Yu se desperezó.
– Hoy no tengo que ir a la oficina -dijo-. Así que iré al mercado a comprar una cesta de brotes de bambú verdaderamente frescos.
– Elige los que sean tiernos. No más gruesos de dos dedos. Será mejor que trituremos la carne nosotros; el cerdo picado que venden no es fresco. ¿Cuándo llegarán?
– Hacia las cuatro y media.
– Pues vamos a empezar enseguida. Se tarda tiempo en preparar la pasta de los rollitos.
Chen y Catherine llegaron con más de una hora de antelación. Chen llevaba traje gris. Catherine, que iba con un cheongsam con largas aberturas, parecía una actriz de una película de Shanghai de los años treinta. Chen les ofreció una botella de vino y Catherine llevaba una gran bolsa de plástico.
– Por fin ha traído aquí a una chica, inspector jefe Chen -dijo Peiqin sonriendo.
– Por fin -dijo Catherine, cogiendo a Chen del brazo con burlona seriedad.
La reacción de Catherine fascinó a Peiqin, pues en cuanto hubo hecho la despreocupada broma ya lo había lamentado. Aparentemente a Catherine no le había desagradado.
– Le presento a la inspectora Rohn, de la Policía de Estados Unidos -dijo Chen con seriedad-. También está muy interesada en la cultura china. Desde que llegó me ha estado diciendo que le gustaría visitar una familia de Shanghai.
– Encantada de conocerla, inspectora Rohn -Peiqin se secó la mano sucia de harina antes de coger la que Catherine le tendía.
– Mucho gusto, Peiqin. El inspector jefe Chen me ha hablado con frecuencia de lo excelente cocinera que es usted.
– Una exageración poética -dijo Peiqin.
Yu trató de hablar más formalmente, como un anfitrión, disculpándose.
– Lamento el desorden. ¿Puedo presentarle a nuestro hijo? Se llama Qinqin.
En la habitación había espacio sólo para una mesa. La llegada anticipada de los invitados colocó a los anfitriones en una situación embarazosa. La mesa aún estaba llena de envolturas de rollitos, carne picada y verduras. No había espacio en la superficie ni para una taza de té. Catherine tuvo que dejar su bolso sobre la cama.
– El inspector jefe siempre está ocupado. Después tiene que volver al departamento -Catherine sacó un par de cajas de la bolsa-. Sólo son unas tonterías que he comprado en el hotel. Espero que les gusten.
Una era un robot de cocina y la otra una cafetera.
– Qué maravilla, inspectora Rohn -exclamó Peiqin-. Es muy amable por su parte. En la próxima visita del inspector jefe Chen podremos servirle café recién hecho.
– También puede utilizarla para calentar agua para el té -dijo Chen-. Para esta visita podemos utilizar el robot de cocina para triturar y mezclar la carne y las verduras.
– Y también los brotes de bambú -dijo Yu con orgullo, empezando a experimentar con el aparato.
– Tengo algo también para usted -Chen sacó varias cajas de cristal y brocado de palitos de tinta, modelados fantásticamente en forma de tortugas, tigres y dragones. Era un producto especial de las Montañas Tai, hecho de resina de pino, que se suponía servía para inspirarse.
Pero no era práctico, pensó Peiqin, en comparación con lo que había elegido Catherine.
Chen se dedicó a traducir las instrucciones de la caja, que estaban en inglés, para Yu. Catherine insistió en hacer algo también.
– No me trate como a una extranjera, Peiqin. Hoy no estoy aquí por eso.
– Así después podrá alardear de su experiencia en Shanghai -dijo Chen.
Peiqin entregó a Catherine un delantal de plástico para que se protegiera el vestido. Pronto las manos de Catherine estuvieron cubiertas de harina y su cara también manchada. No se rindió. Se le escaparon dos rollitos de las manos, grandes y de forma irregular.
– ¡Maravilloso! -aplaudió Yu.
– Grandes rollitos para el inspector jefe -Catherine tenía un destello juguetón en sus ojos azules-. El gran jefe de su departamento.
Llegó el momento de cocer. Peiqin se encaminó hacia la cocina. Catherine la siguió. Peiqin se sentía avergonzada. No era exactamente una cocina, sino una simple zona de almacenaje y cocina común del vestíbulo original, ahora abarrotado con las cocinas de carbón de las siete familias del primer piso. Tuvo que calentar el plato que se había traído del restaurante en la cocina de un vecino. Sin embargo, Catherine parecía estar contenta, moviéndose en la atestada zona, observando a Peiqin poner rollitos en agua, colocar algunos en el recipiente de bambú para cocer al vapor, freír otros en el wok y añadir diversos aderezos a la sopa de pato.
– ¿Cuándo vendrá a casa el Viejo Cazador? -preguntó Chen a Yu mientras empezaban a despejar la mesa.
– No lo sé. Esta mañana se ha marchado temprano. No he tenido ocasión de hablar con él. ¿Tiene usted que volver al despacho?
– Sí, hay algo…
Su conversación fue interrumpida por la aparición de los diversos rollitos en la mesa. Catherine traía cuencos en ambas manos. Yu mezcló platos de salsa de pimiento rojo con ajo pelado. Chen abrió una pequeña jarra de vino amarillo Shaoxing. Yu también apartó la mesa unos centímetros hacia la cama. Chen se sentó en un lado, Catherine en el otro, y Yu y su hijo en el borde de la cama. El lado que estaba cerca de la cocina quedó para Peiqin, que tenía que cocer más rollitos de vez en cuando.
– Fantástico -dijo Catherine entre bocado y bocado-. Jamás había probado nada igual en Chinatown, en Nueva York.
– La pasta de los rollitos ha de hacerla uno mismo -explicó Peiqin.
– Gracias, Peiqin -dijo Chen con medio rollito en la boca-. Siempre ofrece a sus invitados algo especial.
– Nunca había visto brotes de bambú frescos -dijo Catherine.
– Los brotes de bambú frescos son absolutamente diferentes -explicó Chen-. Su Dongpo dijo una vez: «Es más importante tener brotes de bambú frescos que tener carne». Es una exquisitez para un gusto sumamente civilizado.
– ¿Es el mismo Su Dongpo que mencionó cuando comimos cangrejo, tío Chen? -preguntó Qinqin.
– Qinqin tiene muy buena memoria -dijo Chen.
– A Qinqin le interesa mucho la historia -dijo Yu-, pero Peiqin quiere que estudie informática. Cree que le será más fácil encontrar trabajo en el futuro.
– En Estados Unidos pasa igual -comentó Catherine.
Se terminaron todos los rollitos.
– Esperemos unos minutos para la sopa de pato -dijo Peiqin, con una tacita de vino amarillo en la mano-. Tarda mucho rato, así que recítenos un poema, por favor, inspector jefe Chen.
– Buena idea -la secundó Yu-. Como en El sueño de la cámara Roja. Me lo prometió la última vez, jefe.
– Pero no he tenido mucho tiempo para la poesía.
Llegó la sopa de pato. Peiqin sirvió un pequeño cuenco para Catherine. Las setas orejas de madera negras flotaban en el caldo. También puso un plato inusual en la mesa.
– La especialidad de nuestro restaurante. Se llama La cabeza de Buda.
Se parecía a la cabeza de Buda, hecha con una calabaza blanca, cocida al vapor en un recipiente de bambú y cubierta con una gran hoja de loto verde. Yu cortó con destreza un trozo del «cráneo» con un cuchillo de bambú, hundió los palillos en el «cerebro» y sacó un gorrión frito, que estaba dentro de una perdiz asada, que a su vez estaba dentro de una paloma estofada.
– Cuántos cerebros en una cabeza -comentó Catherine-. No me extraña que se llame Buda.
– Los sabores de esas aves se mezclan mientras se cuecen al vapor. Se puede disfrutar de los diferentes gustos de un mordisco.
– Está delicioso -el inspector jefe Chen suspiró con satisfacción, se puso en pie y golpeó con un palillo en el borde de la copa-. Ahora, con la bendición de Buda, tengo que anunciar una cosa. Se refiere a nuestros anfitriones.
– ¿A nosotros? -preguntó Yu.