Había aún antiguos establos, rediles hechos con estacas y desperdigados por doquier alrededor de la asombrosa hacienda. Había también una cuadra mucho más moderna para los costosos caballos pura raza de Charles Beavier, animales de concurso. Algunas veces se dejaban ver familias de ciervos marchando a paso largo allá abajo por las blancas arenas de la playa.
– Esto es verdaderamente idílico -dijo Anne cuando descendía con Kathleen hacia la playa-. La casa de mi padre está cerca del Sound, en Nueva York. Me encanta verla al borde del agua.
Anne se volvió repetidas veces para contemplar la mansión. Sun Cottage había sido llamada así por la hija de un procurador, quien utilizaba la casa sólo seis semanas al año durante la tórrida canícula en la década 1920-1930. El cottage era una estructura singularmente hermosa, con cuatro alas imponentes agregadas a un impresionante cuerpo central Victoriano. La casa tenía veintiocho habitaciones y doce baños completos. Una elegancia seria, discreta… Esta fue la mejor descripción que se le ocurrió a Anne.
– No es precisamente un humilde establo en Belén -oyó decir a Kathleen.
Anne se volvió y vio que la muchacha rubia estaba sonriendo.
– Pienso que alguien debería romper el hielo. -Kathleen se encogió de hombros-. Quizá conviniera charlar un poco ahora. Podríamos conversar sobre lo que usted sabe de mí y lo que no sabe. Un poco, en cualquier caso.
– Está bien -repuso Anne. Luego, hizo una inspiración profunda. «Todo esto ha sobrevenido de golpe», se dijo inopinadamente-. Primero lo obvio…, se me ha dicho que eres virgen y, sin embargo, estás encinta.
– Muy raro, pero cierto.
– Sé que la Iglesia se interesa por tu estado. Sé también que procura tratar ese asunto con la máxima discreción, lo cual es comprensible… Ahora bien, lo que no sé es por qué se vio implicada la Archidiócesis en primer lugar.
Kathleen asintió.
– Claro…, aunque es preciso hacer primero una pequeña rectificación. Usted dijo que la Iglesia está preocupada. Yo diría que la Iglesia está preocupada, pero, sobre todo, aterrorizada. El cardenal Rooney no puede sostener mi mirada; baja los ojos. Lo mismo ocurre con el padre Milsap. Eso es extraño. Al menos me lo parece. Además, ellos no quieren explicarme nada.
»Por otra parte mi madre ha sido amiga íntima del cardenal Rooney mucho antes de que esto sucediera. Cuando se descubrió mi preñez y al propo tiempo mi virginidad, ella consultó con el cardenal. Sospecho que le habló acerca de un aborto, aunque nunca me lo dijo.
»Poco después vino el padre Milsap a vivir con nosotros. Un especialista de Boston, que trabaja para la Archidiócesis, me hizo un reconocimiento médico. Luego se me examinó en la Universidad de Harvard. Poco después llegaron a casa toda clase de sacerdotes. Quisieron discutir sobre la posibilidad de que sucediera algo muy sagrado y especial. Pero ninguno me explicó el porqué de sus presentimientos.
Mientras escuchaba a Kathleen, Anne sintió que estaba empezando a simpatizar, casi a identificarse, con la joven y todo cuanto le estaba contando.
Por experiencia propia, Anne sabía que la Iglesia intentaba averiguar todo acerca de uno, revelándole muy pocos de sus propios secretos. También sabía que, tradicionalmente, la Iglesia prefería tratar con sus miembros femeninos.
Las mujeres deben ser vistas en misas y cofradías; ahora bien, no se debe escuchar a las mujeres cuando llega el momento de tomar decisiones…, incluso aquellas decisiones que afecten dramáticamente a sus vidas.
– Kathleen -preguntó Anne a la muchacha-. ¿Quieres contarme cómo empezó todo esto? He oído ciertos fragmentos de información sobre cierto día del pasado enero. Hace aproximadamente nueve meses. Tú habías salido con un chico al concluir un baile organizado por los universitarios. ¿Qué ocurrió entonces?
Inopinadamente, los ojos azules de Kathleen evitaron la mirada de Anne. La incipiente confianza entre ambas pareció irse al traste; fue como si una puerta se cerrara de golpe y las aislara.
– No puedo contarle nada sobre eso -Kathleen habló con tono mesurado pero firme -. Lo siento. No puedo contarle a nadie lo ocurrido aquella noche.
De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas. Se pasó una mano por la frente; pareció sentir confusión y al propio tiempo un dolor físico auténtico.
Al fin habló.
– ¡Estoy tan asustada! ¡Me encuentro tan sola y asustada! Nadie es capaz de entenderme. Ayúdeme, hermana, por favor.
Anne abrazó a la trémula jovencita. Esto es como volver a St. Anthony's, pensó por un instante. Temores jóvenes; horrible soledad.
Notó el temblor de la niña, oyó sus gemidos ahogados. Sintió el estómago pulsante de Kathleen apretado contra el suyo.
Durante unos momentos, la hermana Anne Feeney y Kathleen Beavier estuvieron abrazadas en la solitaria playa de un gris ceniza.
Al anochecer, en su dormitorio, Anne apoyó la mejilla y todo el costado derecho contra el frío cristal de una ventana giratoria.
Contempló las nubes de un color azulado deslizándose raudas, como persiguiéndose unas a otras ante la luz rugosa de la luna.
La mente de Anne se revolucionó con extrañas ideas nuevas e impresiones contradictorias de Sun Cottage.
Por añadidura, no pudo olvidar ni un instante el rostro inocente de Kathleen Beavier. Esa frescura de una colegiala de Nueva Inglaterra. La hermosa candidez de la muchacha…, la virgen Kathleen.
Finalmente, Anne empezó a musitar sus oraciones de la noche. Luego abandonó la ventana panorámica, retiró la colcha de su cama y se deslizó sigilosa entre las aromáticas sábanas.
Se sintió terriblemente sola y asustada…, tal como lo había descrito Kathleen allá abajo en la playa por la mañana.
Anne pensó que su mente estaba sobrecargándose a toda marcha con preguntas sin respuesta.
Y no sólo acerca de Kathleen Beavier -lo vio bien claro-, sino también sobre sí misma.
Cuando tenía diecisiete años, precisamente la edad de Kathleen, Anne se había graduado, ocupando el segundo puesto de su clase, en la Academia del Sagrado Corazón, de Westchester, donde la competencia era excepcional. Se la había admitido en el Sarah Lawrence College, y más tarde en el Colegio de New Rochelle.
El verano que precedió a su período escolar, Anne había aceptado un empleo en el «Schuyler Hotel», a orillas del lago George. Tanto ella como su madre se habían opuesto al padre, quien deseaba con la mejor intención que su hija pasara una buena temporada veraniega antes de volver al colegio.
Durante sus diez semanas de trabajo en el «Schuyler», Anne soportó a regañadientes una serie interminable de citas. El resultado final fue decepcionante; todas sus parejas se asemejaron notablemente, como ella comprobó muy pronto. Los chicos y los adultos la encontraron bonita (aunque sus ropas adquiridas exclusivamente en «Peck & Peck» y «Arnold Constable» le dieran un aspecto demasiado conservador), pero también encontraron en Anne lo que ellos conceptuaban como engreída y pacata.
Ella descubrió por su parte que casi todos los hombres eran increíblemente insensibles y despóticos. Y, lo que era peor, degradaban a la mujer con su obsesión de la conquista sexual.
Concluida la temporada estival en el «Schuyler Hotel», Anne se convenció de que ella no era como casi todas las demás chicas o al menos de que su comportamiento no se asemejaba al de otras mujeres jóvenes.
Hacia primeros de setiembre no compareció a su primera clase de retórica inglesa en el Colegio de New Rochelle. Anne fue una de las veinte jóvenes que se arrodillaron para orar en la capilla del Noviciado de Mount St. Mary's, en Newburgh (Nueva York), a noventa kilómetros de Nueva York aguas arriba del Hudson.
Anne había ingresado oficialmente en la Orden Dominica de Hermanas Enseñantes a fines de agosto. Desde luego, una buena parte de esa decisión no había tenido nada que ver con sus sentimientos de incompatibilidad social. Aune sentía también una honda y sincera vocación.