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– No sé qué decir…

– No tiene que decir nada, inspector jefe Chen. Me marcho dentro de un par de días. Nuestra misión ha terminado.

La bruma envolvió el jardín.

– Déjeme recitarle la última estrofa -dijo él-. «Triste ya no es triste, / el corazón endurecido de nuevo, / sin esperar perdón / sino gratitud y alegría / por haber estado contigo, / la luz del sol perdida en el jardín».

Ella pensó que sabía por qué había decidido recitar el poema.

No sólo por Wen y Liu.

Se quedaron allí sentados, en silencio; los últimos rayos de sol recortaban su silueta sobre el jardín, pero ella experimentó de forma indeleble un instante de gratitud.

El atardecer se iba extendiendo como el rollo de una pintura china tradicionaclass="underline" Un panorama cambiante y sin embargo inalterable recortado en el horizonte, fresco, una ligera bruma ablandando las colinas a lo lejos.

El mismo jardín poético, el mismo puente crujiente de la dinastía Ming, el mismo sol moribundo de la dinastía Qing.

Cientos de años antes.

Cientos de años más tarde.

La tranquilidad era tanta que se oían las burbujas que estallaban en el agua verde.

CAPÍTULO 33

El tren llegó a la estación de Fuzhou a las 11.32, puntual.

La estación era un hervidero de gente que esperaba; algunos saludaban con la mano, otros corrían junto al tren y otros sostenían en alto carteles de cartón con el nombre de algún pasajero. Sin embargo, no había nadie del Departamento de Policía de Fujian en el abarrotado andén esperándoles a ellos.

Chen no hizo ningún comentario al respecto. Algunos actos de negligencia por parte de la policía local podían ser comprensibles, pero no en este caso. No tenía sentido. Tuvo una premonición.

– Esperemos aquí -sugirió Catherine-. Puede que se hayan retrasado.

Wen miraba en silencio, con el rostro inexpresivo, como si su llegada no significara nada para ella. Durante el trayecto en tren había hablado poco.

– No, tenemos prisa -dijo él, pues no quería expresar sus temores-. Alquilaré un coche.

– ¿Conoce el camino?

– El inspector Yu me hizo un mapa. Las instrucciones están señaladas en él. Espere aquí con Wen.

Cuando regresó en una furgoneta Dazhong, sólo estaban allí las dos mujeres.

Abriendo la puerta para Wen dijo:

– Siéntese delante conmigo, Wen. Podrá ayudarme con las instrucciones.

– Lo haré -le habló a él por primera vez-. Lamento el contratiempo.

Catherine intentó consolarla desde el asiento de atrás.

– Esto no es culpa suya.

Consultando a Wen y el mapa Chen pudo encontrar la carretera que tenía que tomar.

– Ahora el mapa sirve para un fin que el inspector Yu no esperaba.

– Sólo he hablado con el inspector Yu por teléfono -Catherine dijo-. Estoy deseando conocerle.

– Ya debe de estar de regreso a Shanghai. Le conocerá allí. Tanto Yu como su esposa Peiqin son personas encantadoras. Ella también es una cocinera magnífica.

– Debe de serlo para merecer un cumplido por parte de un gourmet como usted.

– Podemos ir a su casa a tomar una auténtica comida china – dijo él-. Mi casa está demasiado desordenada.

– Será un placer.

Decidieron no hablar de trabajo yendo Wen en el coche, sentada con las manos entrelazadas sobre el vientre.

El trayecto era largo. Se detuvo sólo una vez en el mercado de una aldea, donde compró una bolsa de lichis.

– Buena nutrición. Ahora también se consigue esta fruta en las grandes ciudades. Se envía por avión -dijo él-, pero no es tan buena como en el campo.

– Está riquísima -dijo Catherine, mordisqueando un lichi blanco transparente.

– La diferencia está en la frescura -dijo él, pelando uno para él.

Antes de que se terminaran la mitad de la bolsa de papel de lichis,

Changle Village apareció a la vista. Por primera vez observó un cambio en Wen. Se frotó los ojos, como si le hubiera entrado polvo en ellos.

En la aldea la carretera se convirtió en un camino, ancho sólo para un tractor ligero.

– ¿Tiene que preparar mucho equipaje, Wen?

– No, no mucho.

– Entonces aparcaré aquí.

Bajaron del coche. Wen les guió.

Era casi la una. La mayoría de aldeanos estaban en casa almorzando. Varias ocas blancas se paseaban cerca de un charco de agua de lluvia, estirando el cuello al ver a los extraños. Una mujer con una cesta de bolsa de pastor verde oscuro reconoció a Wen, pero se apresuró a alejarse al ver a los extraños que iban detrás de ella.

La casa de Wen estaba situada en un callejón sin salida, al lado de un destartalado granero abandonado. La primera impresión de Chen fue que la casa tenía un buen tamaño. Tenía un patio delantero y otro trasero que daba a una empinada pendiente sobre un riachuelo con innumerables arbustos sin nombre. Pero sus paredes resquebrajadas, la puerta sin pintar y las ventanas tapadas con tablas la convertían en una monstruosidad.

Entraron en la habitación delantera. Lo que impresionó a Chen allí fue un gran retrato descolorido del presidente Mao, colgado en la pared sobre una decrépita mesa de madera. Flanqueaban el retrato dos tiras de ajados eslóganes de papel rojo que declaraban, a pesar del cambio operado con el tiempo: «¡Escuchad al presidente Mao!». «Seguid al Partido Comunista».

Una araña descansaba satisfecha, como otro lunar, en la barbilla de Mao.

La expresión que mostraba el rostro de Wen era indescifrable. En lugar de ponerse a hacer el equipaje, se quedó mirando fijamente el retrato de Mao, temblándole los labios, como si le suplicara algo en un murmullo… como una leal Guardia Roja.

Había varios paquetes con etiquetas en chino o en inglés guardados en un cubo debajo de la mesa. Wen cogió un paquete muy pequeño y se lo metió en el bolso.

– ¿Eso es para las piezas de precisión, Wen? -preguntó Chen.

– Es el abrasivo. Quiero llevarme uno para acordarme de la vida que he pasado aquí. Como recuerdo.

– Un recuerdo -repitió Chen. El caracol esmeralda subiendo por la pared en el poema de Liu. También él cogió un paquete en cuya etiqueta se veía una gran cruz sobre un esquemático dibujo de fuego. Había algo extraño en el modo en que Wen ofreció su explicación. ¿Qué había allí que le gustaría recordar? Pero decidió no abordar el tema de su vida en la aldea. No quería reabrir sus heridas.

La sala de estar daba a un comedor, donde Wen se encaminó hacia otra habitación cruzando una cortina de abalorios de bambú colgada en el umbral. Catherine la siguió. Chen vio a Wen sacar algunas prendas de niño. No podía hacer nada para ayudar, asi que salió al patio trasero protegido por muros. Originariamente la puerta debía de abrirse a la pendiente, pero había sido tapada con tablas.

Dio la vuelta hasta el patio delantero. La silla de ratán que había junto a la puerta estaba rota y cubierta de polvo. Parecía estar contando la historia de la indiferencia de su propietaria. También vio botellas vacías en cestas de bambú, la mayoría botellas de cerveza, que eran como una nota a pie de página a la desolación general.

Fuera, un perro viejo saltó de una zona de sombra en el camino de la aldea y se alejó en silencio. Una racha de viento inclinó el sauce llorón dándole forma de signo de interrogación. Encendió un cigarrillo y se apoyó en el marco de la puerta, aguardando.

Había un tren que salía para Shanghai a última hora de la tarde. Decidió no ponerse en contacto con la policía local, no sólo porque no habían aparecido en la estación de ferrocarril. No podía quitarse de encima el mal presentimiento que tenía desde que Wen había pedido que hicieran aquel viaje.

Se sentía agotado. En el tren apenas había dormido. La litera dura había presentado un problema imprevisto durante la noche. De las tres literas, la de abajo fue para Wen. Era impensable que una mujer embarazada subiera la escalerilla. Las literas de arriba, a ambos lados del pasillo, quedaron para Catherine y para él. Era importante vigilar a Wen. «A veces un pato cocinado puede salir volando.» Así que estuvo tumbado de lado casi toda la noche, vigilando. Cada vez que Wen se alejaba de su litera, él tenía que bajar, y seguirla de la forma más discreta posible. Tuvo que resistir la tentación de mirar a Catherine al otro lado del pasillo. También ella permaneció tumbada de lado casi todo el tiempo, vestida sólo con la combinación negra que habían comprado en el mercado de Huanting. La leve luz movía sombras en las sinuosas curvas de su cuerpo, pues la exigua manta apenas le cubría los hombros y las piernas. En su posición no podía mirar la litera que tenía directamente debajo. Así que con mayor frecuencia estaba de cara a él. Cuando las luces se apagaron a medianoche fue peor. Chen sentía su proximidad en la oscuridad, volviéndose una y otra vez, entre los irregulares silbidos del tren en la noche…