Como consecuencia de ello, al estar ahora de pie apoyado en la puerta se dio cuenta de que tenía tortícolis, y tuvo que hacer rotaciones de cabeza como un payaso de circo.
Entonces fue cuando oyó las fuertes y apresuradas pisadas que se acercaban desde la entrada de la aldea. No uno o dos hombres. Un grupo numeroso.
Sobresaltado, se puso alerta. Una docena de hombres iban en dirección a él, todos ellos enmascarados con un trapo negro y con algo en las manos que brillaba a la luz del soclass="underline" hachas. Al verle, iniciaron el ataque, haciendo oscilar sus hachas y lanzando gritos por encima del ruido de las gallinas que chillaban y los perros que ladraban.
– ¡Los Hachas Voladoras! -gritó a las dos mujeres que estaban saliendo de la casa-. Entren. ¡Rápido!
Sacó su revólver, apuntó apresurado y disparó. Uno de los hombres enmascarados giró como un robot roto, trató en vano de levantar su hacha y se desplomó de rodillas. Los otros parecieron desconcertados.
– ¡Va armado!
– Ha matado al Viejo Tercero.
Los gánsteres no huyeron. En cambio, se dividieron en dos grupos, uno se refugió detrás de la casa al otro lado del camino, y el otro se precipitó al granero. Cuando dio un paso hacia ellos, le lanzaron una pequeña hacha. Fallaron, pero tuvo que retroceder.
Cada uno llevaba varias hachas, grandes y pequeñas, metidas en la parte delantera y trasera del cinturón, además de las que blandían en las manos. Las pequeñas las lanzaban como dardos.
Para su sorpresa, ninguno de los gánsteres al parecer llevaba arma de fuego, aunque el contrabando de armas no era algo insólito en una provincia costera como Fujian. No era el momento de criticar su suerte.
¿Qué tenía? Un revólver al que le quedaban cinco balas. Si no fallaba un solo disparo, podría derribar a cinco de ellos. Una vez hubiera disparado la última bala, no podría hacer nada más.
Los Hachas Voladoras habrían rodeado la casa. Una vez empezaran a atacar desde todas direcciones, los aplastarían. Tampoco podía esperar que la policía local les rescatara a tiempo. Sólo la policía local conocía su llegada a Fujian.
– Policía de Fujian, policía de Fujian…
Oyó que la inspectora Rohn gritaba a su móvil.
Otra hacha llego volando por los aires. Antes de poder reaccionar, el hacha golpeó el marco de la puerta; no le dio a Catherine por cinco o seis centímetros.
Si el ocurría algo a ella…
Chen notó que la sangre afluía a su cara. Había cometido un grave error al ir allí con las dos mujeres. No había justificación profesional para ello; se había dejado llevar por una intuición, pero se había equivocado al correr semejante riesgo.
Acurrucada junto a Catherine, Wen aferraba la antología poética como si fuera un escudo.
«La poesía hace que no ocurra nada.» Era un verso que había leído años atrás. Sin embargo, había esperado que la poesía pudiera hacer que ocurrieran algunas cosas. Estaba allí, irónicamente, debido a aquella antología poética. Era absurdo que pensara en esas cosas cuando se hallaba en medio de una desesperada pelea.
– ¿Tiene gasolina, Wen? -preguntó Catherine.
– No.
– ¿Por qué lo pregunta, inspectora Rohn? -dijo él.
– Las botellas… cócteles molotov.
– ¡El abrasivo! Los productos químicos son inflamables, ¿verdad?
– Sí. ¡Tienen que servir igual que la gasolina!
– ¿Sabe hacerlos… los cócteles Molotov?
– Oh, sí -ya estaba corriendo hacia el cubo de productos químicos que había en la casa.
Varios gánsteres estaban saliendo de su escondite. Él alzó el revólver cuando uno de ellos atacó, entonando en voz alta como si estuviera bajo el influjo de un hechizo: «Los Hachas Voladoras matan todo lo malo», como alguien salido de la sublevación de los bóxers. Chen disparó dos veces. Una bala dio en el pecho del hombre, pero el impulso le hizo avanzar unos metros más, para caer sin soltar su hacha. Pura suerte. Chen recordaba la mala puntuación que sacaba en el campo de tiro. Sólo le quedaban tres balas.
Cuatro o cinco hachas se acercaron zumbando por el aire. Consciente de que Catherine regresaba con las botellas, de forma instintiva Chen levantó la silla de ratán frente a él. Las hachas se clavaron en ella con tanta fuerza que sin querer dio un paso atrás.
Detrás de él, Catherine se puso en cuclillas para llenar botellas con productos químicos, mientras Wen tapaba las botellas con trapos.
– ¿Lleva un mechero, Catherine? -preguntó él.
Ella rebuscó en sus bolsillos.
– La caja de cerillas del hotel… un recuerdo de Suzhou -encendió una cerilla.
Él le cogió la botella y la lanzó hacia la casa donde los gánsteres se habían refugiado. Hubo una explosión. Las llamas se alzaron de repente con deslumbrantes colores. Ella encendió la segunda botella. Él la lanzó hacia el granero. Explotó produciendo más ruido, y el olor acre de los productos químicos al arder le llenó la nariz.
Era un momento que Chen no se podía permitir desperdiciar. En la confusión provocada por las explosiones podrían tener una oportunidad.
Se volvió a Wen.
– ¿Hay algún atajo para salir de la aldea cruzando el arroyo?
– Sí, el arroyo ahora apenas lleva agua.
– Hay una puerta que da al patio trasero, Catherine. Rómpala, salga con Wen y crucen el arroyo para ir hasta el coche -le entregó el arma-. Llévesela. Sólo quedan tres balas. Yo las cubriré.
– ¿Cómo lo hará?
– Con cócteles Molotov. Les lanzaré varias botellas -arrancó el hacha del marco de la puerta. Quizá la tendría que utilizar pronto. Un milagro del kung fu sólo era posible en la pantalla-. Las alcanzaré.
– No. No puedo dejarle aquí de este modo. La policía local debe de haber oído lo de la pelea. Llegarán en cualquier momento.
– Oiga, Catherine -dijo Chen con la garganta seca-. No podemos resistir mucho tiempo. Si empiezan a atacarnos desde los dos frentes y la parte de atrás, será demasiado tarde. Tienen que irse ahora.
Dicho esto empezó a lanzar botellas, una tras otra, en rápida sucesión. El camino fue engullido por el humo y las llamas. Entre las explosiones oyó que Catherine y Wen golpeaban la puerta trasera. No tenía tiempo de mirar por encima del hombro. Un gángster se precipitaba hacia él con las hachas relucientes a través del fuego. Chen le lanzó una botella a él y una al hacha.
Nadie se acercó a través del humo que se desvanecía.
Fantástico, pensó, agarrando una de las botellas restantes; y entonces oyó un fuerte disparo en la parte posterior de la casa y un ruido sordo.
Se giró en redondo y vio a Catherine que empujaba a Wen de nuevo en la casa. Un rostro enmascarado apareció por encima de la pared del patio trasero, luego dos manos y unos hombros. Ella volvió a disparar. El Hacha Voladora se desplomó hacia atrás.