Durante sus doce años en las Dominicas, Anne pareció haber hecho la elección óptima.
Y entonces sucedió algo totalmente inesperado.
La hermana Anne conoció al padre Justin O'Carroll, de «Co. Cork», Irlanda, y se enamoró.
La primera vez que vio al padre O'Carroll, éste era un asistente social de la Caridad Católica en South Boston. Ambos pertenecían a la administración del cardenal Rooney, la oficina principal archidiocesana en la Commonwealth Avenue de Boston.
Anne no había conocido nunca a un sacerdote como el padre O'Carroll. Era de una apostura y juventud perturbadoras…, todas las hermanas que trabajaban en la Cancillería opinaban lo mismo. Tenía un cuerpo esbelto, muscular, rizos negros que caían de cualquier modo sobre la tirilla romana y ojos de un verde intenso jamás visto… Pero Anne se había resistido siempre a la tentación física. Aun siendo ya una Hermana, varios hombres atractivos la habían abordado. Padres de sus alumnos, algunos bachilleres, hombres de la calle a quienes no podía decir que era una monja.
No…, al principio hubo otra cosa acerca del padre Justin. Algo menos obvio. Algo mucho más perturbador que la simple atracción física.
Se percibía en el padre Justin una inconfundible fortaleza interior tan insólita que intrigaba a Anne. Un rasgo bastante generalizado entre los hombres y las mujeres de las pequeñas ciudades de Nueva Inglaterra: confianza en las propias fuerzas e individualismo. Una indiferencia aparente frente a las asperezas del mundo. Por añadidura, el padre Justin era versado en una gran variedad de disciplinas, desde la sociología irlandesa hasta la música y el arte clásico pasando por la política americana; era un hombre culto e inteligente pero sin vanidad, según lo estimaba Anne.
Y el padre Justin se manifestaba con suma seriedad acerca de la vida; seriedad y sensitividad… Quizá fuera eso al principio: una apostura viril combinada con un temperamento sereno, sensitivo. Cualesquiera fueran las causas, los efectos resultaron aterradores, terribles. Al mismo tiempo maravillosos y estimulantes. Anne no había experimentado nunca nada semejante. Según la modalidad católica irlandesa, el decepcionante estado de cosas se prolongó durante un año largo sin pasar a debate.
Luego, Anne se ausentó de Boston por dos semanas para asistir a una conferencia internacional sobre Unidad de la Iglesia celebrada en Washington.
Cierta noche, durante su segunda semana de estancia en la Georgetown University, recibió una llamada telefónica, hacia las doce, en el dormitorio de las hermanas.
Era el padre Justin O'Carroll.
Primeramente, Anne pensó que el cardenal Rooney habría sufrido otro ataque cardíaco allá en Boston. Y cuando oyó el balbuceo estuvo segura de que el cardenal había muerto.
Finalmente, Anne tuvo que inquirir:
– ¿Quiere decirme, por favor, si hay algo que marcha mal?
– Sólo se me ocurre una cosa que marcha mal. -Ella percibió el distante acento irlandés del sacerdote -. Y es que usted está en Washington, yo aquí en Boston y la echo a faltar enormemente. Estoy actuando como un demente, Anne; pero la echo a faltar y he sentido la apremiante necesidad de telefonear.
Anne sintió un súbito aturdimiento, un calor insoportable en la cabina telefónica de Georgetown. Su corazón latió de forma incontrolada.
Porque ella notaba también la ausencia de Justin. Le echaba a faltar terriblemente. Los pensamientos constantes sobre Justin habían desbaratado su concentración mental durante toda la semana. Todo el mes. Todo el año.
Cuando Anne regresó a Boston consultó con la Madre Superiora. En el despacho de la Madre, decorado con suma sobriedad, Anne explicó de forma sincera y directa que tenía serias dificultades con uno de los sacerdotes jóvenes. Luego solicitó y recibió un destino inmediato fuera de Boston.
Dos días después, días frenéticos y dolorosos, Anne se encontró viviendo entre diecinueve adolescentes negras e hispánicas en St. Anthony's de Holts Corners, New Hampshire. Lo había hecho más por Justin que por sí misma. Pues ella creía en su propio corazón. Sabía que muchas hermanas dominicas habían abandonado la Orden por aquellas fechas. En los Estados Unidos, más de seis mil monjas dejaban los hábitos cada año. Pero la situación con los Holy Ghost Fathers de Irlanda era muy distinta y mucho más dramática. Si Justin hiciese lo mismo, sería el primer abandono en la Orden. Irlanda perdería un sacerdote excelente, un líder potencial. Y lo que era peor, la familia de Justin sufriría las consecuencias en su pueblo. El padre perdería probablemente su empleo; la madre y las hermanas escucharían duros reproches por la acción de Justin.
Durante los primeros meses de separación, el padre Justin pareció comprender la decisión de Anne. No le escribió ni telefoneó. A lo largo de tres meses no hubo la menor comunicación entre ellos.
Muy poco a poco, Anne notó el retorno de su fe y la consolidación de su compromiso con la Orden dominica. Entonces, una tarde, Justin apareció esperándola delante de Hope Cottage.
– No puedo renunciar a ti -le dijo -. Lo he intentado por todos los medios posibles pero no puedo renunciar a ti, Annie.
Aquella tarde ambos dieron un largo e inquietante paseo.
Intentaron dialogar sensatamente y acabaron discutiendo. Por ultimo, Anne dijo a Justin que no quería verle nunca más.
«Mentí», se dijo ahora Anne.
Sentada en el penumbroso dormitorio de Newport, deseó desesperadamente poder hablar en aquel momento con Justin. Le hubiera gustado conocer su opinión sobre la increíble historia de Kathleen Beavier. Además, le hubiera gustado explicarle con entera franqueza por qué le había despachado así en New Hampshire. Tal vez pudiera incluso reconocer para sus adentros el porqué de su miedo cuando estaba con él.
Cuando Anne Feeney se acostó aquella noche, su pensamiento derivó hacia una idea muy curiosa y también emocionante, por lo menos en ese momento.
La idea fue que ella estaba rondando ya la treintena y era todavía virgen.
Dos dardos de luz blanca danzaban juguetones por la tenebrosa Foxled Road a unos veinte kilómetros al norte del aeropuerto Shannon.
La magia negra flotaba en el aire.
Finalmente, el «Ford» inglés alquilado por el padre Eduardo Rosetti dejó ver su forma cúbica en el reflejo de los parpadeantes faros delanteros. El coche negro regresaba veloz de Maam Cross y de la entrevista con Colleen Galaher. Ahora, el sacerdote del Vaticano se dirigía hacia Shannon, luego iría a América… para ver a la segunda niña virgen.
Detrás del parabrisas enlodado, el padre Rosetti se despabiló al percibir otros dos globos luminosos en la carretera. Dos luces oscilantes se acercaban por detrás.
Cuando aquellos ojos relucientes se le acercaron más, Rosetti comprobó que no le seguía un solo vehículo. Eran dos vehículos… dos motocicletas estrepitosas, desenfrenadas.
Entonces, súbita y absurdamente, una de las radiantes luces chocó contra la parte trasera del «Cortina».
¡Pum! ¡Pum!
– ¡Maldito loco!
Rosetti se revolvió indignado en su asiento.
Acto seguido, el coche del sacerdote recibió otro golpe de la segunda moto. La luz trasera se hizo añicos. Rosetti se dio un fuerte golpe contra el volante.
¡El «Ford» inglés aguantó otro encontronazo! Las dos motocicletas siguieron arremetiendo contra su coche.
A propósito.
Demencialmente. Rosetti vio que eran dos sacerdotes quienes montaban las motos negras. Ambos se cubrían con tejas romanas.
¡Pum!
¡Pum, pum!
El padre Rosetti, quien había ido al cine en otros momentos de su vida, había visto una película de aventuras en donde se presentaba esa especie de vertiginosa montaña rusa. ¡Las interminables curvas cerradas de aquella carretera! ¡Las montañas y los árboles sombríos desfilando veloces ante sus ojos para esfumarse seguidamente a ambos lados de su cabeza!