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Sus tres años de instituto discurrieron como el agua y desembocaron en la riada del movimiento de los jóvenes educados. Fue a la provincia de Heilongjian con un grupo de compañeros. Ella se fue sola a Fujian. El día en que partían, en la estación de ferrocarril de Shanghai, experimentó el milagro de su vida, mientras sostenía con ella el corazón de papel rojo en la danza del carácter de la lealtad. Sus dedos no sólo levantaron el corazón de papel rojo, sino que también le levantaron a él de la posición de cachorro negro y le pusieron a la altura de ella.

La vida en Heilongjian era dura. El recuerdo de aquella danza del carácter de la lealtad se convirtió en una luz constante en aquel interminable túnel. Entonces le llegó la noticia de que se había casado, y se quedó destrozado. Cosa irónica, fue entonces cuando por primera vez pensó en serio en su propio futuro, un futuro en el que imaginaba que podría ayudarla. Y se puso a estudiar con ahínco.

Igual que los demás, Liu regresó a Shanghai en 1978. Gracias a lo que había estudiado por su cuenta en Heilongjian pasó el examen de ingreso en la universidad y aquel mismo año pasó a ser alumno de la Universidad Normal de China. Aunque abrumado por sus estudios, hizo averiguaciones sobre ella. Al parecer se había retirado. No encontró información alguna. Durante los cuatro años que pasó en la universidad ella no volvió ni una sola vez a Shanghai. Después de graduarse encontró trabajo en el Wenhui Daily, como reportero que cubría las noticias de la industria de Shanghai, y empezó a escribir poemas. Un día, se enteró de que el Wenhui publicaría un artículo especial sobre la fábrica de una comuna de la provincia de Fujian y pidió al redactor jefe que se lo diera a él. No conocía el nombre de la aldea de Wen. Tampoco tenía realmente intención de buscarla. La idea de estar en algún lugar cerca de ella le bastaba. En realidad, «no hay historia sin coincidencias». Cuando entró en el taller de la fábrica quedó consternado.

Después de la visita tuvo una larga conversación con el director. Éste debió de adivinar algo, y le dijo que se sabía que Feng era celoso y violento. Aquella noche pensó mucho. Después de tantos años, aún se preocupaba por ella con la misma pasión. Le parecía oír una voz en su mente que le insistía: «Acércate a ella. Díselo todo. Puede que no sea demasiado tarde».

Pero a la mañana siguiente, cuando despertó a la realidad, abandonó la aldea con prisas. Era un periodista de éxito, con poemas publicados y amiguitas más jóvenes. Elegir a una mujer casada con el hijo de otro, alguien que ya no era joven y bella… No tenía agallas para enfrentarse a lo que los demás pudieran pensar.

De regreso en Shangai, entregó el artículo. Era su trabajo. Su jefe lo llamó poético. «La pulidora revolucionaria que pule el espíritu de nuestra sociedad.» Esa metáfora se citaba con frecuencia. Debieron de reimprimir el artículo en los periódicos locales de Fujian. Se preguntaba si ella lo habría leído. Pensó en escribirle, pero ¿qué le diría? Entonces fue cuando empezó a concebir el poema, que se publicó en la revista Star y fue elegido como uno de los mejores del año.

En cierto modo, el incidente fue como una pulidora que le lijó las ilusiones sobre hacer carrera en el periodismo y contribuyó a su decisión de abandonarla. No podía haberlo hecho en un momento más oportuno. A principios de los ochenta, pocos se decidieron a soltar un cuenco de arroz de hierro: un empleo en una empresa estatal. Eso le dio un buen empujón al principio, y los guanxi que había acumulado como periodista del Wenhui también le ayudaron mucho. Ganó dinero a espuertas. Entonces conoció a Zhenzhen, estudiante universitaria. Ella se enamoró de él. Se casaron, al año siguiente tuvieron una hija y su negocio se expandió más. Para cuando salió la antología no tenía tiempo para la poesía. Movido por un impulso, envió un ejemplar a Wen con su tarjeta de visita. No recibió respuesta. No le sorprendió.

En una ocasión, pidió a un hombre de negocios de Fujian que le llevara anónimamente tres mil yuanes; ella no aceptó el dinero. Ocupado en una batalla comercial tras otra, no tenía tiempo para los sentimientos. Creía que la había olvidado.

Se quedó atónito cuando, varios días antes, ella entró de pronto en su despacho. Había cambiado mucho; ahora casi no se diferenciaba de una campesina corriente. Sin embargo, para él seguía siendo lo que había sido a los dieciséis años: el mismo rostro oval, la misma ternura infinita en sus ojos y los mismos dedos delgados que habían sostenido en alto el corazón de papel rojo. No tardó ni un instante en decidirse. Ella le había ayudado en el momento más negro de su vida. Ahora le tocaba a él ayudarle a ella.

Liu hizo una pausa para tomar un poco de té.

– O sea que para usted -dijo Chen- ella se ha convertido en una idea, un símbolo de su juventud perdida. No importa que ya no sea joven o guapa.

– Su aspecto diferente lo hace todo más conmovedor.

– Y más romántico también -Chen hizo gestos de asentimiento-. ¿Qué le dijo de sí misma?

– Que tenía que estar lejos de la aldea unos cuantos días.

– ¿Le preguntó el porqué?

– Dijo que no quería reunirse con Feng en Estados Unidos, pero temía que no le quedaba otra alternativa.

– ¿Qué quería decir con eso? -preguntó Chen-. Si no tenía otra alternativa, ¿por qué iba a tomarse la molestia de acudir a usted?

– No la presioné. Se derrumbó un par de veces durante nuestra conversación. Creo que es por su embarazo.

– O sea que realmente no se lo explicó.

– Debía de tener sus razones. Quizá tenía que pensar en su futuro y no podía hacerlo en la aldea.

– ¿Le ha hablado de sus planes?

– No. No parece tener prisa por irse -Liu añadió con aire reflexivo-. Casada como está con un hijoputa como Feng, no me sorprendería que hubiera cambiado de idea.

– Buen… -Chen suponía que probablemente sería inútil seguir empujando a Liu en esa dirección. Ella podía haberse quedado allí sin tener que dar ninguna explicación-. Déjeme decirle algo que ella no le ha dicho. Huyó de la aldea porque recibió una llamada telefónica de Feng, en la que le dijo que su vida corría peligro porque los gánsteres la buscaban.

– No me lo contó. No le pregunté, y ella no tenía por qué hacerlo.

– Es comprensible que no se lo contara todo, pero sabemos que ella acudió a usted con la intención de quedarse unos días… no para pensar, sino para esconderse de la tríada local.

– Me alegro de que pensara en mí cuando necesitaba ayuda – Liu encendió un cigarrillo.

– Según la información de que disponemos, tenía que llamar a Feng, su esposo, en cuanto encontrara un lugar seguro. Hasta ahora no lo ha hecho. Ahora no quiere reunirse con él ni aunque le garantizamos su seguridad. Así que debe de haber tomado una decisión.

– Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera -dijo Liu-. ¿Supone usted que vivirá bien allí?

– Mucha gente lo cree. Mire la larga cola de gente que hay esperando obtener un visado en el Consulado Norteamericano de Shanghai. Por no mencionar a las personas como el esposo de ella que se marchan de forma ilegal.

– ¿Una buena vida con aquel hijoputa?

– Pero todavía es su esposo, ¿no? Y si se queda aquí… con usted, ¿qué pensarán los demás?

– Lo que importa es lo que piense ella -dijo Liu-. Cuando acudió a mí en busca de ayuda, lo mínimo que podía hacer era darle cobijo.

– Ha hecho usted mucho por ella. He visto la fotografía de su pasaporte. Hoy tiene un aspecto diferente. Casi como si fuera otra mujer.

– Sí, ha resucitado. Una palabra demasiado romántica, dirá usted.