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CAPÍTULO 12

El teléfono empezó a sonar antes de que lo hiciera su despertador. Frotándose los ojos, Catherine descolgó el auricular. Oyó la voz de su jefe, clara, conocida, aunque a kilómetros de distancia.

– Lamento despertarte, Catherine.

– No importa.

– ¿Cómo van las cosas?

– Fatal -dijo ella-. La policía de Fujian no ha hecho ningún progreso. Aquí en Shanghai hemos entrevistado a los posibles contactos de Wen, pero no hemos obtenido nada.

– Ya sabes la fecha del juicio. El Servicio de Inmigración y Naturalización nos ha estado volviendo locos.

– ¿Es posible aplazar el juicio?

– Me temo que no es una idea muy popular.

– La política. También en esto. ¿Se sabe algo de la banda que amenazó a Feng?

– Feng no ha vuelto a saber nada de ellos. Hemos seguido tu sugerencia y le retenemos en el mismo sitio. Si la banda tiene a Wen, le enviarán otro mensaje más explícito.

– Los chinos creen que la tríada la está buscando pero que es posible que aún no la hayan cogido.

– ¿Qué opinas de los chinos?

– ¿El Departamento de Policía de Shanghai o el inspector jefe Chen?

– Ambos -dijo Spencer.

– El departamento está decidido a tratarme como a una invitada distinguida. El Secretario del Partido Li Guohua, el agente de más categoría en el departamento, se reunirá conmigo hoy o mañana. Pura cortesía, supongo. En cuanto al inspector jefe Chen, diría que trabaja concienzudamente.

– Me alegra saber que te tratan bien y que tu compañero chino es un tipo decente. Respecto a Chen, a la CIA le gustaría que reunieras un poco de información sobre él.

– ¿Quieren que le espíe?

– Esa palabra es demasiado fuerte, Catherine. Sólo pasar la información que tengas sobre él. ¿Con quién sale? ¿Qué casos lleva? ¿Qué libros lee y escribe? Cosas así. La CIA tiene sus propias fuentes, pero en ti se puede confiar.

Ella estaba de acuerdo pero no le gustó.

Volvió a sonar el teléfono. Era Chen.

– ¿Cómo se encuentra esta mañana, inspectora Rohn?

– Mucho mejor.

– ¿Y el tobillo?

– La pasta ha hecho efecto. No tengo ningún problema -dijo ella, frotándose el tobillo, que aún estaba un poco débil.

– Ayer me asustó -se notaba alivio en su voz-. ¿Está preparada para ir hoy a otra entrevista?

– Claro. ¿Cuándo?

– Esta mañana tengo una reunión. ¿Le va bien esta tarde?

– Sí. Aprovecharé la mañana para investigar un poco en la Biblioteca de Shanghai.

– ¿Sobre las sociedades secretas chinas?

– Así es -además, iba a recabar información sobre Chen, no sólo para la cía.

– La biblioteca también está en la calle Nanjing. En taxi llegará en meno$ de cinco minutos.

– Iré a pie si está tan cerca.

– Eso es cosa suya. Me reuniré con usted a las doce en un restaurante que hay frente a la librería. La Aldea del Sauce Verde. Es el nombre del restaurante.

– Hasta luego, pues.

Tras una rápida ducha se fue del hotel. Paseó por la calle Nanjing, un gran centro comercial, no sólo con tiendas a ambos lados sino también con hileras de vendedores ambulantes frente a las tiendas. Cruzó la calle varias veces, atraída por los atractivos escaparates. No había comprado nada desde su llegada.

En el cruce con la calle Zheijan tuvo que resistir la tentación de entrar en un restaurante de color bermellón con pilares tallados que sostenían un tejado de tejas vidriadas de color amarillo, imitación del antiguo estilo arquitectónico chino. Una camarera vestida con el traje de la dinastía Qing se inclinaba de forma atractiva ante la gente que pasaba por delante. Pero Catherine compró un pedazo de pegajoso pastel de arroz a uno de los vendedores de la acera, y lo fue comiendo por la calle como las muchachas de Shanghai que iban delante de ella. Estaba de moda hablar de los chinos como capitalistas por naturaleza, chanchulleros natos, y explicar de ese modo el desarrollo económico, pero ella creía que la energía colectiva liberada después de tantos años de control económico por parte del Estado, el tener la oportunidad de hacer algo por sí mismos por primera vez era lo que les había llevado a la transformación que veía a su alrededor.

Y no tropezaba con más miradas curiosas de las que habría recibido en St. Louis. Tampoco tuvo ningún accidente salvo golpes con el hombro y codazos mientras se abría paso por delante de unos abarrotados grandes almacenes. Los accidentes sufridos en los últimos dos días la habían inquietado, pero quizá era porque ella estaba torpe debido al jet lag. Aquella mañana había descansado bien. Pronto vio la biblioteca a lo lejos. Dio unas monedas a los mendigos que había en los escalones como habría hecho en St. Louis.

Al entrar en la Biblioteca de Shanghai se le acercó una bibliotecaria que hablaba inglés para ayudarla. Tenía dos temas, los Hachas voladoras y Chen. Para su sorpresa, Catherine no encontró prácticamente nada sobre las tríadas en su literatura. Quizá en la China contemporánea estaba prohibido hablar de esas actividades delictivas.

Encontró varias revistas que contenían poemas y traducciones de Chen, y también algunas traducciones de novelas de misterio firmadas por Chen, algunas las había leído en inglés. Lo que le fascinaba era el estereotipado «prefacio del traductor» en cada libro. Consistía en una introducción que daba detalles sobre el autor, un breve análisis de la historia y una invariable conclusión con frases hechas de tipo político: «debido a los antecedentes ideológicos del autor, los decadentes valores de la sociedad capitalista occidental no pueden sino reflejarse en el texto, y los lectores chinos han de estar alerta a semejante influencia…».

Absurdo, y también hipócrita, pero esta hipocresía podía explicar su rápido ascenso.

La bibliotecaria entró en la sala de lectura con una nueva revista.

– Hay una entrevista reciente con Chen Cao.

Había una fotografía en color en la que aparecía vestido con traje y una corbata conservadora, lo que le daba aspecto de académico. En la entrevista, poniendo a T. S. Eliot como ejemplo, Chen declaraba que la poesía debería escribirse sin la presión de tener que ser poeta. Mencionó a Louis MacNeice, que había tenido que ganarse la vida con otro trabajo. Chen reconocía la influencia de ambos en su poesía y mencionaba el título de un poema imbuido de melancolía. Encontró «La luz del sol en el jardín», lo leyó e hizo copias. El fin de la CIA era político, pero la obra de Chen podía arrojar tanta luz sobre su compañero chino como un ser humano. Eliot y MacNeice; Chen utilizaba sus historias para justificar su propia carrera. Devolvió el material a la bibliotecaria.

Cuando salía de la biblioteca vio a Chen que la esperaba delante del restaurante. Con chaqueta negra y pantalones de color caqui, su aspecto era menos académico que en la fotografía de la revista.

Cruzó la calle y a medio camino, en la isleta de seguridad, se encontró con ella y la llevó al restaurante. Allí, una azafata les acompañó a una sala privada del segundo piso.

Ella examinó el menú bilingüe. Después de leer unas líneas, se lo acercó a él. Entendía todos los caracteres de forma individual, pero no su combinación. La traducción inglesa, o mejor dicho la transliteración, no le servía de mucho.

Un camarero les llevó una tetera de latón de pico largo y sirvió agua en la copa de ella formando un elegante arco. Además de las hojas de té verde, en el fondo de la taza había trocitos de hierbas rojas y amarillas.

– Té Ocho Tesoros -dijo Chen-. Se suponía que era potente para aumentar la energía.

Ella escuchaba divertida mientras él comentaba con el camarero las especialidades de la casa. De vez en cuando se volvía para pedirle su aprobación. El acompañante perfecto, este representante elegido del Departamento de Policía de Shanghai.