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– Tiene narices que me muera sin saber ni dónde -lo oí decir con voz cascada.

Poco después de decir esto, murió. Cuando dejó caer la cabeza hacia un lado, Chunsheng y yo supimos que estaba muerto y nos miramos un buen rato. Chunsheng fue el primero en llorar. Al verlo no pude reprimirme más y lloré con él.

Luego vimos al comandante de la división, vestido de paisano, con fajos de billetes de banco en los bolsillos y un hatillo en la mano, dirigiéndose hacia el oeste. Supimos que quería huir del peligro. Los fajos de billetes que llevaba forrando su ropa le daban andares bamboleantes de vieja gordinflona.

– ¡Mi comandante! ¿Vendrá a salvarnos el presidente del consejo Chiang Kai-shek? -le preguntaron a voces dos niños soldados.

– ¡Seréis panolis! -contestó el comandante volviéndose hacia ellos-. ¡Tal como está la cosa, aquí no vienen a salvaros ni vuestras madres! ¡Mejor sálvese quien pueda!

Un viejo soldado le pegó un disparo, pero no le dio. Al oír la bala que pasó silbando a su lado, el comandante, echando por los suelos toda su marcialidad de antes, abrió de repente las piernas y puso pies en polvorosa. Mucha gente empuñó el fusil y se puso a dispararle. Berreando como un niño, dando saltos y brincos para esquivar las balas, el comandante se alejó corriendo por la nieve.

Los cañonazos y tiros llegaron hasta delante de nuestras narices, hasta veíamos las siluetas de los que disparaban, tambalearse en la humareda de pólvora y desplomarse. Calculé que no llegaría vivo a mediodía, que en algún momento hasta entonces me tocaría a mí morir. Llevábamos más de un mes malviviendo en medio de tiros y cañonazos, así que la muerte ya no me daba mucho miedo. Sólo me parecía que morir así, sin que nadie se enterara, era una auténtica lástima; mi madre y Jiazhen no sabrían siquiera dónde habría muerto.

Miré a Chunsheng. Tenía una mano puesta sobre el cuerpo de Lao Quan y me miró también con abatimiento. Llevábamos varios días comiendo arroz crudo, y a Chunsheng se le había hinchado la cara.

– Quiero comer tortas -dijo pasándose la lengua por los labios.

En esa situación, ya no importaba vivir o morir. Si antes de morir lograbas comer una torta, podías darte con un canto en los dientes. Chunsheng se levantó. Yo ya no me molesté en decirle que tuviera cuidado con las balas.

– Igual fuera queda alguna torta -dijo mirándome-. Voy a ver.

Chunsheng salió del túnel sin que yo hiciera nada por impedirlo. Al fin y al cabo, íbamos a morir antes de mediodía, de modo que, si el chaval conseguía comer una torta antes, mejor para él. Lo vi alejarse, abatido, pasando sobre los cuerpos. Dio unos pasos y me miró.

– No te vayas -me dijo-. En cuanto encuentre tortas, vuelvo.

Cabizbajo y con los brazos colgando, entró en la espesa humareda que teníamos delante. El aire estaba saturado de olor a quemado y a pólvora. Cuando te entraba en la garganta o en los ojos, era como si tuvieras grava ahí metida.

Antes de mediodía, todos los supervivientes que había en los túneles fuimos hechos prisioneros. Cuando llegaron corriendo los del Ejército de Liberación, uno de ellos, un viejo soldado, nos hizo poner las manos en alto. Estaba tan nervioso que tenía la cara morada al ordenarnos que no tocáramos las armas que teníamos a nuestro lado, por miedo a que, si se daba el caso, acabara él tan muerto como nosotros. Un soldado comunista no mucho mayor que Chunsheng me apuntó con el cañón negrísimo de su fusil. El corazón me dio un vuelco. Pensé que esta vez iba a morir de verdad. Pero no disparó. Me estaba ordenando algo. Cuando oí que me decía que saliera, el corazón se puso a palpitarme con fuerza: volvía a tener alguna esperanza de vida.

– Baja las manos -me dijo.

Obedecí, y mi alma en vilo se relajó. Toda una fila de más de veinte prisioneros emprendimos bajo su única custodia el camino hacia el sur. Al poco rato nos incorporamos a un grupo mayor de prisioneros. Por todas partes se elevaban densas humaredas hacia el cielo. Todas iban dirigiéndose hacia un mismo sitio. El suelo estaba lleno de baches y charcos, cubierto de cadáveres y de restos de cañones y armas destrozados por las bombas. Los camiones militares, carbonizados, seguían crepitando. Después de andar un rato, vimos venir del norte una veintena de soldados comunistas en fila india, cargando con palancas cuévanos de panecillos blancos, cocidos al vapor, calientes y humeantes, que nos hicieron salivar.

– Poneos en fila -dijo un oficial que nos vigilaba.

¡Quién iba a decir que nos traían comida! ¡Qué bien si hubiera estado allí Chunsheng! Miré a lo lejos, sin saber si el crío seguía vivo o había muerto. Formamos una veintena de filas y, uno tras otro, recibimos dos panecillos cada uno. Nunca había oído a tanta gente comiendo junta. Hacíamos más ruido que varios centenares de cerdos masticando. Todos comíamos demasiado deprisa, algunos se pusieron a toser como locos, cada vez más fuerte. Uno que estaba a mi lado tosía más que ninguno, con las manos en el vientre y lágrimas de dolor corriéndole por la cara. Otros, los más, se atragantaban. Levantaban la cabeza mirando al cielo fijamente, sin moverse.

A la mañana siguiente, nos reunieron en un terreno y nos hicieron sentarnos ordenadamente en el suelo. Teníamos delante dos mesas y un tipo con pinta de oficial que nos habló. Primero nos explicó el cómo y el porqué de la liberación de todo el país. Luego nos anunció que los que quisiéramos unirnos al Ejército de Liberación, que nos quedáramos sentados; y que los que quisiéramos volver a casa, nos pusiéramos en pie y fuéramos a recoger el dinero para el viaje.

Al oír que podíamos volver a casa, me empezó a latir el corazón -pupum, pupum, pupum-. Pero, al ver que el oficial llevaba una pistola en el cinto, me entró miedo. Pensé: «¿Cómo va a ser verdad?» Muchos se quedaron sentados sin moverse. Algunos se levantaron y fueron realmente hasta la mesa a recoger dinero para el viaje de vuelta. El oficial los estuvo mirando todo el rato. Después de recoger el dinero, recibieron un salvoconducto. Luego se pusieron en camino. Yo tenía el corazón en un puño, estaba seguro de que el oficial ese iba a desenfundar la pistola y se los iba a cargar, igual que nuestro comandante de división. Pero, cuando ya estaban lejos, el oficial siguió sin sacar la pistola. Entonces me entró una agitación tremenda: veía que el Ejército de Liberación nos dejaba de verdad volver a casa. Con todo lo que había vivido, ya sabía lo que era la guerra. Me dije a mí mismo que nunca más iría a la guerra, que volvería a casa. Así que me puse en pie, fui hasta el oficial y, después de caer de rodillas ante él, me eché a llorar a lágrima viva. Pensaba decirle que quería volver a casa, pero las palabras se transformaban según me llegaban a la boca.

– ¡Mi comandante! ¡Mi comandante! ¡Mi comandante…! -grité una y otra vez.

No fui capaz de decir nada más. El oficial me ayudó a levantarme y me preguntó qué quería decirle. Yo seguí llamándolo «mi comandante», llorando.

– Es coronel -me sopló un soldado.

Eso me dejó helado de espanto. Pensé: «Estás perdido.» Pero oí a los prisioneros que estaban sentados estallar a carcajadas, y luego vi al coronel riendo también.

– ¿Qué quieres decirme? -repitió.

Sólo entonces me calmé.

– Quiero volver a casa -le dije.

El Ejército de Liberación me dejó volver a casa, y encima me dio dinero. Me encaminé a toda prisa hacia el sur. Cuando tenía hambre, compraba una torta de sésamo con el dinero que me había dado el Ejército de Liberación. Si me entraba sueño, buscaba algún sitio más o menos llano y me tumbaba a dormir. Echaba muchísimo de menos a mi familia. Sólo de pensar que en esta vida iba a volver a ver a mi madre y Jiazhen, y a mis hijos, que íbamos a poder estar todos juntos, lloraba y reía mientras corría como un loco hacia el sur.

Cuando llegué al Changjiang, la orilla sur aún no había sido liberada, y el Ejército de Liberación se disponía a cruzar el río. No pude pasar, y me demoré allí varios meses. En vista de eso, me puse a buscar por todas partes algún trabajo que hacer, para no morir de hambre. Yo sabía que en el Ejército de Liberación necesitaban remeros. Como, cuando era rico, remar me parecía divertido, había aprendido. Más de una vez pensé en enrolarme en el Ejército de Liberación como remero, para ayudarles a cruzar el Changjiang. Ellos se habían portado bien conmigo, y tenía ganas de agradecérselo. Pero me daba terror ir a la guerra y no volver a ver a los míos. Por Jiazhen y los demás, me dije a mí mismo: «Pues no lo agradeceré. Me limitaré a recordar lo que hicieron por mí.»