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– Si Youqing se apellida Xu, es que Jiazhen va a volver muy pronto -me dijo-. Jiazhen debe de estar muy débil todavía -añadió-, mejor que se quede un poco más en la ciudad. Tiene que recuperarse bien.

Jiazhen volvió cuando el niño cumplió seis meses. No vino en palanquín. Anduvo más de diez li con Youqing en una bolsa que llevaba a la espalda. Y así fue como Youqing, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la espalda de su madre, balanceándose, vino a conocer a su padre.

Jiazhen llevaba un vestido manchú de color rosa y un hatillo azul con flores blancas en la mano. Estaba preciosa. A cada lado del camino brillaban las flores de colza, doradas. Las abejas volaban zumbando de un lado a otro. Cuando Jiazhen llegó a la puerta del chamizo, no entró enseguida; se quedó allí, sonriendo a mi madre.

Mi madre estaba dentro, trenzando sandalias de esparto. Levantó la cabeza y vio a una mujer guapísima en la puerta. A contraluz, el cuerpo de Jiazhen resplandecía. Mi madre no la reconoció, ni vio a Youqing a su espalda.

– ¿Quién es usted, señorita? ¿A quién busca? -le preguntó.

Jiazhen se echó a reír de buena gana.

– Soy yo, soy Jiazhen -dijo.

En ese momento, Fengxia y yo estábamos en el bancal, la niña sentada en el sendero mirándome trabajar. Oí que me llamaban. Por la voz, parecía mi madre; pero al mismo tiempo era distinta.

– ¿Quién me llama? -pregunté a Fengxia.

La niña se volvió a mirar.

– Es la abuela -dijo.

Estiré el cuello y vi a mi madre, a la puerta del chamizo, inclinándose para gritar con fuerza mi nombre y, junto a ella, a Jiazhen, con su vestido rosa y Youqing en brazos.

En cuanto vio a su madre, Fengxia se puso en pie y salió corriendo. Yo me quedé en el arrozal, mirando a mi madre llamarme a voz en grito, con todas sus fuerzas, las manos apoyadas en las piernas para no caerse hacia delante. Fengxia corría demasiado deprisa, dando tumbos por el camino, hasta que por fin se precipitó sobre las piernas de Jiazhen, y ella, con Youqing en brazos, se agachó para abrazarla. Sólo entonces salí del arrozal. Mi madre seguía llamándome. A medida que me acertaba a ellas, la cabeza me iba dando más vueltas. Fui hasta Jiazhen, le sonreí. Ella se levantó y me miró fijamente un momento. Al ver mi aspecto miserable, bajó la cabeza y lloró en silencio.

A un lado, mi madre sollozaba.

– Ya te dije que Jiazhen era tu mujer, que nadie podría quitártela -decía.

Al volver Jiazhen, la familia estuvo al completo, y yo tuve ayuda en el campo. Empecé a querer de verdad a mi mujer. Eso me lo dijo Jiazhen, porque yo no me di cuenta.

– Siéntate en el sendero y descansa un rato -le decía.

Jiazhen era una señorita de la ciudad, de piel fina y carnes suaves. Verla hacer ese trabajo tan duro, como es natural, me enternecía. Cuando le decía que descansara, se echaba a reír, muy alegre.

– No estoy cansada -decía.

Mi madre decía que cuando uno vive contento no teme ni a la pobreza. Jiazhen se quitó el vestido manchú y empezó a vestir como yo, ropa de algodón basto. Cada día acababa tan cansada que apenas podía respirar, pero aun así siempre estaba risueña.

Fengxia era una buena niña. Habíamos pasado de vivir en una casa de ladrillo y teja a vivir en un chamizo, pero ella seguía igual de alegre que siempre, y tampoco hacía ascos al grano basto que comíamos. Al volver a casa su hermanito, se puso todavía más contenta. Ya no iba al campo a hacerme compañía, sólo pensaba en coger en brazos a su hermano.

¡Pobre Youqing! Su hermana, todavía, había podido tener cuatro o cinco años de buena vida. En cambio, él había pasado apenas seis meses en la ciudad antes de venir a sufrir conmigo. De quien menos digno he sido es de mi hijo.

Llevábamos viviendo así un año, cuando enfermó mi madre. Al principio sólo tenía vértigos; decía que cuando nos miraba nos veía borrosos. Yo no le di mucha importancia; pensé que era la edad, que era normal que perdiera vista. Pero un día, mi madre estaba encendiendo el fuego y, de repente, agachó la cabeza y se apoyó en la pared, como si se hubiera quedado dormida. Cuando Jiazhen y yo volvimos del campo, ella seguía así. Jiazhen la llamaba, pero ella no contestaba. Al sacudirla un poco con la mano, se deslizó por la pared y cayó al suelo. Asustada, Jiazhen me llamó a gritos. Cuando llegué a la cocina, mi madre volvió en sí. Nos miró fijamente un rato. Le preguntamos qué le había pasado, pero ella no contestó. Al cabo de un momento, sintió que algo olía a quemado y se dio cuenta de que era el arroz.

– ¡Ay! -exclamó por fin-. ¿Cómo he podido quedarme dormida?

Mi madre, toda agitada, quiso levantarse. Pero en cuanto empezó a incorporarse, las piernas le fallaron, y volvió a caer al suelo. Me apresuré a llevarla en brazos hasta la cama. Ella iba diciendo sin parar que se había quedado dormida, tenía miedo de que no la creyéramos.

– Ve a la ciudad a buscar un médico -me dijo Jiazhen.

Pero para hacer venir un médico se necesitaba dinero, así que no me moví. Jiazhen sacó de debajo del colchón dos yuanes de plata envueltos en un pañuelo. Al verlos se me encogió el corazón. Era dinero que había traído mi mujer de la ciudad, sólo quedaban esas dos monedas. Pero me preocupaba más la salud de mi madre, así que cogí el dinero. Jiazhen volvió a doblar cuidadosamente el pañuelo y lo guardó de nuevo debajo del colchón, antes de darme ropa limpia para que me cambiara.

– Me voy -dije a Jiazhen.

Ella no dijo nada. Me acompañó hasta la puerta. Di unos pasos y me volví a mirarla. Ella se retiró el pelo hacia atrás y me hizo una seña con la cabeza. Era la primera vez que me separaba de ella desde que había vuelto a casa. Me puse en camino hacia la ciudad, con mi ropa raída pero impecable, calzando sandalias de esparto hechas por mi madre. Fengxia estaba sentada en el suelo, junto a la puerta, con Youqing dormido en brazos. Al ver mi ropa tan limpia, me dijo:

– Padre, ¿no vas al campo?

Me fui a muy buen paso. En menos de una hora, ya estaba en la ciudad. Llevaba más de un año sin ir. Al entrar, sentí cierta zozobra. Temía encontrarme con algún conocido. Al verme con esa ropa raída, a saber qué dirían. Con quien más temía encontrarme era con mi suegro, no me atreví a pasar por la calle de su tienda y preferí dar un rodeo.

Conocía las habilidades de los pocos médicos que había en la ciudad. También sabía cuáles se ganaban la vida con malas artes y cuáles eran honrados. Bien pensado, lo mejor era ir a ver al doctor Lin, el de al lado de la tienda de sedas. Ese viejo era amigo de mi suegro y, por consideración hacia Jiazhen, seguramente nos haría un precio.

Cuando pasé delante de la mansión del gobernador del distrito, vi a un niño de puntillas, vestido de seda, tratando de alcanzar el picaporte. Tenía aproximadamente la edad de mi Fengxia, y pensé que podía ser hijo del gobernador, así que me acerqué a él.

– Espera, que te ayudo -le dije.

El niño asintió, sonriendo. Empuñé el picaporte y di varios golpes con fuerza.

– ¡Ya va! -dijo alguien de dentro.

Entonces, el niño me dijo:

– ¡Corre, vámonos!

Antes de que yo llegara a entender algo, el niño se había escapado, pegado a la pared. Un hombre vestido de sirviente abrió la puerta y, en cuanto vio mi ropa, me echó de un empujón sin decir ni una palabra. Como no me lo esperaba, di un traspié y caí del escalón. Mientras trataba de levantarme, pensé: «Vamos a dejarlo», pero el tipo bajó y me dio una patada.

– ¡Mira que andar pidiendo sin fijarse ni en dónde llama!

Me puse hecho un basilisco y lo insulté.

– ¡Antes roería los huesos podridos de tus muertos que pedirte a ti nada, cabrón!

Se abalanzó sobre mí y me empezó a pegar. Recibí un puñetazo en la cara, y él una patada. Estuvimos peleándonos en medio de la calle. El puñetero era un cobarde. Viendo que no podría conmigo a puñetazos, intentó darme patadas en la entrepierna. Yo, por mi parte, me lié a dárselas en el culo. Ninguno de los dos sabía pelear, y cuando llevábamos un rato, oímos una voz exclamar: