Esa breve conversación consigo misma recordó a Anne un libro que había leído recientemente: The Whimsical Christian de Dorothy Sayers. Ambas, ella y Dorothy Sayers, creían al parecer que el Señor apreciaba un sentido decente del humor más cierta candidez en todas las comunicaciones.
A Anne le sobresaltaron los ojos de Justin que aparecieron súbitamente muy cerca de su rostro.
– ¿Necesitas algo, Annie?
Anne susurró:
– No…, gracias…
Luego, dejó caer los párpados por un instante.
– Te quiero más que nada en el mundo -oyó susurrar a Justin.
– Y yo te quiero más que eso -musitó ella a su vez.
Luego sonrió.
Reposando allí con los ojos cerrados, su mente funcionó con una actividad y una excitación extremadas. Anne recordó repentina y claramente el rostro de Kathleen Beavier; recordó con toda exactitud el rostro de Kathleen cuando era una adolescente. Asimismo recordó a Colleen Galaher. Según había oído decir, la chica irlandesa era ahora monja. Enclaustrada en el convento del Holy Trinity School para niñas. Aparentemente, no había sido nunca capaz de explicar lo ocurrido con ella. O por lo menos así lo afirmaba la Iglesia en Roma.
Una escena muy particular desfiló ante los ojos de Anne…, pero a ella le costó trabajo retenerla inmediatamente en su memoria.
La larga melena de Kathleen estaba aderezada con magníficos bucles y ondas. Llevaba puesta una especie de túnica y sobre ella un abrigo de fantasía.
De repente, Anne comprendió.
Fue capaz de dar sentido a la misteriosa escena ante su vista.
Sea como fuere, Anne estaba observando a Kathleen en la noche del veintitrés de enero.
Se hallaba a punto de descubrir el gran secreto de la virgen.
Kathleen iba sentada al lado de Jaime Jordán, cuyas facciones e impresionante constitución física acudían a la memoria de Anne.
Viajaban en un hermoso coche deportivo con una tapicería oscura y lustrosa. Había un tablero reluciente de instrumentos; la radio estaba transmitiendo una estrepitosa música popular
Súbitamente, Jaime empezó a proferir imprecaciones contra Kathleen superando el pesado ritmo de la música rock. Sus maldiciones fueron tan fuertes que Kathleen hubo de taparse los oídos. Marcharon a gran velocidad hacia el lóbrego Sachuest Park a altas horas de la noche.
– ¡Ya te he dicho que nol -insistió Kathleen-. ¡Por favor, Jaimel Escucha lo que digo.
Luego notó una mano áspera manoseando su pecho. De pronto, el chico le inspiró temor. ¡Se sintió tan indefensa y amedrentada en aquel parque sombrío!
Ella mordió la mano de Jaime Jordán en el dorso.
– Hasta aquí hemos llegado, perra -dijo él, aullando de dolor.
La portezuela del «MG» se abrió violentamente y Jaime la echó fuera de un brutal empujón. Luego le gritó mil barbaridades y su rostro enrojeció de forma increíble.
Kathleen se alejó tambaleante de la calzada crujiente, helada. El olor áspero del gélido océano le llenó la nariz. El frío le produjo un hormigueo inaguantable en la parte superior de la cabeza y el viento arremolinó la nieve contra su rostro. Por fin, la joven empezó a llorar.
Ella no había visto en su vida a nadie tan enfurecido. ¡Tan demencial porque no se cumplían sus deseos! ¿Acaso creía Jaime que su cuerpo le pertenecía? ¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaría haciendo?
El «MG» aceleró proyectando una rociada de grava, humo blanco y porquería. ¡Jaime Jordán regresaba a Newport sin ella!
«¡Ah, Dios mío, está helando! -pensó Kathleen dejándose dominar por el pánico-, ¡Ah Dios, ah Dios!»
El no puede abandonarme aquí… ¿Cómo puede estar tan loco? Yo no le pertenezco… El no tiene derecho…
Las lágrimas brotaron de sus ojos. El viento recio procedente del océano se introdujo bajo su abrigo de paño. Remolinos de nieve en polvo giraron alrededor de sus zapatos.
El debe regresar por mí. Me helaré aquí.
El rostro de Kathleen empezó a arder como si alguien lo despellejase. El lacerante dolor resultante del frío le subió por las piernas.
Finalmente, empezó a caminar por la sucia y costrosa carretera. Anduvo hacia el distante apiñamiento de luces que era la ciudad de Newport.
Intentó caminar de espaldas y hundiendo el rostro en el cuello de su abrigo. Eso la aterrorizó más. Su mente trazó círculos desesperados.
Adondequiera que mirase veía un tenue reflejo fantasmal del suelo. A su alrededor, el océano rugía cual una escuadrilla de aviones en vuelo rasante.
Uno de sus tacones bajos se enganchó en una roca puntiaguda.
La joven se fue de bruces golpeando con violencia el suelo. Se torció un tobillo; una mano rasguñada con las aristas rocosas comenzó a sangrar. Por último, Kathleen Beavier se acurrucó hasta formar una bola pequeña y resguardada sobre el suelo… Eso está mejor…, mucho, mucho mejor que dar cara a este frío congelador.
Kathleen se preguntó si podría dormir allí. Sólo dormir un poco y… por la mañana estaré bien.
Fue entonces cuando vio el coche de Jaime regresando cuesta abajo a toda velocidad por la calzada negra del parque.
– Maldito seas de todas formas -cuchicheó Kathleen-. Ahora quieres hacerte pasar por el gran héroe. Pues bien, yo no lo toleraré.
Las deslumbrantes luces volaron entre las ramas desnudas de los árboles. Luces doradas y rojizas encendieron la carretera desierta y negra como boca de lobo. Imágenes consecutivas danzaron ante los ojos de Kathleen Beavier. Hubo curvas cerradas, anillos rojos y violáceos. Cintas ondulantes de plata como en una fantástica sala de baile.
Kathleen hizo un esfuerzo y se levantó. Piedrecillas hirientes quedaron adheridas a sus manos. Ella empezó a limpiarse el abrigo, el vestido arrugado y manchado. Intentó recuperar la respiración. Intentó contener las lágrimas que humedecían todavía sus mejillas.
Súbitamente, Kathleen dejó de limpiarse. Se llevó ambas manos a la boca para ahogar un grito.
Lo que llegaba por la tortuosa y sucia carretera no era el «MG» rojo.
Era algo de todo punto imposible.
Kathleen se mantuvo firme y miró pasmada a una hermosa mujer que, envuelta en luces, caminaba directamente hacia ella. La visión más sorprendente que viera en su vida.
– Kathleen. -La mujer habló por fin con voz suave, extrañamente familiar-. Kathleen, procura no asustarte. No te asustes. Estás dotada con una gracia maravillosa y un amor divino.
En ese momento tan extraordinario, mientras la mujer continuaba hablándole, Kathleen comprendió de súbito aquella visión.
Kathleen descubrió de forma intuitiva quién era aquella mujer. Fue como si lo hubiera sabido siempre.
Kathleen supo por qué se le acercaba la señora.
Luego sintió algo más, algo con un extraño poder emocional. Fue la conmovedora admisión de una verdad prístina; una verdad sagrada que había sido siempre parte de ella.
Kathleen tembló, se estremeció. La joven entrevio sin saber cómo, por algún medio milagroso, que estaba contemplando una imagen de sí misma… Que ella era la Virgen Santísima, la hermosa y gentil Señora.
Ella había venido específicamente a la Tierra para engendrar una criatura sagrada y dedicarla a esta Era impía. La criatura sería una niña; una niña con los atributos divinos y los poderes singulares de Jesús,
– No te asustes. Ahora ya no hay ninguna razón para asustarse -oyó decir Kathleen mientras continuaba temblando y estremeciéndose hasta prorrumpir en sollozos.
»Vas a tener un hijo. Este hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
El hijo será la esperanza del mundo…
Anne quedó hechizada al escuchar las palabras finales. No comprendió lo sucedido pero lo intuyó. Presintió la verdad de lo que viera unos momentos antes.