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– Tiene que dejarla marchar, señor Liu -dijo Catherine-. Su esposo lo ha solicitado al gobierno de ee.uu. El gobierno chino ha accedido a cooperar.

– No le impido que se marche, en absoluto -replicó Liu-. Adelante, pregúntele a ella.

– Nadie me retiene aquí -dijo Wen-. Quiero quedarme.

– ¿Lo ha oído, inspectora Rohn? -dijo Liu-. Si su esposo quebrantó la ley de ustedes, debe ser castigado. Nadie tiene nada que objetar a ello, pero ¿cómo puede determinar el gobierno de ee.uu. el destino de una ciudadana china en contra de su voluntad?

Catherine no estaba preparada para semejante hostilidad por parte de Liu.

– Puede empezar una nueva vida en Estados Unidos. Una vida mejor.

– No crea que todos y cada uno de los chinos quieren arrastrarse hasta Estados Unidos -espetó Liu.

– Tengo que informar a las autoridades chinas de su actitud. Está obstaculizando la justicia -dijo ella.

– Adelante. Ustedes los norteamericanos siempre hablan de los derechos humanos. Ella tiene derecho a quedarse donde quiera. Los días en que ustedes podían dar órdenes a los chinos ya han pasado. Aquí está el número de mi abogado -Liu se puso en pie y le entregó una tarjeta; luego señaló hacia la puerta-. Ahora hagan el favor de marcharse.

– Inspector jefe Chen, su gobierno ha prometido cooperación plena -Catherine también se puso en pie-. El departamento de policía local tiene que actuar.

– Cálmense los dos -dijo Chen, y se volvió a Liu-. La inspectora Rohn tiene razón, y usted también. Es comprensible que la gente vea las cosas desde su perspectiva. ¿Podemos hablar usted y yo solos?

– No hay nada de lo que hablar, inspector jefe Chen -Liu se quedó pensando un momento-. ¿Cómo la ha encontrado?

– A través de su poema. «El roce de las yemas de los dedos». Yo también pertenezco a la Asociación de Escritores.

– Así que es usted Chen Cao -dijo Liu-. Su nombre me resultaba familiar, pero eso no cambia nada.

– ¿Ha oído hablar del caso de Wu Xiaoming? -preguntó Chen.

– Sí, salió en los titulares al año pasado. Ese hijoputa de Hijo de Cuadro de Alto Rango.

– Yo me encargué. Fue un caso difícil. Prometí que se haría justicia. Y cumplí mi palabra. Como poeta y como agente de policía, le doy mi palabra. No les obligaré ni a usted ni a Wen a hacer nada. Charlemos, y después usted mismo juzgará si ella debe hablar de sus opciones conmigo.

– Inspector jefe Chen… -protestó Catherine.

– ¿No lo ha dejado lo bastante claro? -dijo Liu-. ¿Para qué perder más tiempo?

– Wen debe decidir por sí misma, pero no será una decisión justa a menos que comprenda bien la situación. De lo contrario tomará una decisión que los dos lamentarán. Algunos de los factores que están implicados son graves, se lo aseguro, y ninguno de ustedes los conoce. No querrá lanzarla de cabeza al peligro, ¿verdad?

– Entonces, hable con ella -dijo Liu.

– ¿Cree que ahora me escuchará? -preguntó Chen-. Sólo le escuchará a usted.

– ¿Cumplirá su palabra, inspector jefe Chen?

– Sí, escribiré un informe al departamento para explicar su decisión, sea cual sea.

Catherine no entendía su método. Las autoridades chinas nunca habían parecido entusiasmadas. Habían encontrado a Wen, pero ahora Chen no parecía muy impaciente por hacerla marchar de China. ¿Por qué, pues, Chen había hecho que le acompañara?

– Bien, hablemos en mi estudio, en el piso de arriba -dijo Liu a Chen antes de volverse a Wen Liping-. No te preocupes. Almuerza con la norteamericana. Nadie te obligará a hacer nada.

CAPÍTULO 29

El despacho de Liu era mucho más espacioso que el de Chen en el Departamento de Policía de Shanghai. También estaba amueblado con más lujo: un enorme escritorio de acero en forma de U, un sillón de cuero reclinable y giratorio, varios sillones de cuero y estantes llenos de libros de tapa dura. Había un mini ordenador con impresora de láser sobre el escritorio. Liu se sentó en un sillón e indicó a Chen que se sentara en otro.

Chen reparó en que en los estantes había varias estatuillas budistas doradas en miniatura. Cada una de ellas llevaba una túnica de seda de un vivo color. Le recordó una escena que había presenciado años atrás en compañía de su madre, en un templo envuelto en hiedra en Hangzhou, de una imagen de Buda hecha de arcilla dorada, colocada en un lugar alto en el vestíbulo, mientras peregrinos vestidos con míseros harapos se arrodillaban frente a las túnicas de seda de oro y plata. La ceremonia se llamaba «Vestir a Buda», le explicó su madre. Cuanto más cara era la túnica, más devoto era el peregrino. Buda entonces obraría milagros de acuerdo con la devoción del donante. Siguiendo el ejemplo de su madre, él encendió una varita de incienso y formuló tres deseos. Hacía tiempo que había olvidado esos deseos, pero no el desconcierto que había experimentado.

Cree y todo será posible. El inspector jefe Chen no sabía si Liu creía en el poder de aquellas estatuas o las tenía allí como mera decoración, pero Liu parecía convencido de que hacía lo que debía.

– Lamento mi actitud -se excusó Liu-. Esa agente norteamericana no comprende cómo son las cosas en China.

– No es culpa suya. Yo me enteré anoche de algunos detalles de la vida de Wen. La inspectora Rohn no los conoce. Por eso quería hablar con usted a solas.

– Si sabe el infierno de vida que llevaba con ese hijoputa que tiene por esposo, ¿aún insiste en que vaya con él? ¿No puede imaginar cuánto la admirábamos en el instituto. Ella nos dirigía en todo, con su larga trenza golpeándole en el pecho, y sus mejillas más sonrosadas que el capullo de melocotón en la brisa primaveral… Dios, ¿por qué le cuento todo esto?

– Le ruego que me cuente todo lo que pueda. Para permitirme escribir un informe detallado al departamento -dijo Chen, sacando un cuaderno.

– De acuerdo, si eso es lo que quiere -dijo Liu con desconcierto-. ¿Por dónde empiezo?

– Por el principio, cuando conoció a Wen.

Liu ingresó en el instituto en 1967, una época en la que su padre, propietario de una empresa perfumera antes de 1949, estaba considerado enemigo de clase. El propio Liu era un despreciable «cachorro negro» para sus compañeros de instituto, entre los que se encontraba Wen. Iban a la misma clase. Igual que los demás, estaba locamente enamorado de su belleza, pero nunca se le ocurrió acercarse a ella. Un muchacho procedente de una familia «negra» no se consideraba merecedor de pertenecer a la Guardia Roja. El hecho de que Wen fuera un cuadro de la Guardia Roja aumentaba su inferioridad. Wen dirigía la clase al cantar las canciones revolucionarias, al gritar los eslóganes políticos y al leer Citas del presidente Mao, el único libro de texto que tenían en aquella época. De modo que en realidad ella era para él más como el sol naciente y se contentaba con admirarla de lejos.

Aquel año su padre fue admitido en un hospital para una operación de la vista. Incluso allí, entre el personal, los Guardias Rojos o Rebeldes Rojos se arremolinaban como avispas furiosas. Su padre recibió la orden de realizar de pie su confesión, con los ojos vendados, ante la fotografía del presidente Mao. Esta era una tarea imposible para un inválido que no podía ver ni moverse. Así que Liu tuvo que echarle una mano, y primero, escribir el discurso de confesión en nombre del anciano. Era una labor ardua para un muchacho de trece años, y después de una hora con un terrible dolor de cabeza, sólo había escrito dos o tres líneas. Desesperado, aferrando la pluma, salió corriendo a la calle, donde vio a Wen Liping que iba con su padre. Sonriendo, ella le saludó y rozó la pluma con las yemas de los dedos. La punta dorada de la pluma de pronto brilló bajo el sol. Regresó a casa y terminó el discurso con su reluciente posesión, única en el mundo. Después, apoyó a su padre en el hospital, manteniéndose junto a él como un soporte de madera, sin ceder a la humillación, leyendo por él como un robot. Fue el día en que vivió su más brillante y su más negro momento.