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Semejantes estrellas, pero no aquella noche, tiempo atrás, perdida,

Para las que esta noche permanezco en pie, pese al frío y al hielo.

Pero aquella noche no era tan desapacible como en los versos de Chongzhe; no hacía tanto frío. Se puso a silbar, tratando de que cambiara su estado de ánimo. No estaba destinado a ser poeta. Tampoco estaba hecho para ser un chino del extranjero que hiciera un viaje «de limpieza de tumba» con una novia norteamericana, como aquellas ancianas habían imaginado. Tampoco era un turista que vagaba ocioso por la ciudad de Suzhou.

Era un agente de policía de incógnito que llevaba a cabo una investigación, y que no podía tomar ninguna decisión hasta después de la entrevista del día siguiente.

CAPÍTULO 28

Llegaron a la residencia de Liu, en las afueras de Suzhou, a primera hora de la mañana siguiente.

La inspectora Rohn se quedó asombrada ante su grandiosidad al estilo occidental. Liu vivía en una magnífica mansión tras unos gruesos y altos muros, que formaba un fuerte contraste con la imagen general de la ciudad. La verja de hierro no estaba cerrada con llave, así que entraron. El césped estaba tan cuidado como un campo de golf. Al lado del sendero se erguía una escultura en mármol de una muchacha, sentada después de darse un baño, con la cabeza inclinada en actitud pensativa, su larga cabellera cayéndole como una cascada sobre el pecho.

El inspector jefe Chen llamó al timbre; abrió la puerta una mujer madura.

Catherine calculó que tendría unos cuarenta años, a juzgar por sus patas de gallo, que no desvirtuaban sus finas facciones. Vestía una túnica de seda de color morado y pantalones a juego, y encima un delantal blanco bordado. El moño que recogía su cabello era un poco anticuado, pero aun así se la podía considerar atractiva.

A Catherine le costaba adivinar la posición de aquella mujer en la casa. No era una doncella ni la anfitriona. La esposa de Liu se encontraba en Shanghai.

También era ambiguo el modo en que trató a sus invitados.

– Por favor, tomen asiento. El director general Liu estará de vuelta en media hora. Acaba de llamarme desde su coche. ¿Le llamó usted por teléfono ayer?

– Hola. Soy Chen Cao. Catherine es mi amiga norteamericana.

– ¿Les apetece tomar algo, té o café?

– Té, por favor. Tenga mi tarjeta. Liu y yo somos miembros de la Asociación de Escritores Chinos.

¿Qué se guardaba en la manga?, se preguntó Catherine.

Cualquier cosa era posible en el enigmático inspector jefe. Decidió dejarle hablar y ella se limitaría a proporcionar un poco de eco, como una amiga norteamericana con igual poder.

– Tiene usted un claro acento de Shanghai -dijo Chen.

– Nací en Shanghai. Hace poco que vine a Suzhou.

– Usted es la camarada Wen Liping, ¿verdad? -Chen se puso en pie, tendiéndole la mano-. Encantado de conocerla.

La mujer retrocedió, alarmada.

Catherine estaba atónita.

Aquella no era la Wen de la foto, una mujer rota con expresión lánguida, sino una persona atractiva, con aire alegre y ojos alerta.

– ¿Sabe mi nombre? ¿Quién es usted?

– Soy el inspector jefe Chen, de la policía de Shanghai. Ésta es Catherine Rohn, inspectora de policía del Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Han venido a buscarme?

– Sí, la hemos estado buscando por todas pares.

– He venido para acompañarla a Estados Unidos -dijo Catherine.

– No, lo siento. No voy a ir -exclamó Wen, aturdida pero decidida.

– No se preocupe, Wen. No le ocurrirá nada. La policía norteamericana la pondrá en un programa de protección de testigos -dijo Chen-. Los cabezas de serpiente serán encarcelados. Los gánsteres nunca podrán encontrarla. La seguridad de su familia está garantizada.

– Sí, nos ocuparemos de todo -declaró Catherine.

– No sé nada de ese programa -dijo Wen con voz presa del pánico, cubriéndose el vientre con las manos de forma instintiva.

– Cuando llegue a EE UU, nuestro gobierno la ayudará de muchas maneras; le proporcionará una asignación en metálico, seguro médico, vivienda, coche, muebles…

– ¿Cómo puede ser eso? -le interrumpió Wen.

– Todo esto está acordado a cambio de la colaboración de su esposo, su declaración ante el tribunal contra Jia. Es una promesa que ha hecho nuestro gobierno.

– No. Sea cual sea su promesa, yo no voy.

– Hace meses que ha estado solicitando su pasaporte -dijo Chen-. Ahora están implicados en su situación los gobiernos chino y norteamericano. O sea que no sólo nos hemos ocupado de su pasaporte, sino que su visado también está listo. ¿Por qué ha cambiado de opinión?

– ¿Por qué soy tan importante?

– Su esposo ha insistido en que se reúna con él en Estados Unidos como condición para colaborar. Así que ya ve, se preocupa por usted.

– ¿Preocuparse por mí? -dijo Wen-. No. Por el hijo que llevo en mi vientre.

– Si se niega a ir -dijo Catherine-, ¿sabe lo que le ocurrirá a su esposo?

– Él trabaja para su gobierno. Yo no.

– O sea que ahora está con otro hombre, un rico advenedizo, ¿no es así? -dijo Catherine-. ¡Está condenando a su esposo a pasar el resto de su vida en la cárcel!

– No diga eso, inspectora Rohn -se apresuró a intervenir Chen-. Puede que las cosas sean más complicadas. Liu…

– No.

Wen bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como una planta marchita por la escarcha. Habló en un murmullo con labios temblorosos.

– Pueden decir lo que quieran de una mujer desafortunada como yo. Pero no digan nada contra Liu.

– Liu es un buen hombre. Lo comprendemos -dijo Chen-. Sólo que a la inspectora Rohn le preocupa su seguridad.

– He dicho que no iré, inspector jefe Chen -dijo Wen con decisión-. No diré nada más.

Siguieron unos minutos de embarazoso silencio. Wen se limitó a dejar la cabeza baja, a pesar de los repetidos esfuerzos de Chen por reanudar la conversación. Sólo una vez levantó ella la cabeza para mirar el reloj que había en la pared, con los ojos anegados en lágrimas.

El silencio fue roto por unos pasos apresurados en la calle, una llave que giraba en la cerradura y un sollozo de Wen.

Entró un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el pelo negro y aspecto austero. Tenía un aire de próspera distinción y llevaba un traje caro. Lo único que no encajaba en su imagen era una gigantesca carpa viva, de unos sesenta centímetros de largo, que le colgaba de la mano con un alambra clavado en la boca, retorciéndose aún y casi tocando la alfombra con la cola.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó.

Wen se puso en pie, cogió la carpa para llevarla al fregadero de la cocina y volvió a su lado.

– Quieren que vaya a Estados Unidos. La agente norteamericana insiste en que me marche con ella.

– ¿Así que usted es el señor Liu Qing? -Catherine le entregó su tarjeta-. Soy Catherine Rohn, inspectora de policía del Departamento de Justicia de ee.uu. Éste es el inspector jefe Chen Cao del Departamento de Policía de Shanghai.

– ¿Por qué debería irse con usted? -preguntó Liu.

– El esposo de Wen está allí -dijo Chen-. A petición suya, la inspectora Rohn ha venido para acompañarla hasta donde está él.

Wen entrará en un programa de protección de testigos. Estará a salvo. Debería persuadirla de que se marche con la inspectora Rohn.

– ¿Programa de protección de testigos?

– Sí, puede que ella no sepa cómo funciona el programa -dijo Chen-. El programa está preparado para proteger a su familia.

Liu no respondió enseguida. Se volvió a Wen, quien le miró a los ojos sin decir una palabra. Liu asintió, como si hubiera leído la respuesta en sus ojos.

– La camarada Wen Liping es mi invitada. Ella es quien tiene que decidir si quiere irse o quedarse -dijo Liu-. Nadie puede obligarla a ir a ninguna parte. Ya no.