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– Madre, vuelve ahora mismo a casa, por favor -le decía yo.

– Cuatro manos siempre son mejor que dos -contestaba ella moviendo la cabeza.

– Pues si acabas enferma de agotamiento, no tendremos ni una sola, porque tendré que cuidar de ti.

Sólo así se fue, lentamente, a sentarse en el sendero del bancal y esperarme con Fengxia. Fengxia venía a hacerme compañía todos los días. Recogía muchas flores, las ponía junto a ella y me las iba enseñando una a una, preguntándome cómo se llamaban. Qué iba yo a saber.

– Pregunta a tu abuela -le decía yo.

– ¡Ten cuidado, no te lo vayas a clavar en un pie! -me decía mi madre, sentada en el sendero, al verme trabajar con el azadón.

Y cuando usaba la hoz, se preocupaba todavía más.

– ¡Fugui, no vayas a llevarte una mano con eso! -me decía una y otra vez.

Tener a mi madre allí, poniéndome en guardia todo el rato, no servía para nada. Yo tenía que trabajar rápido, así que era inevitable que me clavara el azadón o me hiciera algún corte en la mano. En cuanto me sangraba una mano o un pie, mi madre se volvía loca de angustia.

Venía corriendo bamboleándose con sus pies vendados y me paraba la hemorragia con un pegote de barro. Mientras, me cantaba las cuarenta de un tirón. En cuanto se ponía a regañarme se tiraba horas, y yo no podía responderle porque, si lo hacía, se me echaba a llorar.

Mi madre solía decir que el barro era sanísimo. No sólo hacía crecer los cultivos, también curaba. Yo llevo un montón de años poniéndome pegotes de barro en las heridas que me hago. Mi madre tenía razón; no hay que despreciar los pegotes de barro, porque lo curan todo.

Cuando estás tan cansado que te pasas días enteros sin fuerza, lo bueno es que no te pones a pensar en cualquier cosa. A partir de cuando arrendé las tierras de Long Er, nada más tumbarme en la cama me quedaba como un tronco, ronquido va, ronquido viene, no tenía tiempo para pensar en nada. Cuando lo recuerdo ahora, llevaba una vida dura y cansada, pero por dentro estaba tranquilo. Pensaba que al menos los Xu teníamos un pollito y que, si seguía trabajando así, en pocos años el pollito se convertiría en oca, y algún día los Xu volveríamos a ser ricos.

A partir de entonces, nunca más volví a vestir túnica de seda. Mi madre tejía el algodón basto de la ropa que llevaba. Al principio, me pareció muy incómoda, raspaba por todo el cuerpo; pero con el tiempo la llevé más a gusto. Hace unos días murió Wang Xi, el antiguo aparcero de mi casa. Me llevaba dos años. Antes de morir, ordenó a su hijo que me regalara su antigua ropa de seda: nunca olvidó que yo había sido el joven amo. Quería que yo, antes de morir, pudiera darme el lujo de llevar ropa de seda. Pero yo, que no soy digno de la bondad de Wang Xi, nada más ponerme su ropa de seda me la tuve que quitar de lo desagradable que me resultó: era tan suave y resbaladiza que parecía hecha de moco.

Al cabo de unos tres meses, vino Changgen, el antiguo peón de casa. Ese día estaba yo trabajando en el bancal, y mi madre y Fengxia estaban sentadas en el sendero. Changgen iba apoyándose en una rama seca, con la ropa hecha jirones, un hatillo en una mano y un cuenco resquebrajado en la otra. Se había hecho mendigo. Fengxia fue la primera que lo vio. Se levantó y lo llamó:

– ¡Changgen! ¡Changgen!

Al ver a ese hombre que desde niño se había criado en casa, mi madre corrió a su encuentro.

– Ama -dijo Changgen secándose las lágrimas-, echaba de menos al joven amo y a Fengxia, y he venido a verlos.

Changgen entró en el bancal y, al verme vestido de algodón basto y cubierto de barro, se echó a llorar a lágrima viva.

– ¡Joven amo! Pero ¿qué le ha pasado?

Cuando perdí toda la fortuna de mi familia, el que salió peor parado fue Changgen. Changgen había trabajado toda la vida en nuestra casa, lo justo habría sido que yo lo hubiera mantenido en su vejez. Pero al arruinarnos nosotros, él no tuvo más remedio que irse y vivir de la mendicidad.

Al ver su aspecto, se me encogió el corazón. De niño se pasaba el día llevándome a cuestas de aquí para allá, y de mayor nunca me acordé de él. Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera venir a vernos.

– ¿Estás más o menos bien? -le pregunté.

– Sí, más o menos -contestó frotándose los ojos.

– ¿No has encontrado casa donde colocarte? -le pregunté.

– A mis años -dijo él moviendo la cabeza-, ¿quién va a querer emplearme?

Al oírlo, por poco se me saltan las lágrimas. Sin embargo, Changgen no se lamentaba de su suerte; si lloraba era por mí.

– Joven señor, ¿cómo puede soportar vivir así? -preguntó.

Esa noche, Changgen la pasó en nuestro chamizo. Mi madre y yo estuvimos hablando de la posibilidad de que se quedara con nosotros, aunque entonces la vida sería todavía más difícil.

– Es igual -le dije a mi madre-, que se quede. Con que comamos dos bocados menos de arroz cada uno, será suficiente.

Ella asintió.

– Changgen es tan bueno… -dijo.

A la mañana siguiente, dije a Changgen:

– Changgen, es una suerte que hayas vuelto. Precisamente necesitaba ayuda. Quédate a vivir con nosotros.

Changgen me miró, echándose a reír. Se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.

– Joven amo, no tengo fuerzas para serle de ayuda. Su buena intención me basta -dijo.

Se dispuso a marcharse. Ni mi madre ni yo pudimos hacer nada para detenerlo.

– Déjenme ir, ya volveré por aquí a hacerles una visita -dijo.

Después todavía vino una vez. Trajo a Fengxia una pieza de seda roja para que se adornara el pelo. La había encontrado por ahí; la lavó y la guardó especialmente para traérsela a Fengxia. Luego ya no volví a verlo más.

Al arrendar las tierras de Long Er, me había convertido en su aparcero, de modo que ya no podía llamarlo por su nombre como antes; tenía que llamarlo «amo Long». Al principio, cuando me oía, hacía un gesto con la mano y me decía:

– Fugui, entre nosotros no hace falta tanta ceremonia.

Pero con el tiempo se fue acostumbrando. Cuando yo estaba trabajando en el bancal, venía de vez en cuando a intercambiar unas frases conmigo. Un día, andaba yo segando el arroz, con Fengxia detrás recogiendo las espigas, y se acercó pavoneándose.

– Fugui -me dijo-, voy a reformarme. No volveré a jugar nunca más. No hay rival para mí en la casa de juego, así que me retiro mientras las cosas me van bien, no sea que un día me arruine y acabe como tú.

– Sí, amo Long -dije respetuosamente, con una reverencia.

– ¿Esta mocosa es tuya? ¿Es tu cachorra?

– Sí, amo Long -volví a decirle con una reverencia.

Vi que Fengxia se había quedado como pasmada, con las espigas en la mano, mirando fijamente a Long Er.

– Fengxia -me apresuré a decirle-, saluda ahora mismo al amo Long.

Fengxia me imitó. Hizo una reverencia a Long Er y le dijo:

– Sí, amo Long.

A menudo me acordaba de Jiazhen y del hijo que llevaba dentro. Más de dos meses después de irse, mandó a un mensajero a decirme que había dado a luz, que era niño y que mi suegro le había puesto de nombre Youqing.

– ¿Cómo se apellida Youqing? -le preguntó en voz baja mi madre.

– Xu -contestó el mensajero.

Yo estaba en el campo. Mi madre vino muy agitada, corriendo con los pies torcidos, a anunciármelo. Antes de que acabara de contármelo, tuve que enjugarme las lágrimas. Al oír que Jiazhen me había dado un hijo, tiré el azadón para correr a la ciudad. A los pocos metros me detuve, pensando que si iba así a la ciudad a verlos a ella y al niño, mi suegro seguramente no me dejaría ni pasar del umbral.

– Madre, prepara tus cosas deprisa y ve a ver a Jiazhen y al niño -dije.

Mi madre no paraba de decir que iba a ir a la ciudad a ver a su nieto; pero pasaron unos días y no se había movido de casa. Yo tampoco me atreví a insistir. Según la costumbre de aquí, a Jiazhen se la había llevado su familia, y era su familia la que tenía que volver a traerla.