– ¿Conoce a alguien por aquí que tenga teléfono en casa?
– Hay dos teléfonos en la aldea. Uno para el comité de la aldea, y el otro en casa de la señora Miao. Su esposo lleva cinco o seis años en Estados Unidos. ¡Qué mujer tan afortunada… tener teléfono en casa!
– Gracias. Utilizaremos su teléfono.
– Tendrán que pagar por ello. Otra gente también lo utiliza. Para hablar con la familia que tienen en el extranjero. Cuando alguien llama desde el extranjero, primero habla con Miao.
– Como el servicio de teléfono público de Shanghai -dijo Yu-. ¿Cree que Wen también utilizaba el teléfono de Miao?
– Sí, todos los de la aldea lo hacen.
Yu se volvió a Zhao con una expresión interrogativa en los ojos.
– Lo siento -dijo Zhao con turbación-. No sabía nada de esto.
CAPÍTULO 5
Por fin se abrió la puerta.
Salió un grupo de pasajeros de primera clase, la mayoría extranjeros. Entre ellos el inspector jefe Chen vio a una mujer joven que llevaba una chaqueta de color crema y pantalones a juego. Era alta, esbelta, con el cabello rubio hasta los hombros y los ojos azules. La reconoció enseguida, aunque parecía un poco distinta de la imagen de la fotografía, tomada quizá unos años antes. Se movía con gracia, como una ejecutiva experta de una empresa de Shanghai.
– ¿La inspectora Catherine Rohn? -¿Sí?
– Soy Chen Cao, inspector jefe del departamento de policía de Shanghai. Estoy aquí para darle la bienvenida en nombre de sus colegas chinos. Trabajaremos juntos.
– ¿El inspector jefe Chen? -añadió en chino-: ¿Chen Tongzhi?
– Ah sí, habla chino.
– No mucho -volvió al inglés-. Me alegro de tener un compañero que hable inglés.
– Bienvenida a Shanghai.
– Gracias, inspector jefe Chen.
– Vamos a recoger su equipaje.
Había una larga cola en la aduana, con pasaportes, formularios, documentos y plumas en sus manos. De pronto el aeropuerto pareció demasiado abarrotado.
– No se preocupe por los formalismos de la aduana -dijo él-. Usted es nuestra distinguida invitada norteamericana.
La condujo por otro pasillo, saludando con la cabeza a varios agentes de uniforme situados junto a una puerta secundaria. Uno de ellos echó un rápido vistazo al pasaporte de la mujer, garabateó unas palabras en él y les hizo seña de que pasaran.
Salieron con el equipaje en un carrito y fueron hasta la zona de taxis designada frente a un enorme anuncio luminoso de Coca-Cola en chino. No había mucha gente esperando.
– Vamos a su hotel, el Peace Hotel, en el Bund. Lo siento, tenemos que tomar un taxi en lugar del coche de nuestro departamento. Lo envié de vuelta debido al retraso -dijo.
– Está bien. Ahí viene uno.
Un pequeño Xiali se detuvo frente a ellos. Él tenía intención de esperar un Dazhong, construido por la empresa formada por la Shanghai Automobile y la Volkswagen, que sería más espacioso y cómodo, pero ella ya estaba dando al taxista el nombre del hotel en chino.
En un Xiali prácticamente no había maletero. Chen se sentía apretado con la maleta en el asiento delantero al lado del conductor y una bolsa al lado de ella en el asiento trasero. Apenas podía estirar sus largas piernas. El aire acondicionado no funcionaba. Bajó la ventanilla, pero no sirvió de mucho. Ella se secó el sudor de la frente y se quitó la chaqueta. Llevaba un jersey escotado y sin mangas. El trayecto lleno de baches hacía que su hombro rozara ocasionalmente el de Chen; esa proximidad hacía a éste sentirse incómodo.
Cuando hubieron rebasado la zona de Hongqiao, el tráfico estaba más congestionado. El taxi tenía que efectuar frecuentes rodeos debido a las nuevas construcciones que se estaban realizando. En el cruce de las calles Yen'an y Jiangning se quedaron atrapados en un atasco.
– ¿Cuánto ha durado su vuelo? -preguntó él, sintiendo la necesidad de decir algo.
– Más de veinticuatro horas.
– Oh, es un largo viaje.
– He tenido que hacer trasbordo. De St. Louis a San Francisco, después a Tokio y finalmente a Shanghai.
– La Chinas Oriental Airline tiene un vuelo directo de San Francisco a Shanghai.
– Sí, pero mi madre encargó el billete por mí. Para ella no hay nada como United Airlines. Insistió en ello, por razones de seguridad.
– Entiendo. Todo… -dejó la frase sin terminar: «Todo lo norteamericano es preferible»-. ¿No trabaja en Washington?
– Nuestra oficina central está en D. C., pero yo estoy destinada en la oficina regional de St. Louis. Mis padres también viven allí.
– St. Louis, la ciudad donde nació T. S. Eliot. Y la universidad de Washington fue fundada por su abuelo.
– Vaya, sí. En la universidad también hay un Salón Eliot. Me sorprende, inspector jefe Chen.
– Bueno, he traducido algunos poemas de Eliot -dijo, sin sorprenderse demasiado de que ella se sorprendiera-. No todos los policías chinos son como los que salen en las películas norteamericanas, en las que sólo sirven para las artes marciales, hablar mal inglés y comer pollo Gongbao.
– Eso son estereotipos de Hollywood. Yo me especialicé en estudios chinos, inspector jefe Chen.
– Era una broma -¿por qué se había vuelto tan sensible respecto a la imagen de la policía china que ella pudiera tener?, se preguntó. ¿Por el énfasis del Secretario del Partido Li? Se encogió de hombros, rozando el de ella de nuevo-. De forma no oficial, le diré que yo también cocino muy bien el pollo Gongbao.
– Me gustaría probarlo.
Él cambió de tema.
– Entonces, ¿qué le parece Shanghai? ¿Es la primera vez que viene?
– Sí, he oído hablar mucho de esta ciudad. Es como un sueño hecho realidad. Las calles, los edificios, la gente, e incluso el tráfico, todo me parece extrañamente familiar. Mire -exclamó cuando el coche pasaba por la calle Xizhuang -. El Gran Mundo. Tenía una postal en la que aparecía.
– Sí, es un centro de entretenimiento muy famoso. Se puede pasar el día entero contemplando diferentes óperas locales, por no mencionar el karaoke, el baile, las acrobacias y los juegos electrónicos. Y se puede degustar una gran variedad de comida china en la calle Gourmet, que está al lado. Es una calle llena de bares y restaurantes.
– Oh, me encanta la comida china.
El taxi entró en el Bund. Al resplandor de las luces de neón el color de los ojos de la norteamericana no parecía exactamente azul. Vio un matiz verdoso. Azul celeste, pensó. No era sólo el color. Le vino a la memoria un antiguo verso: «El cambio del mar azul celeste al azul campo de moras», referencia a las vicisitudes del mundo, que tenía una connotación melancólica sobre la experiencia de lo irrecuperable.
A su izquierda se extendían edificios de cemento, granito y mármol a lo largo del Bund. Luego apareció a la vista el legendario Hong Kong Shanghái Bank, aún protegido por los leones de bronce que habían sido testigos de numerosos cambios de propietario. A su lado, el gran reloj en lo alto del edificio neoclásico de la Aduana dio la hora.
– El edificio con la fachada de mármol y torre en forma piramidal en la esquina de la calle Nanjing es el Peace Hotel, antes llamado el Cathay Hotel, cuyo propietario ganó millones con el comercio del opio. Después de 1949, el gobierno de la ciudad le cambió el nombre. A pesar de los años, conserva su categoría como uno de los mejores hoteles de Shanghai…
El taxi se detuvo frente al hotel antes de que terminara su discurso. Daba igual. Tenía la sensación de que ella le había estado escuchando con tolerante diversión. Un portero uniformado se acercó con grandes pasos y sostuvo la portezuela abierta para la norteamericana. El empleado, vestido de uniforme y gorra rojos, debió de tomar a Chen por el intérprete y dedicó toda su atención a ella. Chen le observó con ironía mientras el hombre ayudaba a colocar el equipaje en un carrito del hotel.