– Ya la traigo yo -dije-, ya la traigo yo.
Saqué la olla y la puse en el suelo. Dos jóvenes levantaron sus azadas y la destrozaron. En apenas tres o cuatro golpes, una olla en muy buen uso quedó hecha añicos. Jiazhen estaba a un lado, mirando, y le dio tanta lástima que se le saltaron las lágrimas.
– Ahora que la habéis roto -le dijo al jefe de equipo-, ¿cómo comeremos?
– En la cantina -contestó él señalando con la mano-. Hemos hecho una en el pueblo. Rotas las ollas, ya nadie tiene necesidad de cocinar en casa. Así ahorramos fuerzas para avanzar hacia el comunismo. El que tenga hambre, sólo tiene que desplazarse hasta la puerta de la cantina. Allí tenéis pescado y carne hasta reventar.
Al montar la cantina, también nos requisaron todo el arroz, la sal, la leña, etcétera, que teníamos en casa. Lo peor fueron esos dos corderos. Youqing los había criado gordos y fuertes, pero también nos los confiscaron. Ese día, por la mañana, cuando fuimos toda la familia con el arroz y la sal a la cantina, Youqing llevó los corderos a la era, cabizbajo. De peor gana no podía hacerlo: los ha criado él solo; todas esas carreras que había hecho de casa a la escuela y de la escuela a casa habían sido por los corderos de la familia. Cuando llegó a la era, otras familias del pueblo traían sus bueyes y corderos y los entregaban al criador Wang Xi. Los demás iban comentando lo que les disgustaba separarse de sus bestias, pero las entregaban y se iban. Sólo Youqing se quedó allí parado, sin moverse, mordiéndose los labios.
– ¿Puedo venir cada día a abrazarlos? -preguntó al final con voz lastimera.
Cuando abrió la cantina del pueblo, a la hora de comer valía la pena verla: cada familia mandaba a dos personas a buscar la comida, formaban una cola larguísima, parecida a la que hacíamos, cuando éramos prisioneros, para la distribución de panecillos. Todas las casas mandaban mujeres, y su cháchara sonaba como cuando se ponen a secar las mieses y vienen bandadas y bandadas de gorriones.
El jefe de equipo tenía razón: la cantina ahorraba trabajo. Si tenías hambre, sólo tenías que ponerte a la cola, y allí te daban de comer y de beber. Y te lo daban sin restricciones: tanto comías, tanto te daban. Todos los días había carne. Los primeros días, el jefe de equipo iba de puerta en puerta, muy sonriente, preguntando a todo el mundo:
– ¿Qué? Se ahorra trabajo, ¿eh? ¿Qué os parece la comuna popular?
Todo el mundo estaba contento y hablaba bien de la comuna.
– ¡Estos días estamos viviendo todavía mejor que los mangantes!
Jiazhen también estaba contenta. Cada vez que volvía con Fengxia de la cantina trayendo la comida, decía:
– Otra vez carne.
Dejaba los platos encima de la mesa y salía a llamar a Youqing. Sólo después de llamarlo un buen rato «¡Youqing! ¡Youqing!» lo veíamos pasar con una cesta llena de hierba, corriendo por los senderos que separaban los bancales. El crío iba a dar de comer a sus dos corderos. Los tres bueyes y los veintitantos corderos que había en el pueblo los metieron todos en el mismo cobertizo. Al ir a parar a manos de la comuna popular les tocó la negra, porque pasaban hambre, así que, cuando Youqing entraba allí, quedaba rodeado de bestias.
– ¡Eh! ¡Eh! ¿Dónde estáis? -las llamaba.
Cuando los dos corderos se abrían paso con el hocico y salían del rebaño, Youqing les echaba la hierba al suelo y se dedicaba a apartar con todas sus fuerzas a los demás animales. Se quedaba hasta que sus corderos hubieran terminado de comer y sólo entonces volvía corriendo a casa, sin resuello y cubierto de sudor. Como ya tenía el tiempo muy justo para ir a la escuela, engullía el arroz como quien se bebe un cuenco de agua, cogía sus libros y salía corriendo otra vez.
Verlo así correr de aquí para allá me sacaba de mis casillas, lo que pasa es que no me atrevía a decirle nada por miedo a que alguien me oyera y dijera que yo era un retrógrado. Pero una vez no aguanté más.
– Si caga otro, ¿qué haces tú limpiándole el culo? -le dije.
Youqing no me entendió. Se quedó mirándome, y luego se echó a reír. Eso a mí me enfureció tanto que estuve a punto de largarle un bofetón.
– Esos corderos son de la comuna desde hace tiempo, ¿qué coño haces ocupándote de ellos?
Youqing iba tres veces al día a llevarles. Cuando estaba a punto de anochecer, iba otra vez a abrazarlos. Al ver que quería tanto a sus corderos, Wang Xi le dijo:
– Youqing, llévatelos esta noche. Mañana al amanecer me los traes y listo.
Youqing sabía que yo no le dejaría hacer eso.
– Mi padre me regañará -dijo moviendo la cabeza-. Ya vengo yo a verlos.
Con el tiempo, iba habiendo cada vez menos corderos en el cobertizo, porque mataban uno cada pocos días. Al final, Youqing era el único que iba a llevarles hierba.
– Youqing es el único que se acuerda de ellos todos los días -me decía Wang Xi cuando me veía-, los demás sólo se acuerdan cuando les apetece comer carne.
Dos días después de que abrieran la cantina en el pueblo, el jefe de equipo mandó a dos chavales a la ciudad a comprar un caldero para la fundición.
– Hay que fundir todo eso ahora mismo -dijo señalando las ollas rotas y las chapas de hierro amontonadas en la era-, no va a quedarse ahí muerto de risa.
Los dos chavales se fueron a la ciudad con cuerda y palanca de carga, y el jefe de equipo acompañó al maestro de fengshui que había hecho venir de la ciudad a dar un paseo por el pueblo. Decía que era para buscar un sitio favorable para la fundición. El maestro de fengshui iba y venía, muy sonriente, con su túnica larga. Se paró delante de una casa, y seguro que la familia que vivía allí debió de pasar un mal trago: una seña de ese anciano encorvado, y esa casa se iba a hacer puñetas.
El jefe de equipo acompañó al maestro de fengshui hasta nuestra puerta. Yo estaba delante, con el corazón batiéndome como un tambor.
– Fugui -me dijo el jefe de equipo-, éste es el señor Wang, que viene a echar un vistazo a tu casa.
– Muy bien, muy bien -repetí inclinando una y otra vez la cabeza.
El maestro de fengshui estuvo mirando a diestro y siniestro, con las manos a la espalda.
– Buen sitio, sí señor -dijo-, tiene buen fengshui.
Al oírlo, se me nubló la vista. Pensé que estábamos perdidos. Menos mal que Jiazhen salió en ese momento y, al ver que era el señor Wang que ella conocía, lo saludó.
– ¡Pero si eres Jiazhen! -exclamó el señor Wang.
– Pase y tómese un té -le dijo Jiazhen sonriendo.
– Otro día, otro día -contestó el señor Wang agitando la mano.
– Dice mi padre que estos últimos tiempos está usted ocupadísimo -dijo Jiazhen.
– Sí, sí que lo estoy -dijo el señor Wang asintiendo-. Hasta hacen cola para pedirme que vaya a ver el fengshui -explicó-. ¿Quién es él? -preguntó mirándome.
– Es Fugui -dijo Jiazhen.
El señor Wang sonrió, y los ojos se le encogieron en una sola rendija.
– Ya veo, ya veo.
Por la cara del señor Wang, supe que recordaba cuando perdí en el juego toda la fortuna de mi familia. Le sonreí, y él me saludó juntando las manos.
– Hasta otra.
Luego se volvió hacia el jefe de equipo.
– Vamos a ver otros sitios.
Cuando se fueron los dos, solté un suspiro de alivio de los de verdad. Mi viejo chamizo se salvó, pero la casa de Lao Sun no corrió la misma suerte. El maestro de fengshui le echó el ojo. El jefe de equipo ordenó a Lao Sun que vaciara la casa, pero el viejo se puso en cuclillas en un rincón, llorando a lágrima viva, y se negó a mudarse.
– ¿Por qué lloras? -le preguntó el jefe de equipo-. La comuna popular te construirá una casa nueva.