Un acontecimiento que podría sobrevenir -o quizá no-desde hacía aproximadamente dos mil años.
¡No! El pensamiento de Anne rechazó esa idea imposible. En nuestra Era no ocurren semejantes cosas.
Tenía que haber algún truco. Un fraude singular y complejo. Decididamente se lo debería examinar con un grano de sal. Cum grano salís.
El cardenal Rooney la había mandado llamar porque sabía de sus profundos conocimientos sobre mariología, se dijo Anne.
¿No será también porque he tratado a fondo con adolescentes perturbadas?, se preguntó acto seguido.
Súbitamente, la hermana Anne Feeney no pudo aplazar por más tiempo su encuentro con la joven Kathleen Beavier.
TRES
Pocos minutos después de las 5:00 h. Kathleen Beavier, de diecisiete años, empezó muy afanosa a abrir los anticuados armarios de cocina mientras tarareaba una vieja canción de James Taylor, Sweet Baby James. Se preparó un desayuno compuesto por rodajas de naranja con miel, tofu y coles de Bruselas fritas con aceite de azafrán, y una infusión de camomila.
Kathleen comía alimentos naturales desde su primera lectura sobre los efectos nocivos de componentes conservantes, tinturas rojas y grasas hidrogenadas.
Cuando la joven de diecisiete años tuvo la certeza de que iba a ser madre, se hizo especialmente meticulosa.
Después del desayuno, todavía antes de la amanecida, Kathleen se dispuso a dar su paseo matinal. Se encaminó hacia la playa rocosa frente a la casa paterna en Newport, Rhode Island.
Mientras se deslizaba de puntillas por las rocas cubiertas de limo y luego descendía unas empinadas escaleras de madera descolorida, siguió tarareando Sweet Baby James. Intentó mantener alta la barbilla. Sólo la dejó caer un poco.
Kathleen empezó a cavilar sobre los disparatados sucesos, las inauditas circunstancias de aquellos últimos meses. Y como de costumbre se sintió totalmente abrumada.
La joven observó a una bandada de andarríos sumergiéndose y emergiendo de la espumante resaca con patas como cerillas. Los pájaros blanquecinos la observaron a su vez.
Ya era bastante increíble el estar encinta a los diecisiete. Y además ser virgen… El especular acerca de ello en materias demasiado enrarecidas para ella, requería experiencia.
Sólo necesitas relajarte, se dijo. Disfruta de la mañana antes de que se levanten los demás. ¡Es tan hermoso esto…!
Sin embargo, había otras secuelas intranquilizadoras. Cosas como la seria implicación de la Archidiócesis de Boston. Y la llegada del padre Martin Milsap para vivir en su casa hasta el nacimiento. Y las miradas inquietas, embarazosas, que le dedicaba todo el mundo. Incluso sus padres.
Kathleen se abrió paso entre los yerbajos amarillentos de unas dunas planas. Vio que la vigilaba una peluda ardilla roja. La diminuta criatura torció su huesuda cabeza en un ángulo extremo y miró a Kathleen con un ojo reluciente, estático.
– ¡Bon matin, Madame La Ardilla! -Kathleen pronunció sus primeras palabras del día naciente -. ¡Por amor de Dios, estoy hablando a los animales!
Recordó a san Francisco de Asís.
Cuando volvió la mirada hacia su hermosa vivienda, descubrió otra ardilla roja., ¡que la miraba fijamente! Y luego una tercera. Seguidamente una enorme congénere gris manteniéndose erguida cual un oso junto a las escaleras. ¡Y vigilando!
La muchacha de cabello rubio oyó un chirrido molesto sobre su cabeza. Levantó la vista. Vio alas blancas agitándose. Seis o siete gaviotas volando en círculo. Descendiendo de súbito. Sondeando. Para sobrevolar después como naves sin remo la grisácea bahía.
Las aves parecieron mirarla también con ojos atentos. Kathleen tuvo una repentina sospecha: ¡vigilancia!
¿Qué significa este disparate? ¡Eh! ¿Qué está ocurriendo aquí?
Kathleen creyó percibir un zumbido creciente de insectos entre los matorrales de las dunas. Poco después estuvo segura.
Apareció un nubarrón de moscas negras. Una erupción de los apestosos bichos.
– ¡Fuera! ¡Largo de aquí ahora mismo!
Kathleen empezó a toser. Agitó ambas manos delante del rostro. La muchacha comenzó a sentir miedo.
Pero ¿qué es esto?
En un sendero recto, playa abajo, dos perdigueros dorados usualmente amistosos, se le plantaron delante y ladraron como enloquecidos. Otros perros vecinos cogieron onda y lanzaron aullidos, gemidos y gañidos.
El estómago de Kathleen se tensó. Sus palpitaciones se aceleraron. Terminó un desvanecimiento.
¿Qué sucede aquí? Detenedlo, por favor. ¡Ahora mismo!
Las ardillas. Las chillonas gaviotas. Los perros. Las negruzcas moscas… Todos parecían estar formando un círculo cada vez más estrecho alrededor de Kathleen.
Vigilando a la futura madre adolescente.
Aguardando.
– ¡Detenedlo!
Cruzando ambas manos sobre su henchido estómago, Kathleen Beavier emprendió la carrera hacia su casa. La adolescente corrió llorando, gimoteando. Le pareció que todo la vigilaba, la amenazaba, esperaba.
Cuando cerraba de golpe a sus espaldas la pesada puerta principal, el sol matutino se asomó majestuosa y pacíficamente en el horizonte marino.
En el lado oceánico de su dormitorio, la hermana Anne contempló de pie desde el mirador abombado un Atlántico de color azul marino y bastante agitado.
Allá fuera, en el estrecho, tres balandras de regata tipo Alden con drizas tensas desde los mástiles de aluminio, zarpaban propulsadas por el viento de setiembre.
Delante del mirador las ráfagas del Noroeste agitaron el follaje reseco de roble como si fueran un nuevo modelo de coctelera.
A las nueve y media de la noche precedente, Anne había llegado a la imponente mansión Beavier…, lo que los nativos llamaban «cottage» en Newport. Según se le dijo a Anne, Kathleen se había retirado ya a su habitación con calambres en el estómago. Luego se le enseñó su propio dormitorio, un aposento con hermosas vistas al mar.
Cuando estaba contemplando el panorama a la mañana siguiente, vestida aún con una bata de lana, Anne oyó un discreto golpe de nudillos en la puerta.
– ¿Quién es, por favor? -inquinó alzando la voz. Un suave murmullo le llegó del pasillo.
– Soy Mrs. Iba Walsh. Vengo a preparar su baño, hermana.
«Esto parece casi un hecho consumado», pensó Anne. ¿Prepararme el baño? ¿Es así como vive aquí la gente?
– Pase, por favor, Mrs. Walsh.
Una mujer frágil, con cabello rizado blanco como la nieve apareció en el umbral, hizo una inclinación de cabeza, sonrió con suma cordialidad, y luego se deslizó directamente al cuarto de baño adyacente. Mientras silbaba una cantinela irlandesa indefinible de Rhode Island, esparció sales «Floris» bajo la catarata originada por cuatro grifos de porcelana empotrados y abiertos hasta el tope.
Anne permaneció bastante molesta en la puerta abierta y observó a la alegre silbadora pensando que debería hacer algo para ayudarla.
A su debido tiempo, Mrs. Walsh salió del baño escoltada por nubes de vapor perfumado que se elevaron hasta el laberíntico artesonado.
– Su baño está listo.
– Se lo agradezco mucho -susurró Anne.
«Esto es un sueño -se dijo-. Nadie puede vivir así.»
Mrs. Walsh abandonó el aposento y Anne entró en el enorme y hermoso cuarto de baño. Sus ojos captaron todos los detalles: anaqueles Victorianos de toallas y espejos, primorosos bibelots ocupando todo espacio libre en las estanterías, vitrinas repletas de sábanas impolutas y esponjosas toallas.