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Antes de que pudiera responder, sacó un pequeño artilugio del bolsillo.

– Éste es un aparato interesante -le explicó mientras le enseñaba tres botones-. Lo inventé cuando estaba en la universidad. Es un aparato a control remoto que funciona vía satélite. Ahora mismo está conectado con los frenos del coche de tu padre.

Sonrió.

– ¡Oh! ¿No te lo había dicho? Ahora mismo Blaine está conduciendo hacia San Francisco, y ya sabes cómo son las carreteras de la costa. Podría ocurrir una tragedia si se quedara sin frenos. Así que tú decides, Madison. O colaboras o tu padre es hombre muerto.

Madison ni siquiera tuvo que pensárselo.

– No me importa el dinero. Puedes quedarte con todo.

– Hablas con la facilidad de una persona a la que nunca le ha faltado el dinero. Pero en cualquier caso, eso no debería preocuparte. Yo me ocuparé de ti -miró el reloj-. Te doy media hora para comer y cambiarte de ropa. Después iremos a la agencia y harás la transferencia.

Quince minutos después, Madison se obligaba a comer unos huevos revueltos y una tostada. Lo último que le apetecía era comer, pero estaba de acuerdo con Christopher en que no podía desmayarse. No podía culpar a nadie de sus circunstancias, salvo a sí misma, y era preferible conservar las fuerzas por si encontraba alguna oportunidad de escapar.

Mientras se tomaba el café, se puso los vaqueros y la blusa que Christopher le había llevado. Acababa de cepillarse el pelo y recogérselo en una coleta cuando volvió a aparecer su ex marido en el marco de la puerta.

– ¿Estás lista? -le preguntó.

– Sí, pero voy a necesitar una identificación.

Christopher le tendió un bolso. Madison buscó en su interior y encontró allí su cartera con el pasaporte y el carnet de conducir.

– ¿Me lo robaste cuando me secuestraste o después? -le preguntó.

Christopher se limitó a sonreír.

– Vamos -le dijo, señalando la puerta.

Christopher le hizo montarse en el asiento trasero de una limusina y después se montó él. Por la mampara que la separaba del asiento delantero, Madison no podía ver al conductor, pero ya debía de estar allí, puesto que en cuanto Christopher cerró la puerta de atrás, puso el motor en marcha.

– Sólo para que sepas que no bromeo -le dijo Christopher a Madison, y marcó un teléfono con el móvil-. ¿Blaine? ¿Cómo va ese viaje?

Escuchó un segundo y miró a Madison.

– Tengo una sorpresa para ti. Espera -le pasó el teléfono a Madison y sacó el dispositivo del bolsillo del traje.

– ¿Papá?

– ¡Madison! Cuánto me alegro de oírte. ¿Te encuentras bien?

– Sí, estoy bien, ¿y tú?

– Nunca he estado mejor. Ahora voy hacia San Francisco para dar una conferencia. Fue el propio Christopher el que me sugirió el viaje. Una idea estupenda. Esta zona es preciosa. Deberíamos ir los tres a pasar un fin de semana a Carmel.

A Madison se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para apartarlas. Su padre estaba bien. Siempre había estado bien. ¿Por qué no habría confiado en Tanner?

– Sí, sería estupendo -contestó.

– ¿Ya te ha hablado Christopher de la fusión? ¿No te parece una noticia maravillosa?

– Sí, magnífica -susurró.

– Christopher está a cargo de todo, como siempre. No sé que haría sin él -suspiró-. Sé que tenéis vuestras diferencias, pero me gustaría que os reconciliarais. Madison, Christopher es un buen hombre y te quiere mucho. Durante estas semanas ha estado destrozado, primero con el secuestro y después porque no querías regresar.

Contener las lágrimas se estaba convirtiendo en una tarea imposible. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, a Madison le habría extrañado que fuera tan fácil engañarla. Pero su padre era un hombre entregado a su trabajo. Para él, el resto del mundo no existía. Christopher le había ayudado a hacer su vida más fácil y él se lo agradecía.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, Madison.

Christopher la fulminó con la mirada y le arrebató el teléfono.

– No queremos distraerte mientras conduces, Blaine. Esas carreteras son terribles, ten mucho cuidado.

Madison sabía que Christopher sería capaz de matar a su padre sin pensárselo dos veces. Nada le importaba; él sólo quería dinero y poder.

Su agente de bolsa tenía el despacho en el quinto piso de un rascacielos. Madison subió en el ascensor en silencio, salió al elegante vestíbulo y preguntó por Jonathan Williams.

– Lo siento -le dijo la recepcionista-. El señor Williams está de vacaciones. ¿Tenía una cita?

Madison se volvió hacia Christopher.

– ¿Tenías una cita?

Éste asintió.

– Paul Nelson se está encargando de la transacción.

– Entonces nos atenderá el señor Nelson -dijo Madison.

– Por supuesto. Le diré que están aquí -esperó educadamente a que le dijeran sus nombres.

Christopher le pasó a Madison el brazo por los hombros y la estrechó contra él.

– Dígale que están aquí el señor y la señora Hilliard.

– Por supuesto.

En cuestión de minutos, se encontraron con un hombre alto y atractivo que los condujo a una sala de reuniones.

– Señora Hilliard -dijo el agente mientras le ofrecía asiento a Madison-. Tengo entendido que quiere hacer algunos cambios en su cuenta.

Madison se sentó y se obligó a sonreír.

– Sí, por favor. Quiero transferir algunos activos a la cuenta de mi marido.

El agente arqueó las cejas, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Ya sabe lo que le quiere transferir? -preguntó educadamente.

Christopher le pasó entonces una lista que Madison ni siquiera se molestó en leer.

– Son unos diez millones de dólares -dijo Paul.

– Sí. Si hay algún problema, puedo identificarme.

– No, no, no hay ningún problema. Señor Hilliard, ¿quiere meter el dinero en la cuenta que tiene con nosotros?

– Sí.

Paul salió de la sala y cerró la puerta tras él. Madison se levantó y se acercó a la ventana.

– ¿Qué va a pasar después de esto? -preguntó.

Sabía que Christopher no la dejaría marchar.

– Nos volveremos a casar y de esa forma sellaremos la fusión. Dentro de unos meses podremos divorciarnos. Me quedaré con casi todo, pero te dejaré lo suficiente para vivir.

Mentiras, pensó Madison. Seguramente la obligaría a casarse otra vez, pero no habría un segundo divorcio. Sabía que moriría inesperadamente y que Christopher representaría a la perfección el papel de viudo desconsolado.

Recordaba lo que había dicho Tanner de la muerte de sus padres. Un accidente de coche. Algo sobre un fallo en los frenos. ¿A cuántas personas habría matado Christopher?

Christopher sacó un teléfono del bolsillo y dio media vuelta para comenzar a hablar. Justo en aquel momento, regresó Paul a la sala.

– Sólo un par de preguntas rápidas -dijo Paul mientras buscaba en el bolsillo de la chaqueta y sacaba una pistola.

Madison estaba demasiado atónita como para decir palabra y Christopher estaba de espaldas, de modo que no vio a los tres hombres, todos vestidos de negro, que entraron detrás de Paul. Madison fijó su incrédula mirada en uno de ellos: ¡Tanner!

Desgraciadamente, justo en aquel momento Christopher se volvió y vio a Paul sosteniendo la pistola. Tiró el teléfono al suelo y sacó su propia arma. Mientras apuntaba a los hombres, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

– ¡No! -gritó Madison y se abalanzó hacia él.

Si presionaba el dispositivo, mataría a su padre.

Christopher sacó el dispositivo, pero Tanner lo agarró por la muñeca y se la retorció de forma brutal. El dispositivo cayó al suelo. Madison corrió hacia él, a pesar de que Christopher la había agarrado. En alguna parte, detrás de ella, Madison oyó el sonido de la recámara de una pistola. Un segundo después, disparaban una bala detrás de su cabeza y mientras ella protegía el dispositivo con las manos, oyó a los hombres de Tanner reduciendo a Christopher. Cerró la caja del dispositivo y suspiró aliviada.