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– ¡Youqing! -lo llamé, contentísimo.

Me cargué al hombro la palanca con las cestas vacías y fui hacia él más orgulloso que un pavo real, para que todo el mundo se diera cuenta de que yo era su padre. Nada más verme, Youqing se incomodó. Las manos que se había puesto a la espalda las puso delante.

– ¡Buen hijo! -le dije en voz alta, dándole palmadas en la cabeza-. Tu padre está orgulloso de ti.

Al oírme hablar a voces, se apresuró a mirar a su alrededor. No quería que me vieran sus compañeros de escuela. En ese momento, un gordinflón lo llamó:

– ¡Xu Youqing!

Él dio media vuelta y corrió hacia el hombre. No quería saber nada de mí.

– ¡Me llama un profesor! -me dijo desde lejos volviéndose hacia mí.

Yo sabía que era porque tenía miedo de que, al volver a casa, le ajustara las cuentas. Así que le hice una seña con la mano.

– Corre, ve.

El gordinflón tenía unas manos enormes. Cuando le puso una encima de la cabeza, yo ni le veía el pelo: parecía que le hubiera crecido una manaza encima de los hombros. Se fueron los dos muy cariñosos hasta una tienda. Vi que el gordinflón le compraba un puñado de caramelos. Youqing los cogió con las dos manos y se los metió en el bolsillo. Una de las manos ya ni la sacó. Cuando volvían, Youqing tenía la cara toda colorada de lo contento que iba.

Esa noche, le pregunté quién era el gordo.

– Es el profesor de educación física -me dijo.

– Pues parece tu padre -le solté.

Youqing puso encima de la cama todos los caramelos que le había dado el gordo, los dividió en tres montoncitos y, después de mirarlos y remirarlos, cogió dos caramelos de dos de los montoncitos y los pasó al suyo. Estuvo mirándolos otro rato y sacó otros dos caramelos de su montoncito para ponerlos en los otros. Yo sabía que pensaba dar un montoncito a Fengxia y otro a Jiazhen, que el tercero era para él y que no había ninguno para mí. Pero, de repente, los juntó todos, y luego hizo cuatro montoncitos. Estuvo así, dividiendo una y otra vez, hasta que al final quedaron tres montoncitos.

Al cabo de unos días, Youqing trajo al profesor de educación física a casa. El gordo estuvo venga a alabar a Youqing, diciendo que de mayor podría ser deportista, que podría participar en carreras en el extranjero. Youqing estaba sentado en el quicio de la puerta, con la cara toda sudada de ilusión. Delante del profesor de educación física no me atreví a decir nada. Pero, cuando se fue, llamé a Youqing. Él se creyó que iba a alabarlo, y me miró radiante.

– Me alegro mucho de que nos hayas traído honor a tu hermana, a tu madre y a mí -le dije-. Pero nunca he oído decir que uno se pueda ganar la vida corriendo. Si te mandamos a la escuela, es para que estudies, no para que aprendas a correr, que para eso no hace falta ir a clase, ¡si hasta las gallinas saben correr!

Youqing bajó inmediatamente la cabeza, se fue al rincón, y cogió la cesta y la hoz.

– ¿Te acordarás de lo que te acabo de decir? -le pregunté.

Él se fue hacia la puerta, diciéndome que sí con la cabeza, de espaldas, y salió.

Ese año, cuando el arroz todavía no había empezado a amarillear y seguía estando verde, recién brotado, se puso a llover sin parar, durante cosa de un mes. Entre medias, hubo algún día despejado, pero al día siguiente se volvía a nublar y volvía a llover. Nosotros íbamos viendo cómo se acumulaba el agua en los arrozales, cómo crecía, cómo cabeceaban las espigas, hasta que llegó un día en que todas quedaron anegadas en un mar de agua. Los ancianos del pueblo lloraban y todo.

– ¿De qué vamos a vivir ahora? -decían.

Los más jóvenes no se lo tomaban tan mal. Pensaban que el gobierno ya nos sacaría de ésa.

– No hay por qué preocuparse -decían-. El mal tiempo no podrá con nosotros. El jefe de equipo irá a la ciudad a pedir grano.

El jefe de equipo fue tres veces a la sede de la comuna, y una vez a la del distrito, pero no consiguió traer nada, sólo estas palabras:

– Tranquilos todos, que dice el jefe de distrito que, mientras no muera él de hambre, aquí de hambre no muere nadie.

Cuando pasaron las lluvias, hubo varios días seguidos de mucho calor. Todo el arroz se echó a perder. Al anochecer, el viento traía ráfagas de olor a podrido, que venía a ser como el olor a muerto. Al principio, todo el mundo tenía la esperanza de que por lo menos pudiéramos sacar algún provecho de la paja de arroz. Pero, como no lo habíamos segado, la paja también se pudrió toda. Ya no teníamos nada. El jefe de equipo nos dijo que el distrito nos daría grano, pero ninguno de nosotros vio venir nada. Lo decía para que la gente no perdiera la confianza. Y nadie se atrevía a no creérselo, porque, si no, perdíamos toda esperanza de salir adelante.

Todo el mundo contaba cada grano que echaba a la olla, porque ya no quedaba mucho arroz de reserva. Así que a nadie se le ocurría hacer arroz blanco, todos hacíamos sopa, y hasta la sopa se hacía cada vez más aguada. Al cabo de dos o tres meses, ya habíamos agotado todas las reservas. Hablé con Jiazhen de matar la oveja y venderla en la ciudad a cambio de arroz. Estuvimos pensando y calculamos que podríamos conseguir cerca de cien jin [13] de arroz, que nos daría para hacer sopa hasta la siguiente cosecha.

En casa, llevábamos un par de meses sin comer lo suficiente, y la oveja estaba rolliza; se la oía balar con buena voz todos los días en el cobertizo. Y todo gracias a Youqing. El crío, que pasaba hambre y andaba todo el día mareado, ni una vez dejó de traer hierba para la oveja. La quería mucho, igual que Jiazhen lo quería a él.

Después de hablar con Jiazhen, tuve que decírselo a Youqing. En ese momento, él acababa justo de llevar una cesta de hierba al cobertizo, y la oveja estaba comiendo; el ruido que hacía al masticar -shh, shh- parecía de lluvia. Youqing estaba a su lado, con la cesta vacía en la mano, mirando sonriente cómo comía.

Cuando entré, ni se enteró. Sólo se volvió a mirarme cuando le puse una mano en el hombro.

– Está muerta de hambre -me dijo.

– Youqing -le dije-, tengo algo que decirte…

Él asintió y se volvió hacia mí.

– Ya casi no queda arroz en casa -seguí diciendo-. Tu madre y yo hemos decidido vender la oveja para poder comprar arroz. Si no, vamos a pasar hambre toda la familia.

Youqing bajó la cabeza sin decir nada. El crío no se hacía a la idea de deshacerse de la oveja.

– Cuando las cosas vayan un poco mejor -añadí dándole palmadas en el hombro-, te compro otro cordero.

Youqing asintió. Realmente, se había hecho mayor y entendía las cosas mucho mejor que antes. Unos años atrás, seguro que habría llorado y tenido una pataleta. Cuando salimos del cobertizo, Youqing me tiró de la chaqueta.

– Padre -me dijo todo tristón-, no la vendas al matarife.

Yo pensé: «A ver quién va a querer criar una oveja por los tiempos que corren. Si no la vendo al matarife, ¿a quién se la voy a vender?» Pero viendo la cara de Youqing, sólo pude decirle que sí.

Al día siguiente, me eché el saco de arroz al hombro y saqué la oveja del cobertizo. Acababa de llegar a la salida del pueblo cuando oí a Jiazhen llamarme. Me volví y los vi venir, a ella y a Youqing.

– Youqing también quiere ir -dijo ella.

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[13] Medida china equivalente a medio kilo aproximadamente.