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– ¡Me sacas de quicio! -le dije.

Al oírme vociferar, Youqing se echó a temblar. Yo le di otra bofetada, y él se encogió y se quedó pasmado. Entonces vino la maestra hecha una fiera.

– ¿Quién es usted? ¡Esto es una escuela, no es el pueblo!

– ¡Soy su padre! -le contesté.

Como estaba yo en pleno ataque de furia, hablaba a gritos. Y la maestra también se puso a tono.

– ¡Salga de aquí ahora mismo! ¡Qué va a ser su padre! ¡Yo lo que creo es que es un fascista! ¡Un miembro del Guomindang!

Yo no sabía qué era un fascista, pero sí sabía qué era el Guomindang. Sabía que eso era un insulto. No me extrañaba que Youqing no estudiara como es debido, con esa maestra que le había tocado, que andaba echando sapos y culebras.

– ¡Tú sí que eres del Guomindang! ¡He visto a miembros del Guomindang! ¡Son igual de malhablados que tú!

La maestra se quedó boquiabierta. No dijo nada y se echó a llorar. Los maestros de las aulas de al lado vinieron a sacarme de allí. Una vez fuera, me rodearon. Me hablaban todos al mismo tiempo, y yo no me enteraba de nada. Luego vino otra maestra, y oí que la llamaban «directora». La directora me preguntó por qué había pegado a Youqing. Le conté con pelos y señales lo de que en el pasado habíamos dado a Fengxia a otra familia, lo de que a pesar de la enfermedad de Jiazhen no había querido que mi hijo dejara de ir a la escuela. Al oír mi historia, la directora dijo a los demás maestros:

– Dejadlo ir.

Cuando recogí mis cosas para irme, vi que en todas las ventanas de las aulas asomaban cabecitas mirando el espectáculo que había montado. Esta vez sí que había humillado a mi hijo. Lo que más le dolió no fue que yo le pegara, sino que hubiera montado ese escándalo delante de tantos maestros y alumnos. Cuando llegué a casa, todavía no se me había pasado el enfado y le conté a Jiazhen lo que había pasado.

– Desde luego -me reprochó-, ¿cómo quieres que se porte Youqing en la escuela con un padre que es capaz de ponerse así?

Lo pensé y me pareció que, efectivamente, me había pasado un poco de la raya. Lo de que yo hubiera quedado en ridículo era lo de menos, pero es que había dejado en ridículo a mi hijo. Cuando volvió Youqing a mediodía, lo llamé. Él no me hizo ni caso: dejó la cartera y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Jiazhen lo llamó, y entonces él se detuvo. Jiazhen le dijo que se acercara, y él fue a su lado con la nuca sacudida por los sollozos del disgusto que llevaba.

Durante más de un mes, Youqing no quiso saber nada de mí. Si yo le decía que hiciera algo, él obedecía inmediatamente, pero no me dirigía la palabra. Él no hacía nada malo, así que, por mucho que me irritara, no me daba motivos para enfadarme.

Pensándolo bien, la culpa la tenía yo por haberme pasado. Había destrozado el corazón a mi hijo. Menos mal que Youqing todavía era un niño. Al cabo de un tiempo, cuando entraba o salía de casa, ya no iba tan estirado. Aunque seguía sin contestarme cuando yo le hablaba, le veía en la cara que estaba menos resentido. De vez en cuando, hasta me miraba a hurtadillas. Yo sabía que, después de no haberme dirigido la palabra durante tanto tiempo, le daba apuro hablarme. Y yo, por mi parte, no tenía prisa: era mi hijo, y tarde o temprano se dirigiría a mí.

A partir del cierre de la cantina, todas las familias en el pueblo se quedaron sin patrimonio, y la vida se fue haciendo cada vez más difícil. Pensé en invertir nuestros últimos ahorros en la compra de un cordero. Los corderos son alimento, dan abono y, en primavera, uno puede esquilarlos y vender la lana. También era por Youqing: si le traía un cordero a casa, ¡lo contento que se iba a poner el crío!

Cuando lo hablé con Jiazhen, ella también se alegró.

– Corre a comprarlo -me dijo.

Esa misma tarde, me escondí el dinero en la ropa y me fui a la ciudad. Compré un corderito en el barrio oeste, donde el puente Guangfu. El camino de vuelta a casa pasaba por la escuela de Youqing, y primero pensé en entrar y darle a Youqing una alegría. Pero luego pensé que mejor no, que la última vez que fui monté un escándalo y avergoncé a mi hijo, y que si volvía a ir, a Youqing seguro que le iba a sentar mal.

Cuando salí de la ciudad y llegué hasta donde ya faltaba poco para que se viera nuestra casa, oí que alguien venía corriendo detrás de mí, pimpam, pimpam, y todavía no me había vuelto para ver quién era cuando oí la voz de Youqing.

– ¡Padre! ¡Padre!

Me paré a ver cómo venía corriendo, con la cara toda colorada. El crío, en cuanto me vio con el cordero, olvidó que no me dirigía la palabra.

– ¡Padre! -dijo al llegar junto a mí sin resuello-. ¿Este cordero es para mí?

Asentí, sonriendo, y le pasé la cuerda.

– Toma, llévalo tú.

Youqing cogió la cuerda, y al cordero en brazos, dio unos pasos, lo volvió a soltar, lo agarró por las patas traseras y se agachó a mirar.

– Padre, es hembra -me dijo.

Me eché a reír y lo cogí por el hombro. Youqing tenía los hombros pequeños y flacos. Al agarrárselo, no sé por qué me entró ternura.

– Youqing -le dije mientras volvíamos juntos a casa-, poco a poco te vas haciendo mayor. A partir de ahora, ya no te pegaré más; y si te pego, no lo haré en público.

Entonces miré a Youqing. El crío iba con la cabeza gacha: resulta que al oírme le había entrado vergüenza.

Una vez el cordero en casa, Youqing tuvo que ir de nuevo corriendo a la escuela, porque, aparte de ir por hierba para darle de comer, también quiso trabajar más en el huerto.

Quién iba a decir que, de tanto correr para aquí y para allí, Youqing acabaría cosechando sus éxitos. El día en que la escuela de la ciudad organizó un concurso de atletismo, yo había ido a la ciudad a vender verdura. Ya iba a volver a casa cuando vi que había mucha gente a cada lado de la calle. Pregunté por qué, y me dijeron que los colegiales estaban haciendo una carrera y que tenían que dar diez vueltas a la ciudad.

En esa época, ya había escuela secundaria, y ese año Youqing había entrado en cuarto de primaria. Era la primera vez que se organizaba un concurso de atletismo en la ciudad, los de primer ciclo de secundaria y los de primaria corrían juntos. Dejé la palanca y los canastos en el suelo para ver si participaba Youqing. Al cabo de un rato, vi un pelotón de niños de su edad más o menos que venían corriendo muy ufanos. Había dos que iban cabizbajos, tambaleándose; parecía que no podían más.

Cuando pasó todo el pelotón, vi a Youqing. Ese granuja venía corriendo solo, descalzo, con los zapatos en las manos, dando soplidos. Al ver que iba detrás, pensé que el crío no tenía remedio y que me iba a dejar en ridículo. Pero la gente le jaleaba. Yo no entendía nada. Y en ésas estaba, aturullado, cuando vi llegar a unos alumnos de secundaria. Entonces ya sí que entendía todavía menos. Pensaba: «¿Pero qué clase de carrera es ésta?»

– ¿Cómo es que los mayores no alcanzan a los más pequeños? -pregunté a uno que tenía al lado.

– El niño que acaba de pasar lleva varias vueltas de ventaja sobre los demás.

Pensé: «¿No estará hablando de Youqing?» ¡Qué contento me puse! Tan contento que no se puede explicar. Incluso a niños cuatro o cinco años mayores que él, Youqing les llevaba una vuelta de ventaja. Vi con mis propios ojos a mi hijo, descalzo, con los zapatos en las manos y toda la cara colorada, ser el primero en completar las diez vueltas. Cuando acabó de correr, curiosamente, ya no resoplaba, estaba como si tal cosa. Levantó un pie, se lo frotó en el pantalón, se calzó un zapato y levantó el otro. Luego, se puso las manos a la espalda y, con aire triunfal, se quedó allí mirando cómo venían corriendo unos niños mucho mayores que él.