– Sandor siempre fue capaz de protegerla. Ahora que su poder le falla usted tiene que ser más cuidadosa, -dijo Diesel.
Elaine se mordió el labio inferior.
– Tendrá que perdonarme. Tengo que regresar a mi cocción.
Elaine se retiró a su casa, y Diesel y yo abandonamos el pórtico. El fuego del garaje casi se había extinguido, y alguien, que sospeché era la Sra. Paterson, intentaba despegar a Santa de la acera con una espátula de barbacoa.
Mi teléfono sonó en mi bolso.
– Si es tu hermana otra vez, lanzo tu teléfono al río, -dijo Diesel.
Saqué el teléfono de mi bolso y apreté el botón de apagado. Supe que era mi hermana. Y había una remota posibilidad de que Diesel hablase en serio sobre lanzar mi teléfono al río.
– ¿Ahora qué? -Pregunté a Diesel.
– Lester sabe donde está la fábrica.
– Olvídalo. No vuelvo a la oficina de empleo.
Diesel me sonrió.
– ¿Qué pasa? ¿Al grande y malo cazador de recompensas le da miedo la gente pequeña?
– Esos elfos falsos estaban locos. ¡Y fueron perversos!
Diesel me agitó el pelo.
– No te preocupes. No les dejaré ser malos contigo.
Fantástico.
Diesel se estacionó a media cuadra de la oficina de empleo y nos quedamos mudos contemplando a los vehículos de emergencia delante de nosotros. Un camión de bomberos, una ambulancia, y cuatro coches patrullas. Las ventanas y la puerta principal de la oficina estaban destrozadas, y una silla carbonizada había sido sacada a la acera.
Abandonamos el coche y caminamos hacia una pareja de polis a los que reconocí. Carl Costanza y Big Dog. Se balanceaban en sus talones, con las manos descansando en sus cinturones de servicio, contemplando el daño con la clase de entusiasmo por lo general reservado para mirar la hierba crecer.
– ¿Qué pasó? -Pregunté.
– Fuego. Disturbio. Lo habitual. Está bastante feo allí dentro, -dijo Carl.
– ¿Cuerpos?
– Galletas. Galletas hechas pedazos por todas partes.
Big Dog tenía una oreja de elfo en su mano. La levantó y miró.
– Y estas cosas.
– Es una oreja de elfo, -dije.
– Sí. Estas orejas son todo lo que quedan de esos pequeños infelices.
– ¿Se quemaron? -Pregunté.
– No. Corrieron, -dijo Carl-. ¿Quién habría pensado que esos tipos pequeños podían correr tan rápido? No pude agarrar ni a uno solo. Llegamos a la escena, y ellos salieron como cucarachas cuando enciendes la luz.
– ¿Cómo comenzó el fuego?
Carl se encogió de hombros y alzó la vista hacia Diesel.
– ¿Quién es?
– Diesel.
– ¿Joe sabe de él?
– Diesel no es de la ciudad. -Evasiva-. Trabajamos juntos.
No había nada más que saber sobre la oficina de empleo, así que dejamos a Carl y Big Dog y volvimos al coche. El sol brillaba en algún lugar aparte de Trenton. Las farolas estaban encendidas. Y la temperatura había caído en diez grados. Mis pies estaban mojados por calarse en dos incendios y mi nariz estaba entumecida, congelada como una paleta de helado.
– Llévame a casa, -dije a Diesel-. Estoy acabada.
– ¿Qué? ¿Ninguna compra? ¿Ninguna feliz Navidad? ¿Vas a dejar que tu hermana te deje fuera en la carrera por los regalos?
– Iré de compras mañana. Juro que lo haré.
Diesel detuvo el Jag en mi estacionamiento del edificio y salió del coche.
– No es necesario que me acompañes hasta la puerta, -dije-. Imagino que quieres regresar a la búsqueda de Ring.
– ¡No! He acabado por el día. Pensé que comeríamos algo y luego nos relajaríamos delante de la TV.
Me quedé momentáneamente muda. No era la tarde que yo había planeado en mi mente. Iba a pararme bajo una ducha caliente hasta que estuviera toda arrugada. Luego iba a hacerme un emparedado de mantequilla de maní y de malvavisco. Me gustan la mantequilla de maní y el malvavisco porque eso combina el plato principal con el postre y no implica potes. Tal vez miraría un poco de televisión después de la comida. Y si tenía suerte la vería con Morelli.
– Parece grandioso, -dije-, pero tengo planes para esta noche. Tal vez otro día.
– ¿Cuáles son tus planes?
– Veré a Morelli.
– ¿Estás segura?
– Sí, -no. No estaba segura. Calculé que la posibilidad era aproximadamente del cincuenta por ciento-. Y quiero darme una ducha.
– Oye, puedes ducharte mientras hago la cena.
– ¿Sabes cocinar?
– No, -dijo-. Puedo marcar.
– De acuerdo, esto es lo que pasa, no me encuentro enteramente a gusto contigo en mi apartamento.
– Pensé que te estabas acostumbrando a lo de Super Diesel.
El viejo Sr. Feinstein pasó arrastrando los pies por delante de nosotros camino a su coche.
– Oye, [11]chicky, -me dijo-. ¿Cómo va eso? ¿Necesitas ayuda? Este tipo parece sospechoso.
– Estoy bien, -dije al Sr. Feinstein-. Gracias por la oferta, en todo caso.
– Mira eso, -dije a Diesel-. Pareces sospechoso.
– Soy un minino, -dijo Diesel-. Aún no te he hecho insinuaciones amorosas. Bien, tal vez un poco en broma, pero nada serio. No te he agarrado… así. -Oprimió sus dedos alrededor de las solapas de mi chaqueta y me tiró hacia él-. Y no te he besado… así. -Y me besó.
Mis dedos se rizaron en mis zapatos. Y el calor partió por mi estómago y encabezó hacia el sur.
Maldita sea.
Él rompió el beso y me sonrió.
– ¿No es como si hubiera hecho algo así, verdad?
Lo empujé con las dos manos por el pecho, pero él no se movió, así que di un paso hacia atrás.
– No habrá besos, ni perderemos el tiempo, ni nada.
Seguro.
Hice un gesto de resignación, giré, y entré en el edificio. Diesel me siguió, y esperamos en silencio el ascensor. Las puertas se abrieron, y la Sra. Bestler me sonrió. La Sra. Bestler es por poco la persona más vieja que he visto alguna vez. Vive sola en el tercer piso, y le gusta jugar al ascensorista cuando está aburrida.
– Subiendo, -señaló.
– Primer piso, -dije.
Las puertas del ascensor se cerraron, y Sra. Bestler recitó, “bolsos de Señoras, taller de Santa, los mejores vestidos”. Ella me miró y sacudió su dedo.
– Sólo quedan tres días para hacer compras.
– Lo sé. ¡Lo sé! -Dije-. Iré de compras mañana. Juro, que iré.
Diesel y yo salimos del ascensor, y la Sra. Bestler empezó a cantar, “comienza a parecerse mucho a la Navidad” cuando bajamos por el pasillo.
– Apuesto que tal vez tiene en verdad ochenta, -dijo Diesel, abriendo mi puerta.
Mi apartamento estaba oscuro, iluminado sólo por el reloj digital azul de mi microondas y el único diodo rojo, parpadeante de mi contestador automático.
Rex corría en su rueda en la cocina. El zumbido suave de su rueda me tranquilizó porque Rex estaba seguro y quizá no había ningún troll oculto en mi armario esta noche. Encendí la luz, y Rex inmediatamente dejó de correr y me miró parpadeando. Dejé caer un par de [12]Fruit Loops en su jaula en la mesa, y Rex fue un campista feliz.
Golpeé el botón de encendido en el contestador automático y me desabotoné la chaqueta.
Primer mensaje.
– Es Joe. Llámame.
Siguiente mensaje.
– ¿Stephanie? Es tu madre. No tienes tu teléfono celular encendido. ¿Pasó algo? ¿Dónde estás?
Tercer mensaje.
– Es Joe otra vez. Soy tapado con este trabajo, y no lo terminaré esta noche. Y no me llames. No siempre puedo hablar.Volveré a llamarte cuando pueda.