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CAPÍTULO 13

Chen no le había dicho a Catherine Rohn la verdadera razón por la que había decidido conducir él mismo. Confiaba en Pequeño Zhou, pero alguien podría enterarse fácilmente de sus movimientos a través del servicio de coches del departamento, así que había cogido el coche sin decírselo a nadie.

El trayecto hasta el condado de Qingpu era largo. Por las ventanillas entraba una agradable brisa. Como por un acuerdo tácito, no hablaron de su trabajo. Contemplando la variada campiña ella empezó a hacerle preguntas sobre los programas de intercambio lingüístico en las universidades chinas.

– Las universidades como la Fudan, la Normal de China Oriental y la de Lenguas Extranjeras de Shanghai pueden ofrecer algún puesto de profesor a angloparlantes nativos a cambio de la enseñanza de estudios chinos -explicó Chen-, preferiblemente a los que tienen títulos de inglés.

– Yo tengo dos especialidades. Una es inglés.

– Los programas de intercambio no pagan mucho. No está mal según los patrones chinos, pero no podría permitirse vivir en el Peace Hotel.

– No necesito alojarme en un hotel de lujo -se apartó un mechón de pelo de la frente-. No se preocupe, inspector jefe Chen. Sólo tengo curiosidad.

Pronto el paisaje pasó a ser más ruraclass="underline" arrozales, campos de verduras, con algunas casas nuevas y de vivos colores de vez en cuando. Con la política de Deng Xiaoping de «dejar que algunos se hagan ricos antes», estaban brotando como setas prósperos empresarios campesinos. Cuando pasaban por delante de un pequeño campo de un exuberante verde, Chen exclamó.

– ¡Qicai! ¡La primavera ha empezado tarde aquí!

– ¿Qué?

– Qicai. En inglés esa hierba se llama «bolsa de pastor». No sé por qué se le llama así. Es deliciosa.

– Interesante. También es usted botánico.

– No, no lo soy. Pero en una ocasión intenté traducir un poema de la dinastía Song, en el que el poeta se reúne, deliciosamente, con este capullo verdoso en la lengua de su amante y después en la suya.

– ¡Qué pena! Hoy no tiene tiempo de parar a recoger un poco.

Eran casi las dos cuando llegaron al lugar del condado de Gingpu donde les habían indicado que se hallaba su presa. Era un destartalado restaurante en un mercado de pueblo. La puerta estaba entreabierta y en el umbral había un banco de madera. A aquella hora del día no había ningún cliente.

Chen alzó la voz.

– ¿Hay alguien ahí?

Una mujer salió de la cocina situada en la parte posterior secándose las manos en un grasiento mandil. Tenía el rostro delgado, los ojos hundidos y los pómulos altos, y llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca. Parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. La redondez de su vientre era ligeramente visible.

Tenía un aspecto muy diferente al de la mujer de la fotografía del pasaporte. La decepción que asomó a los ojos de Catherine era fiel reflejo de la de él. Chen le entregó su tarjeta a la mujer de forma mecánica.

– Tenemos que hacerle unas preguntas.

– ¿A mí? -la mujer parecía asustada-. No he hecho nada malo.

– Si no ha hecho nada malo no tiene por qué preocuparse. ¿Cómo se llama?

– Qiao Guozhen.

– ¿Tiene su tarjeta de identidad?

– Sí, tome.

Chen la examinó atentamente. La habían emitido en la provincia de Guangxi. La fotografía de la tarjeta de identidad era de aquella mujer.

– ¿De manera que su familia aún está allí?

– Sí, mi esposo y mis hijas están allí.

– ¿Por qué está usted sola… en su estado? Deben de estar preocupados por usted.

– No, no están preocupados. Saben que estoy aquí.

– ¿Tiene algún problema familiar?

– No, ningún problema.

– Será mejor que me diga la verdad -faroleó. En realidad no era asunto suyo, pero sentía la necesidad de hacer algo delante de la inspectora Rohn-, de lo contrario tendrá graves problemas.

– No me devuelva a casa, camarada inspector jefe. ¡Me obligarán a abortar!

Catherine intervino por primera vez.

– ¿Qué? ¿Quién le hará eso?

– Los cuadros de la aldea. Tienen que cumplir unas cuotas de control de la natalidad.

– Cuéntenoslo todo -pidió Catherine-. No tendrá ningún problema.

El inspector jefe Chen miró a las dos mujeres: Qiao sollozando, Catherine furiosa, y él solo, indefenso como un idiota.

– ¿Cuál es la historia, camarada Qiao?

– Tenemos dos hijas. Mi esposo quería tener un hijo varón. Ahora vuelvo a estar embarazada. Nos pusieron una elevada multa por tener a nuestra segunda hija. El comité de la aldea dijo que esta vez no bastaría con una elevada multa y tendría que abortar. Por eso huí.

– ¿Es de Guangxi? -preguntó Chen, consciente de la gran atención que prestaba Catherine-. ¿Por qué ha venido hasta aquí?

– Mi esposo quería que me quedara aquí con su prima, pero ella se ha mudado. Por fortuna conocí a la señora Yang, la propietaria del restaurante, y me contrató.

– ¿O sea que trabaja para pagarse la habitación y la comida?

– Yang también me da doscientos yuanes al mes, además de propinas -dijo Qiao, posando una mano en su vientre-. Pronto ya no podré trabajar aquí fuera. Tengo que ganar todo lo que pueda.

– ¿Qué planes tiene? -preguntó Catherine.

– Daré a luz aquí. Cuando mi hijo tenga dos o tres meses regresaré a casa.

– ¿Qué le dirán los cuadros de su aldea?

– Cuando ha nacido un niño realmente no pueden hacer nada. Nos pondrán una multa elevada, probablemente. Eso no nos preocupa -se volvió a Chen y suplicó con voz temblorosa-: ¿No van a enviarme de regreso a casa?

– No. El problema es con los cuadros de su aldea, no conmigo. Simplemente es que no creo que sea una buena idea que una mujer embarazada como usted esté tan lejos de casa.

– ¿Tiene alguna idea mejor? -preguntó Catherine con sarcasmo.

Un hombre entró en el restaurante, pero al ver al inspector jefe y a su compañera norteamericana se marchó de inmediato sin decir una sola palabra.

– Quédese mi tarjeta, y cuídese -dijo Chen-. Si necesita ayuda, llámeme.

Salieron del restaurante en silencio. La tensión entre ellos no mejoró cuando subieron al coche. Él puso el motor en marcha produciendo un chirrido.

El aire dentro del coche era sofocante.

Era una vergüenza, admitió Chen para sí, que los cuadros locales hubieran presionado tanto a Qiao y que la inspectora Rohn hubiera sido testigo de ello. No era la primera vez que oía historias de mujeres embarazadas que se escondían hasta que daban a luz. No obstante era desagradable oírlo contar directamente a una de ellas.

Su compañera norteamericana debía de estar pensando que China violaba los derechos humanos. El mundo en una gota de agua. Ella no decía nada. Chen tocó la bocina sin querer.

– Bueno, puede que los cuadros locales hayan exagerado -dijo para romper el silencio-, pero nuestro gobierno no tiene alternativa. Las normas de control de la población son necesarias.

– Sea cual sea el problema que tenga su gobierno, una mujer debe poder decidir si quiere tener un hijo, y en su propia casa.

– No se imagina lo grave que es el problema aquí, inspectora Rohn. Tome por ejemplo a la familia de Qiao. Ya tienen dos hijas y tendrán más… hasta que por fin tengan un hijo varón. La perpetuación del apellido, como probablemente sabe por sus estudios de chino, es lo más importante para esta gente.

– Ellos eligen.

– ¡Pero en qué contexto! -replicó él. Anoche Li le había advertido que se desviviera por hacer agradable la estancia de la norteamericana,y ahí estaba, siendo reprendido por ella por el problema de los derechos humanos en China-. China no tiene mucha tierra cultivable. Menos de noventa millones de hectáreas, para ser exactos. ¿Cree que los pobres granjeros como los Qiao pueden permitirse ocuparse como es debido de cinco o seis hijos en una provincia pobre como Guangxi?