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– No se preocupe -me dijo el hombre, sonriendo-, la trataré bien.

Luego tiró de la mano de Fengxia, y se fueron. Mientras se alejaba de la mano del hombre, Fengxia estuvo todo el rato volviéndose hacia mí, mirándome, cada vez más lejos, hasta que dejé de ver sus ojos y, al cabo de un rato, ya no vi ni siquiera su brazo levantarse para secarse las lágrimas. En ese momento, yo ya no pude aguantar más, bajé la cabeza y me eché a llorar. Cuando vino Jiazhen, le dije resentido:

– Te dije que no los dejaras venir, y tú vas y les dices que vengan a verme.

– No he sido yo -dijo ella-, ha sido Fengxia.

Cuando se fue Fengxia, Youqing dejó de trabajar. Al principio, cuando se la llevaron, el niño se quedó como pasmado, sin saber qué pasaba, hasta que Fengxia estuvo lejos. Sólo entonces se rascó la cabeza y volvió despacito a casa. Lo vi mirando hacia aquí varias veces, pero no vino a preguntarme nada. Cuando él estaba todavía en el vientre de Jiazhen ya recibió mis golpes, así que, cuando me veía, me tenía miedo.

A la hora de comer, al no ver a Fengxia en la mesa, Youqing apenas comía. Nos miraba a mí y a Jiazhen una y otra vez.

– Come, anda -le dijo una vez Jiazhen.

Él dijo que no con la cabecita.

– ¿Y mi hermana?

– Que comas -le decía Jiazhen sin mirarlo.

Y el mocoso, así, sin más, soltó los palillos.

– ¿Cuándo vuelve mi hermana? -preguntó a su madre.

Al irse Fengxia, yo ya estaba hecho un lío. Pero viendo cómo se ponía Youqing, di un manotazo en la mesa.

– ¡Fengxia no va a volver!

Youqing dio un respingo del susto que se llevó. Pero, al ver que se me había pasado el enfado, hizo un mohín y bajó la cabeza.

– Quiero que venga mi hermana.

Entonces, Jiazhen le explicó que habíamos entregado Fengxia a otra familia para ahorrar dinero y mandarlo a la escuela. Al oírlo, Youqing se puso a llorar a lágrima viva.

– ¡No quiero ir a la escuela! ¡Quiero a mi hermana! -decía entre sollozos.

No le hice caso. Pensé que era preferible dejarlo llorar todo lo que quisiera. No esperaba que volviera a repetir:

– ¡No quiero ir a la escuela!

Se me nubló el entendimiento.

– ¿Qué coño lloras? -le grité.

Youqing se calló del susto, encogiéndose hacia atrás. Pero, al ver que yo seguía comiendo, se bajó del taburete, se fue hasta el rincón y gritó:

– ¡Quiero a mi hermana!

Supe que esa vez no me quedaría más remedio que darle un azote. Cogí la escoba de detrás de la puerta.

– ¡Date la vuelta!

Youqing miró a Jiazhen y, obediente, se volvió y apoyó las manos contra la pared.

– ¡Bájate los pantalones!

Youqing miró a Jiazhen y, después de bajarse los pantalones, la miró de nuevo. Viendo que su madre no venía a defenderlo, se puso nervioso.

– Padre, no me pegues -dijo encogiéndose cuando levanté la escoba.

Al oírlo, se me ablandó el corazón. Al fin y al cabo, Youqing no había hecho nada malo: lo había criado su hermana, la quería y la echaba de menos.

– Ve a comer, anda -le dije dándole unas palmadas en la cabeza.

Al cabo de dos meses, llegó el momento de mandarlo a la escuela. Cuando se llevaron a Fengxia, ella llevaba un buen vestido. En cambio, Youqing tuvo que ir a clase con sus harapos de siempre, y eso disgustaba mucho a su madre. Jiazhen se puso en cuclillas delante de él, tirando de aquí, alisando allá.

– Mira que no tener ropa decente… -me dijo.

De repente, Youqing volvió a decir:

– No voy a la escuela.

Habían pasado dos meses. Yo creía que el niño ya habría olvidado lo de Fengxia. Pero justo el día de ir a clase volvió con la misma canción. Esta vez no me enfadé. Le expliqué con buenas palabras que habíamos entregado a Fengxia a otra familia precisamente para que él pudiera ir a la escuela y que la única manera que tenía él de no defraudar a su hermana era estudiando como es debido. Pero él se obstinó.

– ¡Que no voy a la escuela! -exclamó mirándome a la cara.

– ¿Andas buscando una paliza otra vez?

Ni corto ni perezoso, dio media vuelta y se metió en casa pisando con fuerza.

– ¡Aunque me mates a palos, no iré a la escuela!

Pensé que ese niño lo que quería era un buen azote, así que fui por la escoba. Jiazhen me detuvo.

– No le hagas daño -dijo en voz baja-, dale lo justo para asustarlo, no le des de verdad.

Cuando entré, Youqing ya estaba encima de la cama, con los pantalones por las rodillas y el culito al aire, esperando mis golpes. Pero al verlo así no tuve valor para pegarle y preferí amenazarlo de palabra.

– Todavía estás a tiempo de ir a la escuela.

– ¡Quiero a mi hermana! -chilló.

Le di un primer azote en el culo.

– ¡No me ha dolido! -dijo tapándose la cabeza con las manos.

Le di otro golpe.

– ¡No duele!

El niño me estaba obligando a pegarle. Me sacó de mis casillas. Le di con fuerza y, esta vez, no lo aguantó y se echó a llorar. Yo no le hice ni caso y seguía golpeándolo con fuerza. Youqing era pequeño; al cabo de poco, ya no pudo soportar más.

– ¡Padre, no me pegues! ¡Iré a la escuela!

Youqing era un buen niño. El primer día de escuela, cuando volvió a casa a mediodía, se estremeció al verme. Creí que era por el miedo que me había cogido esa mañana cuando le pegué, así que le pregunté muy cariñoso qué tal le había ido en clase. Él bajó la cabeza y masculló un «bien». Durante la comida, me estuvo mirando todo el rato con cara de espanto. Me sentí fatal, pensando que esa mañana me había pasado. Cuando ya faltaba poco para acabar la comida, volvió a hablar.

– Padre -me dijo-. El maestro me ha pedido que os lo diga yo. El maestro me ha regañado por moverme todo el rato en el banco y no estudiar bien.

Al oírlo, me llevaron los demonios: ¡habíamos dado a Fengxia a otra familia, y él no estudiaba! Di un golpe en la mesa con el cuenco, y él se puso a llorar.

– Padre -me dijo entre lágrimas-, es que me dolía tanto el culo que no podía sentarme quieto.

Inmediatamente le bajé los pantalones. Tenía el culo todo lleno de moratones de la paliza de la mañana, ¿cómo iba a quedarse sentado el pobre? Al ver a mi hijo así, tan tembloroso, se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron las lágrimas.

Apenas unos meses después de que se la llevaran, Fengxia volvió. Fue una noche, muy tarde. Estábamos Jiazhen y yo acostados, y oímos llamar a la puerta, primero un golpecito muy flojo, luego otros dos más fuertes. Pensé «¿Quién será, a estas horas?» y me levanté a abrir. Al ver que era Fengxia, olvidé que era sorda y le dije:

– ¡Fengxia! Pasa, hija.

Al oírme, Jiazhen se levantó corriendo de la cama y vino descalza a la puerta. Hice entrar a Fengxia, y Jiazhen la abrazó con fuerza llorando a lágrima viva. Yo la aparté suavemente y le dije que no se pusiera así.

Fengxia tenía el pelo y la ropa empapados de rocío. La llevamos hasta la cama para que se sentara. Me agarró de la manga y a Jiazhen de la ropa, llorando y sollozando hasta quedar sin resuello. Jiazhen quiso ir por una toalla para secarle el pelo, pero Fengxia se negó a soltarla, de modo que la madre sólo pudo pasarle la mano por la cabeza. Sólo un buen rato después dejó de llorar y me soltó. Le cogí las dos manos para mirarlas bien, no fuera que en esa casa la hubieran obligado a trabajar como una mula. Pero por mucho que miré no vi nada especial, porque esos callos tan gruesos ya los tenía cuando vivía con nosotros. Le miré la cara y tampoco vi ninguna herida ni cicatriz. Eso me tranquilizó un poco.

Cuando Fengxia tuvo el pelo seco, Jiazhen la ayudó a desvestirse y la puso a dormir con Youqing. Una vez acostada, mi hija estuvo mirando a Youqing y sonrió furtivamente, antes de cerrar ella los ojos. Youqing se volvió en sueños y le puso una mano encima de la boca, como si le estuviera dando una bofetada. Cuando se quedó dormida, Fengxia parecía un gatito, tan buenecita y tranquila, sin movérsele ni un pelo.