Выбрать главу

– Tu tienda debe de dar muchos beneficios -observó Chen.

– No es mi tienda, pero no me puedo quejar del dinero que gano.

– Aun así, no es un empleo… -no terminó la frase. No estaba en situación de ser condescendiente o compasivo. Oropéndola tal vez ganaba más que un inspector jefe. A principios de los noventa, no había nada como la oportunidad de ganar dinero. Con todo, no era un trabajo decente para una jovencita…

Catherine estaba ocupada comparando relojes, uno tras otro, probando el efecto que producían en su muñeca. Podría tardar bastante en decidirse; cuánto, se preguntó Chen. La lluvia golpeaba en la puerta de aluminio parcialmente bajada.

Mientras miraba fuera, la vista le pasó por un hombre que estaba al otro lado de la calle marcando su teléfono móvil, mirando en su dirección.

El mismo móvil de color verde claro.

Era el hombre que antes les había sacado fotografías delante del

Suburbio de Moscú, y también era el hombre que había mirado hacia la tienda de ropa oriental quince minutos antes.

Se volvió y preguntó a Oropéndola.

– ¿Puedes correr la cortina del probador. Me gusta esta combinación, la Christian Dior. La cogió del perchero y la puso en las manos de Catherine-. ¿Quieres probártela?

– ¿Cómo? -Se quedó mirando fijamente a Chen, consciente de que le estaba apretando la mano.

– Déjame pagarte el precio de la etiqueta, Oropéndola -dijo él, entregando varios billetes a la vendedora-. Me gustaría ver cómo le queda. Puede que tardemos un poco.

– Claro, pueden estar tanto tiempo como quieran -Oropéndola cogió el dinero, sonrió con elocuencia y corrió la cortina-. Cuando hayan terminado me avisan.

Entró otro cliente en la tienda. Oropéndola se acercó a él, repitiendo por encima del hombre:

– No tenga prisa, Gran Hermano.

Apenas había espacio para dos detrás de la cortina. Catherine miró a Chen a los ojos con la combinación en las manos y un interrogante en los ojos.

– Salgamos por detrás -susurró en inglés, y abrió la puerta, que daba a un callejón. Aún llovía; a lo lejos retumbaban los truenos y el distante horizonte se iluminaba con los rayos.

Chen cerró la puerta tras ellos y condujo a Catherine al final del callejón, que desembocaba en la calle Huating. Se volvió y vio el letrero luminoso del Huating Café en la segunda planta de un edificio rosado en la esquina de las calles Huating y Huaihai. En la primera planta había otra tienda de ropa. Una escalinata de hierro forjado en la parte de atrás del edificio conducía al café.

– Vamos a tomar un café ahí -dijo él.

Subieron la resbaladiza escalera, entraron en un salón rectangular amueblado al estilo europeo y se sentaron a una mesa junto a la ventana.

– ¿Qué pasa, inspector jefe Chen?

– Esperemos aquí, inspectora Rohn. Puede que me equivoque -se calló cuando se acercó una camarera para ofrecerles toallas calientes-. Yo necesito un café caliente.

– A mí también me iría bien.

Cuando la camarera les hubo servido el café, Catherine dijo:

– Permítame que le haga una pregunta primero. Esta calle debe de ser un secreto público. ¿Por qué el gobierno de la ciudad permite su existencia?

– Donde hay demanda, hay suministro… incluso en el caso de las falsificaciones. Por muchas medidas que el gobierno de la ciudad tomara, la gente seguiría con su negocio. Según Karl Marx, hay mucha gente dispuesta a vender su alma para obtener un beneficio del trescientos por ciento.

– Hoy no tengo derecho a ser crítica, después de haber hecho tantas compras -removió el café con una cuchara de plata formando pequeñas ondas en el líquido-. Aun así, hay que hacer algo.

– Sí, no sólo con el mercado, sino también con las ideas que hay detrás, la excesiva exaltación de lo material. Al decir Deng Xiaoping que «hacerse rico es glorioso», el consumismo capitalista se ha descontrolado.

– ¿Cree que lo que la gente practica aquí en realidad es capitalismo y no comunismo?

– Tiene que encontrar la respuesta a esta pregunta usted misma -respondió él, evasivo-. La apertura de Deng a la innovación capitalista es famosa. Hay un dicho: «No importa si es un gato blanco o negro, con tal de que cace ratas».

– Gato y rata, tiene sentido.

– Pocos chinos tienen gatos como animales domésticos. Para nosotros, los gatos existen con el único fin de cazar ratas.

La lluvia había cesado. Desde la ventana Chen veía la tienda de Oropéndola. La cortina de terciopelo seguía corrida. No estaba seguro de si Oropéndola sabía que se habían marchado. Pagarle de antemano el precio señalado debía de haber sido suficientemente sospechoso. Reparó en que Catherine miraba en la misma dirección.

– Hace quince años, esas marcas no se conocían aquí. Los chinos se contentaban con vestir un estilo de ropa: las chaquetas Mao, azules o negras. Ahora las cosas son muy diferentes. Quieren ponerse al día con las modas más nuevas del mundo. Desde una perspectiva histórica, hay que decir que esto es progreso.

– Es usted capaz de dar una charla sobre muchos temas, camarada inspector jefe Chen.

– Para muchas cosas en este período de transición no tengo respuesta, y mucho menos puedo dar una charla. Sólo trato de asimilarlas -Sin pensarlo de forma consciente, había construido un pequeño edificio con terrones de azúcar, que ahora se desmoronó junto a su taza de café. ¿Por qué había estado tan dispuesto… incluso ansioso, por hablar de todas estas cosas con ella?

Entonces oyó un alboroto en la calle, como un trueno que se acercara retumbando desde lejos, y la gente gritaba al unísono:

– ¡Que vienen!

Vio que los vendedores callejeros recogían sus mercancías con frenesí, los propietarios de las tiendas cerraban sus puertas atropelladamente, varias personas corrían con grandes bolsas de plástico a la espalda. En la tienda de Oropéndola, la muchacha salió de un salto de detrás del mostrador, sumió la tienda en la semioscuridad dándole a un interruptor y trató de bajar la puerta de aluminio. Pero era demasiado tarde. La policía de paisano ya irrumpía en la tienda.

Se confirmó lo que había sospechado.

Les habían estado siguiendo. Alguien que tenía contactos dentro. De lo contrario, la policía no habría llegado tan deprisa, ni se habría precipitado directamente a aquella tienda. Les habían dado un soplo, quizá a través de aquel móvil de color verde claro. El informador debió de suponer que Chen y su compañera norteamericana estaban dentro. Gracias a su cautela no les habían pillado junto con Oropéndola. La posición de Catherine como agente de la justicia de ee.uu. habría causado graves complicaciones. En cuanto a Chen, había cometido una grave violación de las normas de las relaciones con el extranjero. La existencia de aquellos mercados callejeros era una desgracia política. No debería haber llevado allí a una norteamericana, y mucho menos a una agente norteamericana que se hallaba en plena investigación, y una investigación importante. Como mínimo le habrían suspendido.

¿Habían orquestado todo aquello los Hachas Voladoras… además de los otros «accidentes»? Se preguntó cómo una banda de Fujian, que nunca había hecho sentir su impacto fuera de su provincia, podía tener tantos recursos en Shanghai.

Se le ocurrió otra posibilidad. Algunas personas dentro del sistema habían planeado hacía tiempo deshacerse de él. El informe de Seguridad Interna sobre el hecho de que había abrochado el collar a la inspectora Rohn, por ejemplo, debía de haber encontrado la forma de llegar a su expediente debido a esto. Aquella misma misión podía ser una trampa, puesta para que metiera la pata en compañía de una atractiva agente norteamericana. Sin embargo, podía salirles el tiro por la culata si se descubría que el intento de atraparle se estaba haciendo a expensas de un caso de importancia internacional. No se encontraba sin su aliado al más alto nivel…