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Limpió el polvo que quedaba en la tumba. Ella tomó varias fotografías. Fue un detalle por su parte. Él le enseñaría aquellas fotos a su madre. Después de clavar el incienso en el suelo y encenderlo, se colocó al lado de él, imitando su gesto, con las manos apretadas frente a su corazón.

¿Cuál sería la reacción del difunto profesor neoconfuciano al ver aquello: su hijo, un policía chino, con una mujer policía norteamericana?

Él cerró los ojos e intentó tener un momento de callada comunión con el muerto. Había defraudado terriblemente al anciano, al menos en un aspecto. La continuación del árbol genealógico había sido una de las mayores preocupaciones de su padre. De pie junto a la tumba, aún soltero, la única defensa que el inspector jefe Chen pudo encontrar para sí mismo fue que en el confucianismo la responsabilidad de uno con el país se consideraba lo más importante.

Sin embargo, este no era el interludio meditativo que él esperaba. Las ancianas volvieron a iniciar su coro. Para empeorar las cosas, a su alrededor zumbaba un enjambre de mosquitos, enormes, negros, monstruosos mosquitos que intensificaban el sediento asalto del coro de bendiciones de los de pelo blanco.

En poco rato sufrió un par de picaduras y observó que Catherine se rascaba el cuello.

Ella sacó una botella del bolso y le roció los brazos y las manos, y luego le frotó un poco en el cuello. El aerosol contra los mosquitos, un producto norteamericano, no desanimó a los mosquitos de Suzhou. Se quedaron y siguieron zumbando.

Otras varias ancianas aparecieron en otra dirección.

Tenían que marcharse, decidió Chen.

– Vámonos.

– ¿A qué viene tanta prisa?

– El ambiente está enrarecido. No creo que aquí disfrute de un instante de paz.

Cuando llegaron al pie de la colina se tropezaron con otro problema. Según el horario de autobuses del cementerio, tendrían que esperar una hora.

– Hay varias paradas de autobús en la calle Mudu, pero tardaríamos al menos veinte minutos en llegar a la más cercana.

Un camión se paró a su lado. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Necesitan transporte?

– Sí. ¿Va hacia Mudu?

– Suban. Veinte yuanes por los dos -dijo el conductor, pero conmigo sólo se puede sentar uno.

– Vaya usted, Catherine -dijo él-. Yo me sentaré en la caja.

– No. Los dos nos sentaremos en la caja.

Chen se subió al neumático y se dio impulso para saltar a la parte trasera del camión; luego la ayudó a subir a ella. En la plataforma había varias cajas de cartón usadas. Él puso una boca abajo y le ofreció un asiento.

– Es la primera vez que lo hago -dijo ella, alegre, estirando las piernas-. Cuando era niña, quería sentarme así en la caja de un camión. Mis padres jamás me lo permitieron.

Se quitó los zapatos y se frotó los tobillos.

– ¿Aún le duele? Lo lamento, inspectora Rohn.

– ¿Otra vez? ¿Qué es lo que lamenta?

– Los mosquitos, esas ancianas, el camino, y ahora el viaje en camión.

– No, esta es la China real. ¿Qué ocurre?

– Esas ancianas deben de haberle costado una pequeña fortuna.

– No sea demasiado duro con ellas. En todas partes hay gente pobre. Los sin techo de Nueva York, por ejemplo. Hay muchísimos. No soy rica, pero darles mis monedas no me va a arruinar.

Tenía la ropa arrugada, empapada en sudor, e iba descalza.

Mirándola, sentada en una caja de cartón, se dio cuenta de que era mucho más que meramente vivaz y atractiva. Era radiante.

– Es muy amable -dijo. Aun así, no era apropiado para él, como miembro del Partido, mostrar a una norteamericana la pobreza de las zonas rurales de China, aunque ella le hubiera hablado de los sin techo de Nueva York. Estaba impaciente por reanudar su papel de guía-. ¡Mire, la pagoda de Liuhe!

El camión se paró unas manzanas más adelante de la calle Guanqian, donde estaba situado el Templo de Xuanmiao. Asomando la cabeza por la ventanilla el camionero dijo:

– No puedo ir más lejos. Ahora estamos en el centro de la ciudad. La policía me parará por llevar gente detrás. No hace falta que cojan un autobús. Pueden ir andando hasta la calle Guanqian.

Chen bajó del camión de un salto. Las bicicletas pasaban a toda velocidad junto a él. Al ver que ella vacilaba, le tendió los brazos. Ella dejó que la bajara.

El magnífico templo taoísta de la calle Guanqian pronto apareció a la vista. Ante él vieron un bazar que consistía en vendedores de comida así como diversas cabinas que vendían productos locales, chucherías, cuadros, recortes de papel y pequeños objetos que eran difíciles de encontrar en las tiendas generales.

– Está más comercializado de lo que esperaba -ella aceptó de buen grado una botella de Sprite que él le compró-. Supongo que es inevitable.

– Está demasiado cerca de Shanghai para ser tan diferente. Los turistas no ayudan -dijo él.

Tuvieron que comprar entradas para acceder al templo. A través de la verja roja bordeada de latón vieron un rincón del patio con pavimento de losas, abarrotado de peregrinos y envuelto en humo de incienso.

A ella le sorprendió la concurrencia.

– ¿Es tan popular el taoísmo en China?

– Si se refiere al número de templos taoístas en China, no lo es. Tiene más influencia como filosofía de vida. Por ejemplo, los que practican tai chi en el parque del Bund son seguidores taoístas en sentido seglar, que siguen los principios de que lo blando conquista lo fuerte y lo lento vence a lo rápido.

– Sí, el yin que se convierte en yang, el yang en yin, todo sigue el proceso de convertirse en otra cosa. Un inspector jefe que se convierte en guía turístico, así como en poeta postmoderno.

– Y una agente de la justicia de ee.uu. en sinóloga -dijo él-. En términos de la práctica de sus seguidores religiosos, el taoísmo puede que no sea tan diferente del budismo. En ambos se queman velas e incienso.

– Si se construye un templo, acudirán fieles.

– Se podría expresar así. En una sociedad cada vez más materialista, algunos chinos se están pasando al budismo, al taoísmo o al cristianismo para obtener respuestas espirituales.

– ¿Y el comunismo?

– Los miembros del Partido creen en él, pero en este período de transición las cosas pueden ser difíciles. La gente no sabe qué les ocurrirá al día siguiente. Así que puede que no sea tan malo tener algo en lo que creer.

– ¿Y usted?

– Yo creo que China está avanzando en la dirección correcta…

La llegada de un sacerdote taoísta con túnica de satén amarillo interrumpió a Chen.

– Bienvenidos, reverendos benefactores. ¿Quieren sacar una varita? -El taoísta les ofrecía un envase de bambú en el que había diversas varitas de bambú, cada una de ellas con un número.

– ¿Qué es esto? -preguntó ella.

– Una forma de adivinar el futuro -dijo Chen-. Elija una varita. Le dirá lo que quiere saber.

– ¿De veras? -sacó una. La varita de bambú llevaba un número: 157.

El taoísta les condujo hasta un gran libro que había en un atril de madera y pasó a la página 157. En la página había un poema de cuatro líneas.

Colina tras colina, parece no haber salida;

Los sauces frondosos y las flores brillantes, aparece otra aldea.

Bajo el puente desgarrador, verde es el agua del manantial,

Que en otro tiempo reflejó la belleza del rubor de una oca salvaje.

– ¿Qué significa el poema? -preguntó ella.

– Es interesante, pero su significado se me escapa -dijo Chen-. El taoísta lo interpretará pagando.

– ¿Cuánto?

– Diez yuanes -dijo el taoísta-. Será importante para usted.