– Empezad vosotras -dije a Jiazhen.
Y me fui al cobertizo de ovejas del pueblo. Iba pensando: «Este niño no sé dónde tiene la cabeza: no ayuda a Jiazhen con las cosas de casa y lo único que piensa en todo el día es en dar de comer a sus corderos, siempre anda escaqueándose.»
Cuando llegué al cobertizo, vi a Youqing echando la hierba al suelo. Sólo quedaban seis ovejas, y las seis lo rodearon para intentar comerse la hierba.
– ¿Van a matar a mis corderos? -preguntó a Wang Xi, con la cesta en la mano.
– No -le contestó-. Si nos los comiéramos todos, ¿de dónde sacaríamos el abono? Y sin abono no crecerán los cultivos. Ahí viene tu padre -le dijo al verme entrar-. Anda, vete.
Cuando Youqing se volvió, le di unas palmadas en la cabeza. La tristeza con que había preguntado a Wang Xi lo de las ovejas me hizo tragarme el enfado.
– No van a matar a mis corderos -me dijo todo contento en el camino a casa, al ver que yo no me había enfadado.
– Pues sería lo mejor -dije yo.
Esa noche, nos quedamos toda la familia vigilando la fundición. Yo era el encargado de echar agua en el bidón; Fengxia, la de avivar el fuego con un abanico; Jiazhen y Youqing, de recoger leña. Así estuvimos hasta las tantas. En el pueblo, todo el mundo dormía. Yo ya había echado agua tres veces. Metí un palo, removí, y eso seguía duro como una piedra. Jiazhen estaba agotada, chorreando de sudor. Cuando se agachó para dejar la leña en el suelo, cayó de rodillas.
– A ver si vas a estar enferma… -dije tapando el bidón.
– No estoy enferma -dijo ella-, sólo estoy floja.
En ese momento, Youqing estaba apoyado en un árbol, parecía dormido. Fengxia movía el abanico con las dos manos, porque ya le dolían los brazos. Le toqué el hombro, y ella creyó que venía a relevarla, así que me miró diciendo que no con la cabeza. Entonces le señalé a Youqing y le pedí que lo llevara en brazos a casa. Ella asintió y se levantó. Hasta allí llegaban los balidos de las ovejas del pueblo, ¡beee beee! Youqing, dormido, se rió al oírlas. Pero, cuando Fengxia fue a cogerlo en brazos, abrió los ojos de repente.
– ¡Son mis corderos! -dijo.
¡Y yo que creía que se había quedado dormido! Al verlo con los ojos abiertos, y encima hablando de sus corderos, me enfurecí.
– ¡Son de la comuna popular, no son tuyos! -le dije.
El crío se pegó un susto tremendo, se despertó de golpe y se quedó mirándome fijamente.
– No lo asustes -me dijo Jiazhen tocándome el hombro-. Youqing -le dijo al niño en voz baja, agachándose junto a él-, sigue durmiendo, duerme.
El crío miró a Jiazhen, asintió, cerró los ojos y al momento se quedó como un tronco. Lo cogí en brazos, lo subí a la espalda de Fengxia, y le hice señas de que llevara a su hermano a casa a dormir, y de que se quedaran allí.
Cuando se fue Fengxia con el niño, Jiazhen y yo nos sentamos delante del fuego. Hacía frío, y junto al fuego se estaba bien. Jiazhen estaba cansadísima, sin fuerza alguna; hasta le costaba levantar los brazos. La hice apoyarse en mí.
– Cierra los ojos y duerme un rato -le dije.
Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, me entró sueño a mí también; iba dando cabezadas. Me esforzaba en levantar la cabeza, pero al rato se me volvía a caer sin que me diera cuenta. Eché leña al fuego una última vez, y entonces ya sí que no volví a levantar la cabeza.
No sé cuánto tiempo estuve durmiendo. El caso es que se oyó un estruendo que me levantó del suelo y me dejó sentado. Estaba a punto de amanecer. Vi el bidón volcado en el suelo, y el fuego se había extendido como una charca. Yo estaba tapado con ropa de Jiazhen. Me levanté de un salto y eché a correr alrededor del bidón. Di dos vueltas sin ver a mi mujer. Espantado, la llamé a voz en grito:
– ¡Jiazhen! ¡Jiazhen!
Oí su voz débil contestándome desde la laguna. Corrí hacia allí y la vi sentada en el suelo, esforzándose en ponerse de pie. Cuando la levanté, me di cuenta de que su ropa estaba mojada.
Cuando me quedé dormido, Jiazhen siguió despierta y no dejó de ir a echar leña al fuego. Luego vio que casi no quedaba agua y se fue a buscarla a la laguna cargando con dos cubos de madera. Como no tenía fuerzas, hasta llevar los cubos vacíos la cansaba, así que imagínate los cubos llenos. Sólo fue capaz de dar cinco o seis pasos y se cayó al suelo. Se sentó a descansar un poco y volvió a coger agua, esta vez descansando a cada paso que daba. Pero justo cuando llegaba a la laguna, resbaló y volvió a caer. Los dos cubos se le volcaron encima. Se quedó sentada en el suelo, sin fuerzas para levantarse, y así estuvo hasta que ese ruido me despertó.
Al ver que no estaba herida, se me pasó algo la angustia. La llevé hasta el bidón, donde todavía ardía un poco el fuego. Cuando descubrí que el fondo del bidón se había rajado, pensé que se nos iba a caer el pelo. Al ver lo que había pasado, Jiazhen se quedó pasmada.
– Es culpa mía -repetía sin parar-, es culpa mía…
– El fallo es mío -le dije-, no tenía que haberme quedado dormido.
Pensé que sería mejor informar cuanto antes al jefe de equipo, así que llevé a Jiazhen hasta el árbol, la dejé allí sentada y me fui a la que había sido mi mansión, luego la de Long Er y luego la del jefe de equipo.
– ¡Jefe! -grité con todas mis fuerzas al llegar hasta la puerta-. ¡Jefe!
– ¿Quién es? -respondió él desde dentro.
– ¡Soy yo, Fugui! ¡El fondo del bidón se ha rajado!
– ¿Está ya fundido el hierro? -preguntó él.
– No -le dije-, no está fundido.
– ¡Entonces para qué coño me llamas! -vociferó.
Ya no me atreví a decir nada más. Me quedé allí parado sin saber qué hacer. Para entonces, ya era de día. Estuve pensando un poco y decidí que lo mejor sería llevar a Jiazhen al hospital de la ciudad. Su enfermedad parecía grave. En cuanto al asunto del bidón rajado, ya iría a rendir cuentas al jefe de equipo cuando volviera del hospital.
Fui a casa, desperté a Fengxia y le pedí que me acompañara: Jiazhen no podía andar, y yo ya era viejo y no creía que pudiera ir y volver con ella a la espalda, eran más de veinte li. No habría más remedio que ir turnándonos Fengxia y yo.
Recogí a Jiazhen y nos pusimos de camino hacia la ciudad, Fengxia a mi lado y Jiazhen sobre mi espalda.
– No estoy enferma, Fugui -iba diciendo ella-, no estoy enferma.
Yo sabía que se resistía a gastar dinero en médicos.
– Si estás enferma o no -le dije-, ya lo veremos cuando lleguemos al hospital.
Ella iba de mala gana y estuvo todo el camino protestando. Al cabo de un rato, me quedé sin fuerzas y pedí a Fengxia que me relevara. Mi hija era más fuerte que yo. Con su madre encima, iba andando a paso firme, tris tras, tris tras. Al pasar a la espalda de Fengxia, Jiazhen dejó de protestar. De repente, se echó a reír.
– Fengxia se ha hecho mayor -dijo aliviada.
Pero enseguida se le enrojecieron los ojos.
– Ojalá no hubiera tenido aquella enfermedad -añadió.
– Han pasado muchos años -le dije-, de nada sirve hablar de eso ahora.
El médico dijo que Jiazhen tenía raquitismo y que no tenía curación; que nos la lleváramos a casa; que, si podíamos, la alimentáramos bien; y que su estado podía agravarse o podía seguir así.
En el camino de vuelta, la llevaba Fengxia. Yo iba a su lado, con la cabeza hecha un lío. Jiazhen tenía una enfermedad incurable. Cuanto más lo pensaba, más miedo me entraba. ¡Qué pronto la vida había llegado a eso! Viéndole esa cara tan flaca que estaba en los huesos, pensé que fue casarse conmigo y no volver a pasar un solo día bueno.
En cambio, Jiazhen estaba más contenta. Quería bajarse para ir a pie.