– ¿Cuántos nombres tiene este buey? -pregunté al anciano, que se aproximaba.
Se detuvo, apoyado en el arado, y me examinó de arriba abajo.
– Eres de la ciudad, ¿no? -preguntó.
– Sí -asentí.
– Lo he visto a la primera -dijo, ufano.
– Bueno, pero ¿cuántos nombres tiene este buey? -dije.
– Se llama Fugui, sólo tiene un nombre -respondió.
– Pues hace un momento ha usado usted varios.
– ¡Ah, ya! -dijo el anciano riendo con alegría.
Me hizo señas de que me acercara, con aire misterioso. Cuando estuve a su lado, abrió la boca para hablar, pero al ver que el buey erguía el testuz se interrumpió para regañarlo.
– ¡No andes fisgoneando! ¡Baja la cabeza!
Y efectivamente el buey bajó la cabeza.
– No quiero que sepa que trabaja solo -me contó el anciano en voz baja-. Por eso digo otros nombres, para engañarlo. Así, al oír que hay otros bueyes trabajando, no se me enfada, y además trabaja con más ánimo.
Bajo el sol, el anciano reía lleno de vida. Las arrugas de su rostro renegrido se movían de regocijo, llenas de barro incrustado, entrecruzándose como los senderos que separaban los bancales.
Luego el anciano se sentó bajo el árbol frondoso. En esa tarde saturada de sol, me contó su vida.
Hace más de cuarenta años, mi padre iba y venía por aquí a sus anchas, con su túnica de seda negra y las manos siempre a la espalda.
– Voy a dar una vuelta por mis tierras -le decía a mi madre al salir de casa.
Cuando mi padre andaba por su finca, los aparceros que estaban trabajando, nada más verlo, sujetaban con las dos manos el azadón para saludarlo con todo respeto.
– Amo…
Cuando iba a la ciudad, la gente lo llamaba «señor». Mi padre era un hombre de alta categoría, pero a la hora de cagar era igual que los pobres. No le gustaba cagar en la habitación, en el bacín de al lado de la cama, prefería hacerlo en el campo raso, como el ganado. Cada día, al atardecer, salía de casa, echando eructos que sonaban como cuando croan las ranas, y se iba despacio, despacio, hacia las tinajas de estiércol que había en la entrada del pueblo.
Cuando llegaba a las tinajas, como le daba asco la suciedad de los bordes, se encaramaba encima de una y se ponía en cuclillas. Mi padre era mayor, y a la mierda, que envejecía con él, le costaba salir; así que nosotros, desde casa, oíamos los gritos de dolor que pegaba allá en la entrada del pueblo.
Mi padre llevaba varias décadas cagando así, y a los sesenta y tantos todavía era capaz de encaramarse a la tinaja del estiércol y quedarse allí en cuclillas un buen rato. Tenía las piernas tan fuertes como las garras de los pájaros. Le gustaba mirar cómo el cielo se iba oscureciendo poco a poco, hasta cubrir por completo sus campos. Cuando mi hija Fengxia tenía tres o cuatro años, iba mucho a la entrada del pueblo a ver cagar a su abuelo. Mi padre, a fin de cuentas, era mayor, y de tanto quedarse en cuclillas encima de la tinaja le temblaban un poco las piernas.
– Abuelo, ¿por qué te mueves así? -le preguntaba Fengxia.
– Es el viento -le decía él.
En aquellos tiempos, la situación económica de nuestra familia todavía no era mala. Los Xu teníamos más de cien mu [3] de tierra: todo lo que ves de aquí hasta las chimeneas de esa fábrica era nuestro. Mi padre y yo éramos el señorón y el señorito, conocidos en todas partes. Cuando íbamos andando, nuestros zapatos de suela herrada sonaban como monedas entrechocándose. Mi mujer, Jiazhen, era hija del tratante de arroces de la ciudad. Ella también era de familia rica. Cuando una mujer rica se casa con un hombre rico, se juntan dos fortunas, y el dinero -cataclín, cataclín- corre que da gusto. Hace ya cuarenta años que no oigo ese sonido.
Yo era el inútil de la familia Xu. Por decirlo como mi padre, era un bastardo.
Estudié unos años en la escuela privada. Lo que más me gustaba era cuando el maestro, con su túnica larga, me mandaba leer en voz alta. Entonces yo me levantaba, con el Texto de los mil caracteres [4] en la mano, encuadernado a la antigua, y decía al maestro:
– Escúchame bien, chaval, que tu padre te va a leer un trozo.
Y mi maestro, que tenía más de sesenta años, le decía a mi padre:
– No cabe duda de que el joven amo tiene todas las papeletas para, de mayor, ser un mangante de tomo y lomo.
Desde pequeño no tuve remedio, eso lo decía mi padre. El maestro de casa decía que yo era como la madera podrida, imposible de tallar. Ahora, cuando lo pienso, veo que tenían razón, pero al principio no me lo parecía. Pensaba que yo era rico, que era la única vara de incienso de la familia Xu, su único descendiente, y que, si me apagaba, el linaje de los Xu quedaría sin posteridad.
Yo nunca iba a la escuela a pie, me llevaba a cuestas uno de los peones de mi casa. Y, cuando salía de clase, él ya estaba allí, respetuosamente agachado y en cuclillas. Entonces yo me subía a su espalda y le daba unas palmadas en la cabeza.
– ¡Changgen, a correr! -le decía.
Y el peón Changgen echaba a correr. Yo iba tambaleándome como un gorrión en la punta de una rama.
– ¡Vuela! -le ordenaba.
Y Changgen se ponía a dar saltos, para dar la impresión de que volaba.
Ya de adulto, me gustaba ir de picos pardos a la ciudad. A menudo me pasaba diez o quince días sin volver a casa. Iba vestido de seda blanca, con el pelo pringoso de brillantina, liso y reluciente. Cuando me ponía delante del espejo y me veía así, con la cabeza toda barnizada de negro, me parecía que tenía la pinta de un ricachón.
Me gustaba andar metido en burdeles y oír a esas mujerzuelas que se pasaban la noche de cháchara y risitas. Escucharlas daba tanto gusto como cuando te rascas donde te pica. El hombre, una vez que es capaz de pasarse el día de putas, ya no puede evitar darse al juego. Ir de putas y apostar son tan inseparables como el brazo y el hombro. Con el tiempo fui prefiriendo el juego, y lo de ir de putas ya sólo lo hacía para relajarme un poco, igual que cuando bebes mucha agua y tienes que aliviarte o, hablando en plata, tienes que mear. En cambio, el juego era completamente diferente. Me divertía y, al mismo tiempo, me ponía muy tenso. Pero sobre todo era esa tensión lo que me daba un bienestar indescriptible.
Antes me pasaba la vida rascándome la barriga, todo el día apático. Por las mañanas, al despertarme, mi única preocupación era cómo iba a matar el tiempo ese día. Mi padre no paraba de quejarse y me regañaba por no haber honrado a los antepasados. Yo pensaba que honrar a los antepasados tampoco era algo que sólo pudiera hacer yo, y decía para mis adentros: «¿A santo de qué no voy a poder yo disfrutar de la vida por pensar en latazos como honrar a los antepasados?» Además, mi padre, de joven, era igual que yo. Los ancestros de mi familia tenían más de doscientos mu de tierra. Cuando llegaron a sus manos, empezó a tirar la casa por la ventana, y enseguida los doscientos se quedaron en cien.
– Tú tranquilo, hombre, que ya honrará mi hijo a los antepasados -le dije un día.
Siempre hay que dejar algo bueno a la siguiente generación, ¿no? Al oírlo, mi madre se echó a reír y me contó en secreto que mi padre, de joven, había dicho exactamente lo mismo a mi abuelo. Así que yo pensé: «¡Claro, ahí está! Se empeña en que haga yo lo que él fue incapaz de hacer, ¿cómo voy a aceptarlo?»
En esa época, mi hijo Youqing aún no había nacido, y mi hija Fengxia acababa de cumplir cuatro años. Jiazhen estaba embarazada, de seis meses y, como es natural, estaba más bien feúcha. Andaba como si fuera sujetando un panecillo con la entrepierna, con los pies hacia fuera en lugar de hacia delante, y yo le tomé manía.