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El agua, de un caliente punzante, exhaló un fuerte olor a jazmín. Cuando Anne se despojó de su bata y se metió allí su piel enrojeció al instante.

– ¡Jesús y María…! ¿Quién más estará oyéndolo…? -Anne no pudo por menos que sonreír cuando se acomodó en la maravillosa bañera -. Gracias a todos, muchas, muchas gracias. Creo que necesitaba esto antes de terminar la jornada.

Sintiéndose fuera de lugar -casi tan desmañada e incómoda como en aquella ocasión cuando asistiera con sus hábitos medievales de monja dominica a un concierto «Save the Hudson River» de Bob Dylan-, Anne se asomó a una biblioteca dominada por la luz solar.

– Buenos días, hermana Anne.

La voz femenina le llegó desde el fondo, a la derecha, una pared luminosa de ventanales emplomados, desde el suelo al techo, con vistas a unos senderos laterales que descendían hasta el mar.

Cuando penetraba en la estancia, Anne vio a Carolyn y Charles Beavier, con quienes se había entrevistado brevemente la noche anterior. Mr. y Mrs. Beavier estaban sentados juntos en un gran sofá antiguo, tapizado con colores rosas.

Carolyn Beavier era una mujer atractiva, bien conservada a pesar de ser casi una cincuentona… según suponía Anne. Tenía elegantes facciones ovaladas, pómulos prominentes, penetrantes ojos azules. La melena color platino era larga y fluida.

Su marido, Charles, era un hombre impresionante de cabellera plateada. Aquella mañana vestía un sobrio traje de corte británico y color pizarra; llevaba una camisa blanca impecablemente almidonada y una corbata de seda con rayas grises y rojas. A Anne se le ocurrió que el hombre podría vestirse mirándose en los espejos de sus deslumbrantes zapatos negros.

El otro ocupante de la biblioteca era el padre Martin Milsap, un personaje gris, escuálido y con una sotana arrugada; el representante oficial de la oficina archidiocesana en Boston.

El padre Milsap estaba encorvado sobre un hermoso escritorio, y cuando abrió una fastuosa cartera negra intentó parecer muy atareado e importante. Fue el padre Milsap quien había convocado a Anne en la biblioteca para determinar oficialmente cuáles serían sus deberes en Sun Cottage.

– Charles y Carolyn -dijo el clérigo apenas se hubo sentado Anne en un sillón Regencia rayado cerca del sofá-. Ustedes comprobarán que la hermana Anne tiene unas credenciales intachables para servir como compañera de Kathleen durante estos días finales de su embarazo.

»La hermana es doctora en Psicología y se ha graduado en Mariología, es decir, el estudio de la Virgen Santísima. Hace un año apenas, la hermana Anne figuró entre los ayudantes directivos del cardenal Rooney en Boston. Desde entonces ha trabajado intensamente con muchachas adolescentes… La hermana Anne ha asistido incluso al nacimiento de un niño en el St. Anthony's School.

Después de echar una mirada calculadora a la hermana Anne Feeney, Mrs. Carolyn Beavier juzgó que esa primera e importante impresión era buena. Excelente. El instinto le dijo que Anne y su hija Kathleen se entenderían bien.

Esa conclusión la entristeció hasta cierto punto. Carolyn Beavier deseó haber estado más cerca de Kathleen, haber dedicado más tiempo a su joven hija… Un poco menos del torbellino social Newport-Boston-Nueva York, unas pocas más horas para averiguar quién era realmente su hija… No se trataba de que ella y Kathleen se quisieran poco. Todo lo contrario. Sólo era que no había una amistad íntima como Carolyn hubiera deseado. Y especialmente ahora. Sobre todo en estos momentos, Mrs. Carolyn Beavier deseó más que nunca poder ser la amiga de su hija.

Mientras escuchaba al padre Milsap -a quien conociera superficialmente de sus años en Boston -, Anne se dijo de repente que aquel hombre le resultaba insoportable. Milsap pareció estar sugiriendo que si ella no resultara satisfactoria para los Beavier, se la podría remplazar fácilmente por otra monja del inmenso almacén de la Iglesia…

– ¡Padre Martin, padre Martin…! -exclamó Carolyn Beavier para cortar la metódica presentación-. Estoy segura de que la hermana Anne no se hallaría aquí si no fuese una mujer singular. ¿No es cierto?

– Hermana… -La esbelta mujer de melena platino se acercó a Anne y le cogió la mano -. No dudo de que usted se entenderá muy bien con Kathleen. Ella es una buena chica. Muy considerada y afectuosa. Claro que yo soy enormemente parcial. Bien venida a nuestra casa, hermana.

– Sí, estamos muy contentos de tenerla aquí -agregó Charles Beavier, sentado todavía en el sofá-. Si hay algo que necesite o desee, no tiene más que pedirlo. Queremos que se encuentre a gusto aquí.

Anne esbozó una sonrisa.

– Muchas gracias a los dos -dijo para corresponder a tanta amabilidad e inmediata acogida -. ¿Querrían contarme un poco acerca de Kathleen antes de encontrarme con ella? Por ejemplo, ¿cuándo descubrieron ustedes su especial estado?

Charles Beavier cogió la mano de su mujer.

– Permítame contárselo desde el principio. Es decir, todo cuanto sabemos del principio.

El hombre procuró explicarse lo mejor que pudo.

Los primeros días habían sido increíblemente dificultosos para ambos, su esposa y él. Aquél había sido con mucho el peor momento. Ellos habían confiado siempre en Kathleen… jamás había existido una razón para negarle tal confianza. Y de pronto, su preñez había sido una sorpresa conturbadora… Entonces, Kathleen había afirmado tercamente que seguía siendo virgen. Durante algún tiempo Charles y Carolyn habían temido que el incidente causara un trastorno mental a Kathleen. ¿Un natalicio virginal…? ¿Cómo abordar ahora la cuestión, pocas semanas antes del acontecimiento? ¿Lo comprendía la hermana Anne? Charles Beavier hizo la pregunta con ojos atemorizados, humedecidos.

Súbitamente, otra voz les llegó de atrás, de la librería.

– Me gustaría responder, si puedo, a las preguntas de la hermana Anne. No sé si podré, pero lo intentaré.

Anne giró sobre su cintura para mirar hacia la puerta abierta de la biblioteca conducente al salón.

Una adolescente estaba erguida junto a una librería acristalada repleta de volúmenes sin sobrecubiertas.

La muchacha tenía una larga melena rubia, un rostro bonito y muy original. Sus formas eran esbeltas exceptuando el henchido vientre, el estómago normal de una mujer embarazada de ocho meses. Llevaba una camisa de leñador demasiado holgada a cuadros rojos y negros, sandalias y pantalones vaqueros. Tenía el aspecto típico de una colegiala de Nueva Inglaterra.

– ¡Hola, hermana Anne Feeney!

Kathleen Beavier esbozó una sonrisa encantadora.

Lo que más le impresionó a Anne de la joven fue su aspecto flamante, su mirada casta. Kathleen tenía un aura de inocencia casi radiante. Era un poco estremecedor.

– Yo soy Kathleen, como deducirá usted probablemente por esto.

Y diciendo así se palmoteo su enorme estómago.

– Hola, Kathleen.

Anne sonrió y al propio tiempo se dio cuenta de que estaba arañando prácticamente el brazo de su sillón.

Anne no pudo apartar la vista de aquel rostro juvenil enmarcado por un pelo rubio.

¿Es que nadie veía lo que ella estaba viendo ahí?

Por primera vez, la hermana Anne Feeney presintió que iba a ocurrir algo sobremanera extraordinario. De repente, Anne comprendió una buena parte de toda aquella excitación y confusión.

Comprendió cabalmente por qué la habían sacado de St. Anthony para enviarla sin tardanza a Newport.

Las encantadoras facciones de Kathleen Beavier estaban hechas a imagen y semejanza de la Santísima Virgen María.

KATHLEEN Y ANNE

Mucho tiempo atrás, la pintoresca mansión Beavier había sido una granja funcional regida por un ex molinero inglés, su mujer, tres hijas y dos fornidos hijos.