– Nada, la canción -sintió alivio al cambiar de tema-. Hay un resurgimiento de esas canciones populares de la época de la Revolución Cultural. Esta es una canción de la Guardia Roja. Wen podría haber bailado la danza del carácter de la lealtad con ella.
– ¿La gente echa de menos esas canciones?
– Son atractivas para la gente, creo, pero no por su contenido sino porque formaron parte de su vida… durante diez años.
– ¿Qué es lo que les da sentido, la melodía o sus recuerdos? – preguntó ella, repitiendo de forma sutil el verso que le había recitado en el jardín de Suzhou.
– No tengo la respuesta -dijo él, pensando en otra pregunta que acababa de aparecer en su conversación.
¿Bailaba él mismo la danza del carácter de la lealtad, en un lugar y tiempo diferentes?
Sería mejor que redactara un informe para el ministro Huang. Todavía no estaba seguro de qué decir exactamente. En este punto de su carrera, lo mejor para él tal vez fuera mostrar su lealtad directamente al ministro de Beijing, evitando al Secretario del Partido Li.
– ¿En qué piensa, inspector jefe Chen?
– En nada.
Oyeron que el Secretario del Partido Li les llamaba desde lejos.
– Camarada inspector jefe Chen, el embarque es dentro de diez minutos.
Li se dirigía hacia el café, señalando la nueva información que aparecía en la pantalla sobre la puerta.
– Ya voy -respondió él antes de volverse a Catherine-. Tengo algo para usted, inspectora Rohn. Cuando Liu hizo sus compras para Wen camino del aeropuerto, elegí un abanico y copié varios versos en él.
Mucho, mucho lamento
No tener un yo que atribuirme,
Oh, ¿cuándo podré olvidar
Todas las inquietudes del mundo?
La noche profunda, el viento quieto, ninguna onda en el río.
– ¿Versos suyos?
– No, de Su Dongpu.
– ¿Puede recitarme el poema?
– No, no recuerdo el resto del poema. Sólo acudieron a mí estos versos.
– Encontraré el poema en alguna biblioteca. Gracias, inspector jefe Chen -se levantó y cerró el abanico.
– Dése prisa. Por favor. Es la hora -urgió el Secretario del Partido Li.
La fila de pasajeros empezó a franquear la puerta.
– Deprisa -ahora Qian estaba al lado de Li, con aquel teléfono móvil de color verde claro en la mano.
Wen y Liu estaban al final de la recién formada cola, cogidos de la mano.
Sería responsabilidad del inspector jefe Chen separarlos y hacer cruzar a Wen aquella puerta.
Y también a la inspectora Rohn.
Junto con una parte de sí mismo, pensó, aunque tal vez la hubiera perdido mucho tiempo atrás, quizá aquellas mañanas en el banco verde cubierto de rocío del parque del Bund.
Qiu Xiaolong
Qiu Xiaolong nació en Shanghai en 1953 y reside actualmente en Saint Louis (EE UU). Durante la Revolución Cultural su padre fue represaliado y él se vio forzado a dejar la escuela. En 1976 logró entrar en la Universidad, donde se especializó en literatura anglo-americana. Tradujo a Joyce, Faulkner y Conrad, y publicó varios libros de poesía y de crítica literaria. En 1989 los acontecimientos de Tiananmen le sorprendieron en Estados Unidos, donde estudiaba la obra de T.S. Eliot. Su nombre descolló entre los simpatizantes del movimiento democrático chino, lo que impidió el regreso a su país. Comenzó a escribir en inglés y publicó en diversas revistas y antologías. Desde 1994 es profesor de literatura en la Washington University. Muerte de una heroína roja fue galardonada con el Premio Anthony a la Mejor Primera Novela y resultó finalista del Premio Edgar. Traducida a catorce idiomas, lograría un enorme éxito de crítica y ventas en todo el mundo. Posteriormente publicó Visado para Shanghai (Almuzara, 2007). Xiaolong está considerado en la actualidad uno de los autores más talentosos de la nueva novela negra.