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Mata al hijo del Diablo.

¡Mata a la Bestia, hermana!

Sin darse cuenta, Anne se movió hacia adelante por la habitación. Más cerca de Kathleen. Más cerca del niño…, y la voz siguió diciendo…

– En el nombre del Padre, ¡mata a ese niño diabólico!

Los chillidos del bebé fueron el primer sonido que oyó Anne después de la voz…, unos gritos tenues, temblorosos.

Nuestra Señora nos ha prometido un signo inequívoco en el instante del nacimiento, había dicho el padre Rosetti.

«Es una cuestión de fe», murmuró Anne para sí.

¿Creía ella que el Señor se hizo hombre para redimir nuestros pecados?

¿Creía ella que un salvador sagrado podía venir realmente a la Tierra?

Anne inclinó la cabeza y rezó casi gritando por dentro una plegaria silenciosa. Suplicó una orientación del Dios Todopoderoso, de la Bendita Madre.

Recitó oraciones sencillas de su niñez. La Salve. El Gloria a Dios.

¿Qué debo hacer ahora? ¿Por qué me pusiste aquí desde el principio, amado Señor? ¡Ah, por favor, por favor!

– ¡En el nombre del Hijo, del Padre y del Espíritu Santo, mata al niño! ¡Mata a ese niño!

Anne bajó la vista para mirar al infante y en un instante lúcido de fe y reconocimiento, conoció finalmente la verdad.

Sobre la menuda cabeza descubrió el signo prometido por Nuestra Señora de Fátima.

Un nimbo blanco, tenue pero reluciente.

El símbolo de esperanza y salvación para toda la humanidad con dos mil años de antigüedad.

Anne cayó de hinojos y lloró.

– ¡Bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús!

¡El cometa de larga cola golpeó verdaderamente la Tierra! El coronel Reese y el capitán Mickey Kane estuvieron seguros de ello.

Y, sin embargo, el choque no pareció surtir efectos visibles. Ninguna explosión atroz…

Luego, le siguió una sonora ovación del Centro Espacial NASA en Houston. Houston anunció a voz en grito que el extraño cometa había pasado de largo de la Tierra… Pero no había ocurrido tal cosa, como pensaron el coronel Monash y el capitán Kane. Pues ambos habían visto caer al cometa en algún lugar de la Europa Occidental. A las 3:04 horas.

El doctor Bonanno observó algo en Kathleen que no había visto aún ninguno de los demás. Algo importante. «Quizá -pensó -, la clave ausente de este misterio barroco.»

Bonanno susurró el secreto a su ayudante, el doctor Francesco Galetta.

– La chica americana ya no está intacta, Francesco. Kathleen Beavier ha dejado de ser virgen.

El doctor Bonanno habló con un tono evidente de pesar.

Por último se presentó el niño a Kathleen. Se le permitió sostenerlo con sus brazos delgados y temblorosos.

Los dulces ojos azules de la joven se humedecieron inmediatamente.

Kathleen Beavier contempló la encantadora carita del bebé y sintió un amor maternal abrumador.

Precisamente a las 3:04 horas se informó sobre nuevas curas en la gruta de Lourdes, donde Bernardette Soubirous viera dieciocho veces a la Virgen durante la primavera y el verano de 1858.

Se dio cuenta de otros milagros en Castalnaud-en-Guers, Francia -donde se apareció súbitamente la faz de Jesús ante una congregación de trescientas personas-; en la Sierra Oriental de México; en Turzovk, Checoslovaquia; Liverpool, Inglaterra; Gerpinnes, Bélgica; Carabandal, España, y Denver, Colorado… todos ellos lugares donde la Virgen se apareciera a la gente durante los últimos treinta años.

A las 3:15 horas, un sacerdote obeso de rostro rubicundo se esforzaba por recorrer con la máxima dignidad los anchos pasillos, o mejor sería decir bulevares, del hospital de Salvator Mundi.

Sus relucientes mocasines negros chocaban como piedras contra el marmóreo piso, levantando múltiples ecos en el desierto vestíbulo cual una sesión de zapateado. Su sotana se agitaba como una cortina de abalorios.

El obispo Antoine Riconne había sido elegido por el Papa Pío XIII para anunciar el nacimiento de forma oficial.

Aquella noche se había decidido ya durante una reunión del Consejo de los Seis, ni Pío ni ningún cardenal de alto rango debería hacer la dramática revelación. El obispo Riconne había sido elegido personalmente por Pío, pues éste apreciaba mucho a Antoine… pero sobre todo porque nadie del Consejo sentiría recelo de un obispo tan santo y modesto.

Ya cerca del vestíbulo principal el obispo de cincuenta y tres años, segundo secretario del Estado del Vaticano, rompió en un trote indecoroso.

Su larga sotana roja ondeó alrededor de sus amplias caderas. La cruz dorada colgando del cuello le golpeó violentamente el esternón.

«El obispo Riconne está corriendo como un escolar excitado», dijo para sí. Tal como aquel rapaz feliz allá en Florencia, a quien le apasionara y enorgulleciera tanto antaño su querida iglesia y las hermosas pinturas de la Virgen y el Niño por Giotto y Cimabue. Desde sus correrías por las calles florentinas, Antoine Riconne no había sentido tanta alegría ni un amor tan absoluto por su Dios.

Solamente cuando se acercaba al elegante vestíbulo, iluminado por lámparas klieg y repleto hasta las puertas con importantes periodistas del mundo entero, el obispo moderó su marcha. Sólo entonces intentó recuperar lo que cabría denominar el propio decoro.

– Traigo nuevas y albricias para el mundo en esta tarde del trece de octubre… El niño Beavier ha nacido y su estado es muy saludable -dijo el rubicundo obispo con sencillez y gozo a la Prensa.

Luego, el obispo Riconne reveló con idéntica naturalidad la más inesperada de todas las noticias.

– ¡El vástago de Kathleen Beavier es una niña muy hermosa!

EL CONSEJO DE LOS SEIS

Con el sesgado y rojizo crepúsculo iluminando sus espaldas llegaron todos; unos solos, otros en parejas incómodas, caminando despaciosos desde las humildes barracas monacales en el Domus Maríæ hasta el Palacio Apostólico con su cúpula dorada.

Había tres cardenales eminentes de Italia, uno de los Estados Unidos, uno de los Países Bajos y otro asiático. Aparte del propio Pío, allí estaban los hombres más poderosos y respetados de la Iglesia.

Durante la noche del nacimiento virginal todos convinieron secretamente reunirse en la tercera planta del Palacio Apostólico.

Su tesitura evidenció una confusión tremenda; hubo incluso conatos de taciturnidad amarga.

¿Acaso no habían prevenido a Pío contra ciertos peligros potenciales demasiado relacionados con la Iglesia acerca de ese acontecimiento explosivo y quizás incluso blasfemo?

¿No habían advertido a Pío una vez y otra que ello podría plantear problemas insospechados? ¿Problemas tales como el riesgo de un culto desautorizado, como la adoración de Kathleen Beavier y su hija… problemas tales como la llegada de un Salvador femenino?

El cardenal Marchetti, arzobispo de Milán, un cristiano marxista moderado, tomó por fin la palabra para dirigirse a aquel grupo selecto, incluido el propio Pío.

Marchetti, un hombre de facciones enérgicas y cadavéricas cuya frente abombada y calva le hacía parecer un asceta ejercitante, se levantó haciendo gala de un sorprendente poderío y aferró por el borde la mesa de palo de rosa donde se celebraban las conferencias bajo el alto techo del Palacio Apostólico.

– Eminentes cardenales, Su Santidad. Estoy convencido de que el tiempo es un factor primordial para nosotros. Según creo, debemos actuar con diligencia, pues de lo contrario este «nacimiento divino» podría florecer en áreas heréticas y cismáticas.

Un cardenal con rostro ovalado y elegante interrumpió cortésmente al cardenal Marchetti. Fue el cardenal Johan Weiss, de los Países Bajos.