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– Los chinos no están familiarizados con la imagen de las mujeres policías norteamericanas; Lily McCall, en Hunter, si recuerdo bien su nombre, es una. Fue una de las pocas series de televisión norteamericanas que pudimos ver a principios de los ochenta. La agente McCall tuvo un éxito espectacular. En el escaparate de los Primeros Grandes Almacenes de Shanghai, vi en una ocasión una chaqueta de pijama de seda sin mangas llamado Chaqueta McCall. Era porque en un episodio la inspectora vestía esta prenda tan seductora.

– ¿En serio? ¿Una policía norteamericana inspiró una moda china?

– En un episodio, McCall decide casarse con alguien. Deja su trabajo. Algunas fans chinas se quedaron tan frustradas que escribieron a los periódicos para decir que debería seguir siendo policía y esposa al mismo tiempo, aunque algunas dudaban de su capacidad para hacerlo. Lo veían como una contradicción insoluble.

Ella dejó su zumo.

– Tal vez los chinos y los norteamericanos no son tan diferentes.

– ¿A. qué se refiere, inspectora Rohn?

– Cuando eres mujer y policía, es difícil mantener una relación con un hombre a menos que también sea policía. Las mujeres a menudo dejan su trabajo. Bueno, ¿y qué me dice de usted?

– ¿De mí?

– Sí. Ya basta de hablar de mi carrera. Es justo que me hable de usted, inspector jefe Chen.

– Me especialicé en literatura inglesa y norteamericana -dijo, con algo de desgana-. Un mes antes de licenciarme, me dijeron que el Ministerio de Asuntos Exteriores había solicitado mi expediente. A principios de los años ochenta, el gobierno era responsable de la asignación de empleo a los licenciados universitarios. Se consideraba que para un licenciado en inglés una carrera diplomática era magnífica, pero en el último momento, durante una comprobación rutinaria de antecedentes familiares, encontraron que un tío mío había sido «contrarrevolucionario» y lo habían ejecutado a principios de los cincuenta. Era un tío al que jamás había visto. No obstante, esta relación me descalificó para el servicio extranjero. En lugar de ello me asignaron al Departamento de Policía de Shanghai.

»No tenía preparación para el trabajo de policía, pero me habían dado un empleo; era lo que en aquella época se denominaba beneficios del sistema socialista: ningún estudiante universitario tenía que preocuparse por encontrar empleo. Así que me presenté en el departamento. Los existencialistas hablan de tomar decisiones por uno mismo, pero con mayor frecuencia las toman otros por ti.

– Aun así, tiene un historial profesional excelente, inspector jefe Chen.

– Bueno, eso es otra historia. Le ahorraré los detalles sórdidos de la política del departamento. Baste decir que hasta el momento he tenido suerte.

– Es interesante pensar que existe un paralelismo entre los dos. Dos policías en el parque del Bund, y ninguno de los dos pretendía serlo. Como usted ha dicho, la vida es una cadena de acontecimientos imprevistos… enlaces aparentemente sin importancia.

– Otro ejemplo. El mismo día en que me hice cargo del caso de Wen, unas horas antes había visto el cadáver en el parque. Me enteré por pura casualidad. Resulta que había recibido una recopilación de cantos ci de un amigo mío. Aquella mañana fui al parque para leer unas páginas -con el café en la mano, empezó a contarle el caso del parque del Bund.

Al final de su relato, ella dijo:

– Tal vez la víctima esté relacionada de algún modo con Wen.

– No veo cómo. Además, si los Hachas Voladoras hubieran matado a ese hombre, no le habrían dejado tantas heridas de hacha en el cuerpo. Es como poner la firma.

– No tengo respuesta a eso -dijo ella-, pero me recuerda algo que leí sobre la Mafia italiana. Mataron imitando a otra organización, para enturbiar las aguas, para confundir a la policía.

Él dejó su taza de café para pensar en ello. Era posible, admitió, que la víctima del parque hubiera sido asesinada por alguien que había copiado adrede los métodos de los Hachas Voladoras.

– Si es así, debe de haber alguna razón para ello.

– ¿Un tercer elemento saldría beneficiado?

– Un tercer elemento… -no había pensado aún en la posibilidad de que hubiera un tercer elemento involucrado en el caso del cadáver del parque del Bund.

¿Qué ganaría un tercer elemento transportando un cadáver con múltiples heridas de hacha al parque y dejándolo allí?

Acudieron a su mente perturbadoras ideas inaprensibles aunque confusas, como el destello de la luz de una vela, que no podía atraparse antes de que se disolviera en la oscuridad.

La vela que había sobre la mesa ante ellos ardía poco, vacilante. Ella apuró su bebida y suspiró.

– Ojalá estuviera aquí de vacaciones.

Pero no lo estaba y tenían trabajo que hacer. Había muchas preguntas sin respuesta.

Se levantaron despacio, bajaron la escalera y se marcharon del café.

Mientras se dirigían hacia la esquina él encontró una respuesta. Detrás del arbusto que le había parecido ver que se movía, una joven pareja estaba sentada en un plástico amarillo, unidos en un abrazo, apartados del mundo. No tenían ni idea de que unos días antes en aquel lugar habían encontrado un cadáver.

De modo que su idea sobre un aspecto del caso se vio reconfirmada. No podían haber dejado allí el cadáver antes de la hora de cerrar. El servicio de Seguridad del parque habría reparado fácilmente en alguien que estuviera escondido tras los arbustos, incluso de noche.

– ¿Una imagen romántica? -preguntó ella al fijarse en que él estaba abstraído.

– Oh, no, no estoy pensando en poesía -no quería que ella asociara aquella escena romántica con un cadáver.

CAPÍTULO 18

Salieron del parque.

La gente formaba una hilera junto a la orilla, hombro con hombro, hablando sin que les importara los que estaban a su lado. Tras dar unos pasos, Catherine reparó en una joven pareja que dejaba vacío un pequeño espacio junto al muro del malecón.

– Me gustaría quedarme aquí un rato -añadió con aire travieso-: Pegada en la pared como un caracol, para emplear su símil.

– Lo que prefiera nuestra distinguida invitada -dijo Chen-. Quizá más como un ladrillo en la pared. Un ladrillo en la pared socialista. En la época del movimiento de educación socialista era más popular como metáfora.

Se quedaron allí, apoyados en la barandilla. A su izquierda, el parque relucía como una «perla que ilumina la noche», una frase que había leído en una leyenda china.

– ¿Cómo encuentra tiempo para hacer literatura con su actual trabajo? -preguntó ella.

– Política aparte, me gusta mi trabajo porque, en cierto modo, me ayuda a escribir. Me da una perspectiva diferente.

– ¿Qué perspectiva?

– En mi época universitaria escribir un poema significaba mucho para mí; me parecía que no había nada que valiera más la pena hacer. Ahora lo dudo. En el período de transición de China hay muchas cosas más importantes para la gente, al menos de valor más inmediato, práctico.

– Lo dice a la defensiva, como si tuviera que convencerse a sí mismo -dijo ella.

– Puede que tenga razón -admitió él. Se sacó un abanico de papel blanco del bolsillo de los pantalones-. Cuánto he cambiado desde entonces.

– Se ha convertido en inspector jefe. Una figura prometedora en el Departamento de Policía de Shanghai, creo -vio que había unas líneas de caligrafía hecha con pincel en el abanico-. ¿Puedo echar un vistazo?

– Claro.

Ella cogió el abanico. Había un verso escrito. Era difícil de leer a la vacilante iluminación que proporcionaban las siempre cambiantes luces de neón.

«Bebido, azoté a un caballo precioso; / no quiero cargar a una belleza con la pasión.»

– ¿Versos suyos, inspector jefe Chen?

– No, de Daifu. Un poeta chino confesional, como Robert Lowell.

– ¿A qué viene el paralelismo entre un caballo y una belleza?

– Una amiga mía lo copió para mí.

– ¿Por qué esos dos versos? -agitó el abanico ligeramente.

– Tal vez eran sus versos favoritos.

– O un mensaje para usted.

Él se echó a reír.

Sonó su teléfono y les pilló por sorpresa.

– ¿Qué ocurre, tío Yu? -dijo, tras poner la mano sobre el aparato. Luego cogió a la inspectora Rohn por el codo y echaron a andar mientras él escuchaba.

Ella comprendió por qué tenía que reanudar su paseo. Apretado entre la gente en la pared era imposible mantener una conversación confidencial. Y el empleo de un teléfono móvil aún era raro y llamaba la atención. Entre la gran multitud algunos les miraban con envidia.

Chen no cambió de expresión mientras escuchaba. Habló poco. Al final de la conversación dijo:

– Gracias. Es muy importante, tío Yu.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

– Era el Viejo Cazador. Algo sobre Gu -dijo él, apagando el teléfono-. Le pedí que vigilara al propietario del karaoke. Ha intervenido las líneas telefónicas de Gu. Al parecer éste es miembro honorario de los Azules. Hizo varias llamadas telefónicas después de que abandonáramos el Dynasty; un par de ellas se referían a un fujianés desaparecido. Un hombre. Gu utilizó un apodo.

– Un fujianés desaparecido -repitió ella-. ¿Mencionó a Wen?

– No. Al parecer el fujianés tenía una misión, pero hablaban en el código de la tríada. El Viejo Cazador necesita investigar un poco esta noche.

– Gu sabía algo que no nos dijo -observó ella.

– Gu habló de un visitante de Hong Kong, no de Fujian. Así que ¿por qué buscan a un fujianés desaparecido…?

Por primera vez hablaban como compañeros, sin vigilar sus palabras o pensamientos; entonces se les acercó un vendedor ambulante de pelo blanco y les mostró algo que llevaba en la mano.

– Una herencia familiar. Trae buena suerte a las jóvenes parejas. Créanme. Tengo setenta años. La fábrica del Estado en la que trabajaba quebró el mes pasado. No puedo cobrar ni un solo penique de mi pensión, o no lo vendería por nada.

Era un amuleto de jade verde en forma de Qilin, el mitológico animal híbrido, en un cordón de seda roja.

– En la cultura china -dijo ella mirando a Chen-, se supone que el jade trae buena suerte a su propietario, ¿no es así?

– Sí, lo he oído decir. Pero no parece que a él le haya dado mucha suerte.

– El cordón de seda rojo es muy bonito.

A la luz de la luna el jade brillaba en un tono verde profundo y resaltaba en la blanca palma de su mano.

– ¿Cuánto? -preguntó Chen al vendedor ambulante.

– Quinientos yuanes.

– No es demasiado caro -susurró ella a Chen en inglés.

– Cincuenta yuanes -Chen le cogió el talismán de la mano y se lo devolvió al vendedor.

– Vamos, joven. Nada es demasiado caro para su guapa novia norteamericana.

– Lo toma o lo deja -dijo Chen, cogiendo a Catherine de la mano como si fueran a marcharse-. Parece plástico.

– Examínelo de cerca, joven -dijo el anciano con aire de indignación-. Tóquelo. Se nota la diferencia. Es frío al tacto, ¿no?

– Bien, ochenta.

– Ciento cincuenta. Puedo darle un recibo de quinientos yuanes de un almacén estatal.

– Cien. Olvide el recibo.

– ¡Trato hecho!

Le entregó un billete al vendedor.

Ella escuchó con interés el regateo. «Pide un precio tan alto como el cielo, pero regatea hasta bajarlo a la tierra», pensó, recordando otro antiguo proverbio chino. En una sociedad cada vez más materialista, el regateo existía en todas partes.

– No puedo por menos de maravillarme de usted, inspector jefe Chen -dijo cuando el anciano se alejó arrastrando los pies con el dinero en la mano-. Ha regateado como… como cualquier cosa menos un poeta romántico.

– No creo que sea de plástico -dijo él-. Quizá alguna clase de piedra dura sin ningún valor auténtico.

– Es jade. Estoy segura.

– Para usted -le puso el talismán en la mano, imitando el tono del anciano-. Para una guapa amiga norteamericana.

– Muchísimas gracias.

Caminaron acariciados por la brisa nocturna.

El Peace Hotel apareció a la vista, antes de lo que ella esperaba.

Cuando llegaron a la puerta se volvió a Chen.

– Déjeme invitarle a una copa en el hotel.

– Gracias, pero no puedo. Tengo que llamar al inspector Yu.

– Ha sido una noche deliciosa. Gracias.

– El placer ha sido mío.

Ella sacó el talismán de jade del bolsillo.

– ¿Le importa ponérmelo?

Se dio la vuelta sin esperar respuesta.

Se encontraban frente al hotel, con el portero de uniforme y gorra rojos junto a la puerta, sonriendo respetuosamente como siempre.

Notó que lis suaves zarcillos de su pelo se agitaban movidos por el aliento de Chen cuando los dedos de éste le cerraron el collar rojo al cuello, entreteniéndose un instante en su nuca.