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– Tengo un addenda a lo que dice usted, cardenal Marchetti. Creo que debemos resolver esto muy aprisa. Entonces, si nuestra decisión es sabia, podremos actuar con ritmo más deliberado y cauto.

– Típico de un tradicionalista auténtico.

El cardenal Marchetti sonrió con labios afilados y algo purpúreos.

– El vastago es una niña -terció el cardenal Antonelli, el marchito patriarca, setenta y dos años, de la Archidiócesis romana-. Que yo sepa, las Escrituras no contienen ningún pasaje en donde se hable de un Mesías femenino.

– Eso no tiene mucho significado -repuso Pío XIII dirigiéndose a su viejo amigo Antonelli-. Todos conocemos la infortunada predisposición de los escritores de aquellos tiempos. La idea de un Mesías femenino habría sido algo inconcebible.

– La madre no está intacta. Sea como fuere, eso no fue un nacimiento virginal -manifestó el cardenal americano Blanchard, de Nueva York.

De pronto, el Papa Pío vislumbró adonde se encaminaba aquella reunión importante, histórica. El cardenal Marchetti estaba manejando a los otros, como hacía siempre: el Papa secreto Marchetti, según se le solía llamar en la Curia. Pío lo sabía bien.

– ¿Y qué me dicen sobre el nacimiento en Maam Cross? -preguntó Pío a los cardenales -. Allí hubo signos bien claros de la presencia diabólica. Y le siguió una tragedia terrible. Hemos estado en contacto permanente con los sacerdotes que ocuparon el cottage irlandés. Hemos hablado con el pobre padre Ó'Carroll.

– Su Santidad, ninguno de nosotros niega la prescencia diabólica sobre la Tierra -dijo el cardenal Marchetti.

– ¿Y qué me dicen entonces respecto a las advertencias de Nuestra Señora de Fátima? -raras veces se había mostrado tan enérgico, si es que hubo alguna, en una asamblea del Consejo -. ¿Qué me dicen sobre los pasmosos acontecimientos de hoy en la India? ¿En Lourdes? ¿En toda España…? Yo, personalmente, no creo que todos esos hechos sean meras coincidencias… Tampoco creo que ninguno de ustedes pueda negar la conturbadora influencia del mensaje de Fátima en muchos de los puntos tratados aquí.

– Santo Padre -dijo el cardenal Marchetti con tono cálido y conciliatorio-, nosotros comprendemos vuestro especial compromiso con la virgen de Fátima, comprendemos también por qué os habéis esforzado en verificar la verosimilitud de tan delicado asunto. Asimismo, hemos tomado buena nota de las aberraciones naturales, concurrentes con el inminente nacimiento de la niña Beavier y… ¿por qué no decirlo?, con el inminente nacimiento Galaher.

– No somos seis hombres injustos e impíos -prosiguió el cardenal Marchetti -. Hemos intentado llegar a una decisión ecuánime sobre el proceder más favorable para nuestra Iglesia en estos tiempos. Incluso el más favorable para la muchacha Beavier y su hija. ¿Lo cree así, Santo Padre?

Pío XIII asintió con la cabeza. El creyó al menos que aquellos hombres santos tenían buenas intenciones, querían hacer lo que fuera más favorable para la Iglesia.

– Sin embargo, hay hechos perturbadores que contradicen muchas de las evidencias positivas que habéis sugerido, Papa. Ante todo, el vastago es una niña. Ningún pasaje de las Escrituras nos induce a aceptar un Mesías femenino. Segundo, puesto que Kathleen Beavier no ha permanecido intacta, el nacimiento no es virginal tal como ocurriera cuando nació Cristo.

El cardenal Tiu, del Sudeste asiático, manifestó su acuerdo diciendo:

– El caso tiene unos hechos todavía sin investigar que merecen un análisis muy cauteloso.

El Papa Pío susurró sus siguientes palabras con suma lentitud y precisión.

– Mis queridos y eminentes cardenales -dijo -, ¿creéis en el fondo de vuestro corazón que Nuestra Señora engendró a Jesús, nuestro Señor, y continuó siendo virgen?

– Yo lo creo -repuso sin vacilar el cardenal Marchetti.

– Es un artículo sagrado de nuestra fe -dijo el cardenal Antonelli.

– Cardenales y amigos míos. -Pío se levantó y permaneció erguido ante la ornamentada mesa de conferencias-. ¿Tampoco creéis que las mujeres tienen un alma inmortal como nosotros? ¿No veis que los hombres antiguos, quienes compusieron las Escrituras, pudieron tener ciertos prejuicios contra las mujeres…? ¿No veis que este problema ha existido durante toda la Historia de nuestra Iglesia?

Se hizo un silencio incómodo en la sala oficial de asambleas. Por una vez, el papa Pío XIII se expresó cual el dirigente indiscutible de la Iglesia. Pío se mostró enérgico y conmovió a algunos de los hombres santos.

– Quizás haya una solución que sea aceptable para todos nosotros -dijo el cardenal Marchetti. Con gran pausa contorneó la mesa y se apostó junto a Pío-. ¿Por qué no encomendamos este importante asunto a la Congregación de Ritos? -inquirió-. Sin duda este paso será el más prudente y adecuado. Un paso de acción inmediata y sabia cautela a un tiempo.

«Hasta que el Consejo no haya concluido su investigación, la Santa Madre Iglesia no podrá reconocer ni promover un tratamiento especial para Kathleen Beavier y su hija. ¿Acaso no es el curso de acción apropiado? ¿No le parece razonable y justo, Santidad?

El Santo Padre sintió que se debilitaban su energía y su resolución interna. La Congregación de Ritos era una de las entidades eclesiásticas más rígidas y conservadoras. La decisión final de la Congregación podría requerir veinte o treinta años…, y, sin embargo, Pío no pudo negar que quienes formaban la Congregación eran eruditos excelentes y capaces, eran también santos y buscaban siempre la verdad.

Amado Padre, ten piedad de los que nos reunimos en esta habitación. El Papa Pío XIII dejó caer la cabeza y oró en silencio. Yo creo, pero somos débiles. Sobre todo lo soy yo…, por favor, Padre, danos otra oportunidad. Danos otra oportunidad.

La Iglesia no reconocerá nunca la divinidad de la niña Beavier.

La Iglesia no promoverá nunca el apropiado regocijo ni la acción de gracias a Dios por el nacimiento de la niña sagrada.

La Iglesia -el Papa Pío lo comprendió al fin-no cree ya en milagros.

DOCE

LA VIRGEN

En una noche silenciosa y cristalina muchos años después, la estación invernal de Tyler Falls, Vermont, parecía casi congelada en el momento debido; el único movimiento era un turbión de claridad lunar entre blanca y argentada que caía sobre la floresta nacional de Green Mountain.

Un ejército negro de pinos recientes y grandes coniferas trepaba tenazmente en la nieve hacia las montañas donde se practicaba el esquí.

El negruzco y quebradizo hielo del estanque de patinaje de la aldea estaba parcialmente despejado y, aquella noche, iluminado por un semicírculo de relucientes faros de coche. Volutas de humo surgían de los oscuros tejados en casi todas las instalaciones de esquí y los paradores campestres.

Anne apartó lentamente la vista del ventanal salpicado con nieve en su dormitorio.

Miró a Justin, al joven y rebelde Andrew…, luego las caras blancas y suaves de sus hijas, Mary Ellen, Theresa y Carole Anne.

– Sois una familia tremendamente guapa. -Anne los miró con fijeza desde las mullidas almohadas colocadas bajo su cabeza-. Debo de haber sido una madre fabulosa.

– Te lo vengo diciendo desde hace años -Justin sonrió-. Durante años y años, Annie.

Mientras contemplaba a todos ellos reunidos, Anne recordó repentinamente que se perdería la gran boda de Mary Ellen en primavera.

Le pareció raro que eso la turbase tanto. Casi parecía mezquino y poco caritativo por parte de Dios: ¿Por qué no dejarme permanecer aquí, al menos hasta el fin de la primavera? ¿Por qué no dejarme ver la boda de Mary Ellen? Entonces podrías permitir que esta enfermedad patética hiciera su sucio trabajo.