– ¡Menudo espectáculo! ¡Estos animales peleándose, qué cosa más grotesca!
Paramos de golpearnos y nos giramos: había allí una tropa de soldados del Guomindang, con el uniforme ocre y unos diez cañones en carros tirados por caballos. El que acababa de hablar llevaba una pistola al cinto, era un oficial. El sirviente era un zorro y, nada más ver al oficial, se puso a hacerle reverencias.
– Señor oficial, je, je, je, señor oficial…
– ¡Menudo par de burros! ¡Ni siquiera sabéis pelear! ¡A tirar de los cañones! -dijo haciéndonos señas con la mano.
Al oírlo, se me pusieron los pelos de punta. El hombre iba a reclutarme a la fuerza. El sirviente también se puso nervioso.
– Señor oficial -dijo adelantándose unos pasos-. Soy de la casa del gobernador de este distrito.
– Un hijo de gobernador con más razón tiene el deber de luchar por la patria.
– No, no -dijo el sirviente asustado-. No soy el hijo. Ni muerto me atrevería. Mi capitán, soy sirviente del gobernador.
– ¡Me cago en la puta! ¡Soy comandante!
– ¡Sí, mi comandante! Soy sirviente del gobernador.
Todo lo que dijera era inútil. Es más, irritaba al comandante, que le cruzó la cara de un tortazo.
– ¡Basta de idioteces, me cago en la puta! ¡A tirar de los cañones! ¡Y tú también! -añadió al verme.
No tuve más remedio que obedecer, así que agarré las riendas de un caballo y me puse a seguirlos, pensando que tarde o temprano tendría ocasión de escapar. El sirviente seguía suplicando al comandante. Al cabo de un rato, el comandante cedió.
– Está bien, está bien. Vete, anda, que me tienes hasta las narices.
El sirviente se llevó una alegría tremenda, parecía a punto de echarse al suelo para postrarse ante el comandante, pero no, se limitó a frotarse las manos delante del comandante.
– ¡Que te largues de una puta vez! -gritó el comandante.
– Me largo, me largo. Me largo ahora mismo -dijo el sirviente.
El sirviente dio media vuelta y se alejó. En ese momento, el comandante se sacó la pistola del cinto, levantó el brazo y apuntó hacia el sirviente cerrando un ojo. El sirviente dio unos diez pasos y se volvió a mirar. Al ver lo que pasaba, se quedó allí pasmado de miedo, sin moverse, como un gorrión de noche, dejando que el comandante apuntara.
– ¡Camina, camina! -le dijo el comandante.
El sirviente cayó -pumba- de rodillas al suelo.
– ¡Comandante! ¡Comandante! ¡Comandante! -gritó gimoteando.
El comandante disparó. No le dio, pero la bala hizo saltar una piedrecita que le hirió en la mano, y sangró.
– ¡Levántate! ¡Levántate! -le ordenó el comandante haciéndole señas con la pistola.
El sirviente se levantó.
– ¡Camina! ¡Camina! -repitió el comandante.
El sirviente se echó a llorar desconsolado.
– ¡Mi comandante, tiraré del cañón! -dijo tartamudeando.
El comandante volvió a levantar el brazo y apuntó de nuevo hacia él.
– ¡Camina! ¡Camina!
Como si lo hubiera entendido de repente, el sirviente dio media vuelta y puso pies en polvorosa. Cuando el comandante hizo el segundo disparo, él acababa de meterse en una callejuela. El comandante se puso a echar pestes mirando la pistola.
– ¡Me cago en la puta! Me he equivocado de ojo.
El comandante dio media vuelta y me vio ahí atrás parado. Fue hacia mí pistola en mano y me puso el cañón en el pecho.
– Vete tú también.
Me temblaban las piernas como a un condenado, pensando que esta vez, aunque cerrara los ojos, me mandaría al Cielo del Oeste [11] de un balazo.
– Tiraré del cañón, tiraré del cañón -dije de un tirón.
Con la mano derecha tirando de la cuerda y aferrando con la izquierda los dos yuanes de plata de Jiazhen que llevaba en el bolsillo, salí de la ciudad. Al ver en el campo otros chamizos parecidos al mío, agaché la cabeza y lloré.
Seguí a esa división de artillería, cada vez más lejos. Al cabo de un mes y pico llegamos a Anhui. Los primeros días, sólo pensaba en huir. Pero no era yo el único que quería huir. Cada dos días, en la división había un par de caras conocidas menos. Yo pensaba que igual habían conseguido escapar, y se lo pregunté a un viejo soldado llamado Lao Quan.
– De aquí no se escapa nadie -me dijo.
Me preguntó si de noche, cuando todo el mundo dormía, no había oído algún disparo, y le dije que sí.
– Eso era que disparaban a los desertores. Los que tienen mucha suerte y no mueren, los acaba atrapando otra división.
Lo que dijo Lao Quan me heló el corazón. Lao Quan me contó que, en la guerra de resistencia contra Japón, había sido reclutado a la fuerza. Durante el traslado hacia Jiangxi, se escapó. Pero a los pocos días se lo llevó la unidad que iba hacia Fujian. Estuvo de soldado más de seis años, pero no luchó ni una sola vez contra los japoneses, sólo contra la guerrilla comunista. Durante todo ese tiempo, trató de huir siete veces, y siempre caía en manos de otra unidad. La última vez que lo intentó, cuando ya sólo le quedaban algo más de cien li para llegar a su casa, se topó con esa división de artillería. Lao Quan dijo que ya no pensaba escapar.
– Acabé harto de huir -explicó.
Después de cruzar el Changjiang, también desistí de escapar. Cuanto más me alejaba de casa, menos valor tenía para huir. En nuestra división había una decena de soldados de unos quince o dieciséis años. Había un chaval que se llamaba Chunsheng y era de Jiangsu. No paraba de preguntarme si íbamos hacia el norte para luchar en el frente. Yo le decía que sí. En realidad, yo tampoco lo sabía, pero pensaba que cuando se es soldado no hay tu tía, hay que luchar. Chunsheng y yo nos tomamos cariño. Siempre estaba a mi lado.
– ¿Nos matarán? -me preguntaba cogiéndome el brazo.
– No lo sé -decía yo.
Al decirlo, a mí también me venía congoja. Una vez que cruzamos el Changjiang, empezamos a oír disparos y cañonazos. Al principio, lejanos. Pero cuando llevábamos un par de días avanzando, los disparos se fueron oyendo cada vez más cerca. Entonces llegamos a un pueblo. No se veía ni un solo animal, y no digamos personas. El comandante de la división nos ordenó montar los cañones, y supe que esta vez sí que íbamos a luchar. Alguien fue a preguntar al comandante:
– Mi comandante, ¿dónde estamos?
– ¿A mí me preguntas? ¿Y a quién coño pregunto yo?
Ni el comandante sabía dónde estábamos; el pueblo estaba totalmente desierto; miré a mi alrededor y, aparte de los árboles pelados y de unos cuantos chamizos, no había nada. Al cabo de dos días, fue habiendo cada vez más militares de uniforme ocre. Por todas partes iban yendo y viniendo tropas, una tras otra. Todas acamparon cerca de nosotros. Pasaron un par de días más, y aún no habíamos disparado un solo cañonazo.
– Estamos rodeados -anunció el comandante.
Los rodeados no sólo éramos nosotros, los de nuestra división. Había más de cien mil hombres del ejército nacional rodeados en un espacio de sólo veintipico li a la redonda. Estaba todo lleno de uniformes ocres, parecía una feria.
En esos momentos, Lao Quan estuvo muy animado. Se pasaba el rato sentado sobre un montón de tierra junto a un túnel, fumando, mirando a esos soldados de piel curtida yendo y viniendo, saludando de vez en cuando a alguno de ellos. Conocía a muchísima gente. Había estado por todas partes, viviendo al día en siete unidades distintas. Él y unos cuantos viejos conocidos suyos se contaban chistes verdes y se desternillaban de risa; preguntaban por otros, y yo los oía decir que habían muerto, o que los habían visto hacía poco. Lao Quan nos dijo a Chunsheng y a mí que esos hombres, en su momento, se habían fugado con él. Mientras nos contaba eso, alguien lo llamó.