La condujo por un pasillo y luego salieron por una puerta trasera. Apareció a la vista el edificio de cinco pisos del Dynasty Karaoke Club. Al entrar se encontraron en un espacioso vestíbulo cuyo suelo de mármol brillaba como un espejo. En un extremo del salón principal había un estrado con una banda sentada bajo una enorme pantalla de televisión, en la que aparecían cantantes actuando junto con los subtítulos. Frente al estrado había unas treinta mesas. Algunas personas estaban sentadas, bebiendo, mientras otros bailaban en el espacio que quedaba entre el estrado y las mesas. En el otro extremo una escalinata de mármol conducía al segundo piso. Era una distribución diferente de los otros clubes que Chen había visitado.
Un hombre joven con una camiseta blanca y vaqueros negros apareció en el escenario e hizo un gesto hacia la banda. Esta se puso a tocar una pieza de jazz que era una adaptación de la moderna Beijing Opera Toma de la montaña del tigre por sorpresa. Había sido extremadamente popular a principios de los setenta, y contaba la historia de un pequeño destacamento del Ejército de Liberación del Pueblo que luchaba contra las tropas nacionalistas. Jamás había imaginado Chen que una melodía sobre soldados del Ejército de Liberación del Pueblo persiguiendo tigres y bandidos en tormentas de nieve pudiera adaptarse con tanto éxito y convertirse en una pieza para bailar.
«Las palabras del presidente Mao encienden mi corazón, / y traen la primavera que funde la nieve…».
¿Cuántas veces había oído este estribillo, sentado con sus amigos del instituto en el cine? Por un segundo, el pasado y el presente se fundieron en una escena como un remolino. Los que bailaban, vestidos con elegancia pero también los soldados de uniforme, brincaban frenéticos ante sus ojos; jóvenes modernos haciendo pasos disparatados, exóticos.
Luego un hombre fornido, sin afeitar, se acercó despacio al centro de la pista, haciendo chasquear los dedos, arrancando un gran clamor a los espectadores. Los rasgos del bailarín se parecían extrañamente a los del camarada Yang Zirong, el héroe de la Beijing Opera original.
Chen hizo una seña a una joven azafata con un vestido de terciopelo púrpura, que se acercó y haciendo una inclinación preguntó:
– ¿Qué puedo hacer por ustedes?
– Necesitamos una habitación privada. La mejor.
– La mejor, claro. Sólo queda una.
Les condujeron al piso de arriba y les hicieron pasar por un corredor curvo con salas privadas a ambos lados hasta llegar a una habitación suntuosamente decorada, con una pantalla plana de televisión Panasonic en la pared. A su lado había un equipo estereofónico Kenwood de gran capacidad con varios altavoces. Sobre una mesilla auxiliar de mármol había un mando a distancia y dos micrófonos, frente a un sofá desmontable de piel negra.
La azafata desplegó un menú para ellos.
– Tráiganos una fuente de fruta. Un café para mí y un té verde para ella -se volvió a Catherine-. La comida aquí es buena, pero comeremos más tarde en el Jing River Hotel, un hotel de cinco estrellas.
– Lo que usted diga -dijo ella, intrigada por esta exhibición de derroche. ¿Y cómo sabía si la comida era buena o no?
La habitación estaba decorada como para una cita de amantes. En la mesa esquinera había un jarrón de cristal con un ramo de claveles. El suelo estaba cubierto con mullidas alfombras. También había un mueble bar en la pared, cuyos estantes de cristal mostraban botellas de brandy Napoleón y Mao Tai. La luz era suave, adaptable a varias intensidades. Las paredes con papel pintado de estampado floral estaban insonorizadas. Con la puerta cerrada, no oían ningún ruido de fuera, aunque todas las otras habitaciones seguramente estaban ocupadas por cantantes de karaoke.
No era de extrañar que el negocio prosperara, incluso a un precio de doscientos yuanes la hora, pensó Chen. Y este no era el precio de las horas punta. De las siete de la tarde a las dos de la madrugada podía ascender hasta quinientos yuanes la hora, según el Viejo Cazador.
La azafata les trajo otra clase de menú: una lista de títulos de canciones en inglés y en chino. Debajo de cada título había un número.
– Puede elegir la canción que le guste, Catherine -dijo él-. Lo único que tiene que hacer es pulsar el número en el mando a distancia y cantar leyendo los subtítulos que aparecen en la pantalla.
– No sabía que el karaoke era tan popular aquí.
El karaoke había sido importado de Japón a mediados de los ochenta. En un principio se había limitado a unos cuantos grandes restaurantes. Después los empresarios vieron una oportunidad. Convirtieron los restaurantes en salones de karaoke, abiertos las veinticuatro horas del día. A continuación se pusieron de moda las habitaciones privadas, todas amuebladas con gusto para dar una sensación de intimidad. Algunos empresarios llegaron al extremo de hacer renovar un edificio entero para este fin. Pronto la gente acudió no sólo para el karaoke, sino para otra cosa disfrazada de karaoke.
Como los hoteles aún pedían la tarjeta de identidad y certificados de matrimonio para poder registrarse, estas habitaciones privadas de los karaokes, con sus puertas cerradas con llave, satisfacían una necesidad que se comprendía aunque no se expresaba en una ciudad que sufría una gran escasez de vivienda. La gente allí no sentía vergüenza. Aparentemente sólo asistían a una fiesta en el karaoke.
También aparecieron las chicas de karaoke, a menudo llamadas chicas K. Teóricamente, tenían que cantar con un cliente que no tuviera compañera femenina. Sin embargo, cuando la puerta estaba cerrada era fácil imaginar los otros servicios que proporcionaban las chicas K.
Aquella tarde Chen no vio a una sola chica K. Quizá era debido a la hora del día. O quizá porque él ya iba con alguien.
No le explicó nada de esto a la inspectora Rohn.
Cuando la azafata regresó con lo que habían pedido, Chen dijo:
– ¿Quién es tu jefe?
– El director general Gu.
– Dile que venga.
La azafata preguntó con asombro.
– ¿Qué le digo?
Chen miró a Catherine.
– Tengo que hablar con él de unas oportunidades de negocios internacionales.
Casi de inmediato apareció un hombre de edad madura, con gafas de montura negra, luciendo una buena barriga cervecera así como un anillo con un diamante en el dedo. Le tendió su tarjeta de visita a Chen. Decía: Gu Haiguang.
Chen le entregó a su vez una tarjeta suya. Gu pareció sorprenderse, pero se controló y enseguida hizo señas a la azafata de que saliera de la habitación.
– He venido para presentarme, director general Gu. Esta es mi amiga Catherine. Quería mostrarle el mejor club de karaoke de Shanghai – Chen prosiguió-. Podemos hacer muchas cosas el uno por el otro. Dice el viejo proverbio: «La montaña es elevada y el río es largo».
– En verdad, hay muchas posibilidades en el futuro. Me siento muy honrado de conocerle, y a su bella amiga norteamericana. He oído hablar de usted, inspector jefe Chen. Su nombre ha salido en los titulares de los periódicos. Su honorable presencia ilumina nuestro humilde lugar. Hoy invita la casa.
No sería una suma pequeña. Eso creía Chen. Dos horas en una habitación privada, más la comida, la factura podía ascender a su sueldo de un mes. La mayoría de clientes debían de ser nuevos ricos u oficiales que gastaban dinero del gobierno.
– Es usted muy amable, pero no es por eso por lo que quería verle, director general Gu.
– El sargento Cai también es un cliente regular. Patrulla la zona.
Chen había oído hablar de policías que aceptaban sobornos de los clubes de karaoke en forma de entretenimiento gratis. Al fin y al cabo, un policía también se merecía cantar algunas canciones. Sin embargo, un problema con el soborno era que se formaba una bola de nieve.