Catherine le tocó levemente la mano.
– Mire.
Hacían salir a Oropéndola de la tienda. La chica había cambiado, con las manos esposadas a la espalda, despeinada y la cara llena de arañazos; ya no era joven y vivaz. Tenía la camiseta arrugada, un tirante le colgaba del hombro y debía de haber perdido sus sandalias en la pelea, por lo que salió descalza a la calle.
– ¿Sabía usted que vendría la policía? -preguntó Catherine.
– No, pero mientras usted estaba examinando los relojes he visto a un hombre de paisano fuera.
– ¿Venían a por nosotros?
– Es posible. Si pillaban aquí a una norteamericana con un montón de compras, podría utilizarse como carta política.
No estaba en situación de contarle qué más presentía, aunque vio aparecer en sus ojos las nubes de la sospecha.
– Pero podíamos haber salido de la tienda de un modo normal
– dijo ella con escepticismo-. ¿Por qué tanta historia… pasar detrás de la cortina, salir por la puerta trasera y correr por el callejón bajo la lluvia?
– Quería hacerles creer que aún estábamos detrás de la cortina.
– ¿Tanto rato? -dijo ella, ruborizándose a su pesar.
De pronto le pareció ver una figura conocida en la multitud, un policía bajito con un walkie-talkie en la mano. Luego se dio cuenta de que no era Qian. Sin embargo, el hombre del móvil verde claro había aparecido ante el Suburbio de Moscú después de la llamada de Qian.
Un cliente de edad madura que estaba sentado a la mesa de al lado señaló con el dedo a la vendedora y exclamó:
– ¡Qué zapato gastado!
Oropéndola debía de haber pisado un charco y dejaba un rastro de huellas mojadas tras de sí.
– ¿Qué quiere decir este hombre? -Catherine parecía desconcertada-. Va descalza.
– Es argot. Significa «zorra», «prostituta». Un zapato gastado en el sentido de que lo ha calzado mucha gente y muchas veces.
– ¿Está metida en la prostitución?
– No lo sé. El negocio de esta calle no es legítimo. O sea que la gente imagina cosas.
– ¿Tendrá problemas graves esa chica?
– Unos meses o unos años. Depende del clima político. Si nuestro gobierno encuentra políticamente necesario resaltar la acción tomada contra esos vendedores de imitaciones, la chica sufrirá. Tal vez pasa lo mismo con el énfasis que pone su gobierno en el caso de Feng.
– ¿No puede usted hacer nada? -preguntó ella.
– Nada -respondió él, aunque lo lamentaba por Oropéndola. La intención de la redada era pillarles a ellos, estaba seguro. Deberían castigarla por sus prácticas comerciales, pero no así.
Se había declarado una guerra, y ya había víctimas. Primero Qiao, ahora Oropéndola. El inspector jefe, sin embargo, aún estaba en la oscuridad, sin saber con certeza con quién estaba luchando.
Oropéndola ya había llegado casi al final de la calle.
Detrás de ella, la hilera de huellas mojadas ya estaba desapareciendo.
En el siglo diecisiete, Su Dongpo había creado la famosa imagen: «La vida es como la huella dejada por una solitaria grulla en la nieve, visible un instante y luego desaparece».
A veces acudían versos a Chen en las situaciones más difíciles. No sabía cómo era capaz de sentirse poético cuando los gánsteres le estaban acorralando. En aquel instante se le ocurrió de pronto otra cosa.
– Vámonos, Catherine -se levantó, le cogió la mano y la arrastró escaleras abajo.
– ¿Adonde?
– Tengo que darme prisa en regresar al departamento. Algo urgente. He tenido una idea. Lo siento, la llamaré más tarde.
CAPÍTULO 25
Varias horas más tarde, Chen intentó ponerse en contacto con Catherine por teléfono pero no lo consiguió. No obstante, subió a su habitación con la esperanza de encontrarla allí.
La puerta se abrió tras la primera llamada. Ella vestía la túnica de seda roja con el dragón dorado bordado, llevaba las piernas al aire e iba descalza. Se estaba secando el pelo con una toalla.
Chen no supo qué decir.
– Lo siento, inspectora Rohn.
– Pase.
– Siento llegar tan tarde -dijo él-. La he llamado varias veces. No estaba seguro de que estuviera aquí.
– No siga disculpándose. Estaba duchándome. Es usted un invitado bien recibido, igual que yo soy una invitada distinguida de su departamento -dijo ella, indicándole que se sentara en el diván-. ¿Qué quiere tomar?
– Agua, por favor.
Ella se acercó al pequeño frigorífico y regresó con una botella de agua mineral para él.
– Supongo que ha ocurrido algo importante.
– Sí -sacó una hoja de papel de su cartera de mano.
– ¿Qué es eso? -echó una rápida ojeada a las primeras líneas.
– Un poema sobre el pasado de Wen -tomó un sorbo de la botella-. Lo siento, mi letra es difícil de leer. No he tenido tiempo de pasarlo a máquina.
Ella se sentó a su lado en el sofá.
– Podría leérmelo.
Mientras ella se inclinaba para mirar el poema, él pensó que percibía el olor del jabón que desprendía la piel de ella, aún húmeda por la ducha. Respiró hondo y empezó a leer, en inglés:
– ¿Quién es el reportero de la primera estrofa? -preguntó ella con expresión perpleja.
– Deje que se lo explique cuando termine.