tomó un buen trago de cerveza.

– Como es obvio, el párroco de St. Margaret's me despachó con cajas destempladas retorciéndome la oreja. Para aquel feroz pajarraco eso del hijo pródigo era una solemne tontería. ¡Excelente personal! Un sacerdote terrorífico de la vieja escuela. Le hice obispo cuando cumplió sus setenta y seis años. Los caminos de la vida son admirables, ¿no es verdad, Anne?

»Sea como fuere, mi argumento es que debemos formular preguntas espinosas, incluso amenazadoras. ¡Debemos hacerlo! ¡Sobre todo las mujeres de nuestra Iglesia!

»¡Haced esas preguntas irrecusables! ¿Por qué no hay mujeres dirigentes en la Iglesia? ¿Por qué da la Iglesia un trato tan injusto a las mujeres? Yo sé que lo hace. Y usted sin duda también. Preguntémonos honradamente si fue así como lo proyectó Cristo. ¿Se puede hacer algo al respecto? ¿Quién lo hará, hermana Anne?

Anne sintió una emoción tan repentina, le inspiró tanta esperanza la Archidiócesis, que temió detenerse en aquel momento para reflexionar.

– Cardenal Rooney… -preguntó al fin-. ¿Qué ocurrirá si formulo las preguntas adecuadas y entonces pierdo enteramente mi fe?

– Usted no perderá su fe haciendo preguntas. -El cardenal John Rooney sonrió a la hermana Anne-. ¿No sabe eso todavía, hermana? ¡Ahí estriba el secreto! Sus preguntas constituyen la base entera de su fe.

Un día después de aquella charla larga y complicada, la hermana Anne recibió una carta de la Cancillería Archidiocesana. Fue una petición del cardenal Rooney rogándole que aceptara un nuevo destino: ella sería la nueva ayudante especial del propio cardenal. Anne sería la primera persona no sacerdotal que ocupara tal empleo…, la primera mujer. Justamente por eso el cardenal Rooney había querido dialogar con ella el día anterior. Sin duda la hermana Anne Feeney estaba destinada a realizar obras importantes en la Archidiócesis de Boston.

Al norte de Lexington y Concord, Anne abandonó la autopista para llenar el depósito y comprar algunos comestibles. A la luz del día y con mejor tiempo, esta comarca de Massachusetts era muy pintoresca; ella lo recordaba por antiguas excursiones dominicales. Los habitantes de las ciudades circundantes se interesaban por el mantenimiento y restauración de viviendas, cuadras y tabernas históricas.

Ya bajo cobijo, ante el deslumbrante mostrador de un «Howard Johnson's». Anne ocupó un taburete de vinilo anaranjado y se balanceó discretamente treinta grados de un lado a otro.

Saboreó una taza rebosante de café humeante y negro. Después más tranquila, se permitió rememorar su conversación de aquella mañana con monseñor John Maher. Examinando su propia imagen en el espejo del restaurante creyó casi oír la voz de monseñor.

– El cardenal Rooney ha pedido expresamente su contribución, Anne -le había dicho monseñor Maher-. Quiere que usted sea una especie de compañera para esa jovencita.

Existe la posibilidad de un natalicio virginal. El cardenal Rooney lo había expuesto sin rodeos. En Newport, Rhode Island.

Anne se reprimió para no gritar tan asombrosa revelación en la barra repleta de gente.

Intentó pensar con razonamientos lógicos sobre ese natalicio virginal. Su cuerpo se estremeció obligándola a soltar la taza de café que empezaba a tintinear.

Se estaba investigando en secreto…, investigando seriamente un milagro inconcebible. Anne reflexionó. El Vaticano estaba ya implicado. El cardenal de Boston lo estaba también personalmente.

¡El nacimiento de un niño divino en pleno siglo xx!