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– Tiene que verla un médico.

– No, no es nada.

– No debería haber permitido que me acompañara hoy, inspectora Rohn.

– He sido yo quien ha insistido, inspector jefe Chen -dijo ella un poco malhumorada.

– Tengo una idea -dijo Chen con expresión decidida-. Vamos a una tienda de hierbas. La del señor Ma. La medicina china la ayudará.

La herboristería en cuestión estaba situada en la ciudad vieja de Shanghai. Un letrero dorado sobre el marco de la puerta exhibía dos grandes caracteres chinos pintados en llamativos trazos: «El viejo Ma» que también podía significar «El viejo caballo».

– Interesante nombre para una herboristería -observó ella.

– Existe un proverbio chino que dice: «Un caballo viejo conoce el camino». Viejo, experimentado, el señor Ma sabe lo que hace, aunque no es médico ni farmacéutico en el sentido convencional.

Una anciana con un largo uniforme blanco se acercó a ellos y sonrió.

– ¿Cómo está, camarada inspector jefe Chen?

– Estoy bien, señora Ma. Ésta es Catherine Rohn, mi amiga americana -Chen les presentó mientras entraban en una espaciosa habitación amueblada como un despacho. Adosados a las paredes blancas había grandes armarios de roble con numerosos cajoncitos, cada uno de ellos con una pequeña etiqueta.

– ¿Qué le trae por aquí, Chen? -El señor Ma, un hombre de pelo y barba blancos, con gafas de montura plateada y un largo collar de cuentas talladas, se levantó de su sillón.

– El viento de hoy es mi amigo, un viento que viene del otro lado del océano. ¿Cómo va el negocio, señor Ma?

– No va mal, gracias. ¿Cómo está su amiga?

– Se ha torcido el tobillo -dijo Chen.

– Déjeme echarle un vistazo.

Catherine se quitó los zapatos y dejó que el hombre le examinara el tobillo. Al tocárselo le dolía. Dudaba de si el anciano podría decirle algo sin hacer una radiografía.

En la superficie no hay nada, pero nunca se sabe. Déjeme aplicarle una pasta en el pie. Déjesela durante dos o tres horas. Si el daño interior sale a la superficie, no se preocupe.

Era una pasta amarilla y pegajosa. El señor Ma la extendió sobre la dañada. La inspectora Rohn notó una sensación de frescor en la piel. La señora Ma ayudó a vendarle el tobillo con una gasa blanca.

– También se encuentra un poco mareada -explicó Chen-. Su viaje ha sido muy largo. Y ha estado muy ocupada desde que ha llegado. Una infusión tal vez aumente su nivel de energía.

– Déjeme verle la lengua -El señor Ma le examinó la lengua y le tomó el pulso un par de minutos con los ojos cerrados, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

– No hay nada grave. El yang está ligeramente alto. Tal vez tiene demasiadas cosas en la cabeza. Voy a hacerle una receta. Unas hierbas para el equilibrio y otras para la circulación sanguínea.

– Estupendo -dijo Chen.

El señor Ma cogió una pluma de cola de mofeta y con gesto exagerado escribió la receta en un papel de bambú, que le entregó a la señora Ma.

– Elígele las hierbas más frescas.

– No tienes que decirme eso, anciano. La amiga del inspector jefe Chen es nuestra amiga -la señora Ma se puso a dosificar diversas hierbas que sacaba de los cajoncitos: una pizca de una hierba blanca como escarcha, otra de un color diferente, casi como pétalos secos, y también un pellizco de granos de color púrpura como uvas pasas-. ¿Dónde se aloja, Catherine?

– En el Peace Hotel.

– No es fácil preparar medicina tradicional en un hotel. Necesita un cacharro de arcilla especial y vigilar el proceso. Deje que le preparemos la medicina y se la haremos llegar con nuestro mensajero.

– Sí, es mejor, anciana -el señor Ma se acarició la barba con aire aprobador.

– Gracias -dijo Catherine-. Son ustedes muy amables.

– Muchas gracias, señor Ma -dijo Chen-. Por cierto, ¿tiene algún libro sobre tríadas o sociedades secretas en China?

– Déjeme ver -el señor Ma se levantó, entró en una habitación oscura y salió con un grueso volumen-. Por casualidad tengo uno. Puede quedárselo. Ya no tengo librería aquí.

– No, se lo devolveré. Me ha ahorrado un viaje a la Biblioteca de Shanghai.

– Me alegro de que mis polvorientos libros aún puedan ser útiles, inspector jefe Chen. Cualquier cosa que pueda hacer por usted, ya sabe… después…

– No diga eso, señor Ma -Chen interrumpió al anciano-. O no me atreverse a volver por aquí

– Tiene muchos libros, y no sólo libros de medicina, señor Ma -a Catherine le interesaba la lacónica conversación que mantenían los dos hombres.

– Bueno, antes teníamos una tienda de libros usados. Gracias al Departamento de Policía de Shanghai -dijo el señor Ma con sarcasmo no disimulado, retorciéndose la barba con los dedos- ahora tenemos esta herboristería.

– Oh, nuestro negocio está muy bien -se apresuró a intervenir la señora Ma-. A veces tenemos más de cincuenta pacientes al día. Gente de todas clases. No tenemos nada de lo que quejarnos.

– ¿Cincuenta pacientes al día? Es mucho para una herboristería que no acepta el seguro médico del estado -Chen se volvió a la señora Ma con mayor interés-. ¿Qué clase de pacientes son?

– La gente viene por motivos diversos. Algunos, porque el hospital estatal no puede hacer nada por sus problemas; otros, porque no pueden ir allí para sus problemas. Por ejemplo, heridas en una pelea entre bandas. El hospital estatal dará parte inmediatamente a la policía. De manera que he ayudado a algunos -antes de proseguir el señor Ma miró a Chen con un atisbo de provocación en sus ojos-. Es trabajo suyo atraparles, inspector jefe Chen, si son criminales. Ellos acuden a mí como pacientes, así que yo les trato como médico.

– Entiendo, doctor Zhivago.

– No me llame así -el señor Ma agitó las manos deprisa, como si tratara de ahuyentar una mosca invisible-. «Cuando te ha mordido una serpiente, siempre te pondrás nervioso cuando veas un rollo de cuerda.»

– Algunas de estas personas deben de estarle agradecidas -dijo Chen

– Con esa gente nunca se sabe, pero como en las novelas de kung fu siempre hablan de pagar sus deudas de gratitud -añadió el señor Ma tocándose las cuentas del collar unos segundos-. Hoy en día, son capaces de cualquier cosa. Sus largos brazos llegan a los cielos. Tengo que hacer algo por ellos, o tendré graves problemas con el ejercicio de mi trabajo.

– Lo entiendo, señor Ma. No tiene que darme explicaciones, pero tengo que pedirle otro favor.

– Lo que quiera.

– Estamos buscando a una mujer, una mujer embarazada de Fujian. Es posible que una tríada de Fujian llamada los Hachas Voladoras la esté buscando también; hace años fue una joven educada de Shanghai. Si por casualidad se entera de algo sobre ella, hágame el favor de comunicármelo.

– Los Hachas Voladoras… Creo que no conozco a ninguno de sus miembros. Esto es territorio de los Azules. Pero puedo preguntar por ahí.

– Su ayuda nos resultará muy valiosa, señor Ma, ¿o digo doctor Zhivago?

Chen se puso en pie con intención de marcharse.

– Entonces usted será el general -el señor Ma sonrió.

Catherine estaba intrigada con su conversación, en particular por lo del doctor Zhivago. Años atrás, su madre le había comprado una caja de música que interpretaba el «Tema de Lara». Desde entonces la novela se había convertido en una de sus favoritas. La tragedia de la vida de un intelectual honrado en una sociedad autoritaria. Ahora la Unión Soviética prácticamente había dejado de existir, pero no China. Había algo fascinante en el fondo de la conversación, casi como en un rollo de una pintura tradicional china, en el que el espacio en blanco sugería más de lo que se representaba en el papel.