– Los domingos no hay clase -dije yo-, ¿para qué va a ir Youqing a la ciudad?
– Deja que vaya contigo -dijo Jiazhen.
Yo sabía que lo que quería Youqing era estar un rato más con la oveja y, como tenía miedo de que no le dejara acompañarme, había pedido a Jiazhen que me lo pidiera ella. Pesé que, al fin y al cabo, si quería venir que viniera, así que le hice una seña. Youqing vino corriendo, cogió la oveja por la cuerda y me siguió cabizbajo.
El crío no dijo ni mu en todo el camino. En cambio, la oveja iba balando sin parar, mee mee. Iba detrás de Youqing, dándole cabezadas en el culo. Las ovejas entienden al hombre, y ella sabía que era Youqing el que le daba de comer todos los días, así que era cariñosa con él. Y cuanto más cariñosa estaba la oveja, más triste se ponía Youqing, que iba mordiéndose el labio, a punto de llorar.
Al ver que Youqing avanzaba sin levantar la cabeza, yo me sentía muy mal, así que buscaba cosas que decirle para consolarlo.
– Vendiéndola, al menos, no la matamos. Además, las ovejas son ganado, siempre han tenido este destino.
Cuando llegamos a la ciudad y estábamos a punto de doblar una esquina, Youqing se paró.
– Padre -me dijo mirando la oveja-, te espero aquí.
Yo sabía que no quería ver cómo la vendía, así que cogí la cuerda y seguí andando.
– ¡Padre! -me gritó mientras me alejaba-. ¡Me lo has prometido!
– ¿Qué te he prometido? -le pregunté volviéndome hacia él.
– Me has prometido que no la venderás al matarife.
Yo había olvidado lo que le había dicho el día anterior. Menos mal que Youqing no se venía conmigo. Si no, el crío iba a llorar segurísimo.
– Ya -le dije.
Doblé la esquina con la oveja y me dirigí hacia la carnicería. La carnicería siempre había estado llena de piezas de carne colgando. Pero en esa época de hambre, no había ni un puñetero trozo. Dentro había un hombre sentado, con pinta de aplatanado. Ni siquiera pareció alegrarse mucho de que le trajera una oveja. Cuando la pusimos entre los dos en la balanza, le temblaban las manos.
– Es el hambre -dijo-, no tengo fuerza.
Hasta en la ciudad pasaban hambre. Dijo que llevaba unos diez días sin colgar carne de los ganchos. Señaló hacia delante, un poste eléctrico que había a veinte metros.
– Ya verá -dijo-. En menos de una hora, habrá clientes haciendo cola hasta allí.
Y no se equivocaba: cuando me fui ya había unas diez personas esperando. En la tienda de arroces, también había cola. Yo creía que por el valor de la oveja podría comprar unos cien jin de arroz, pero al final sólo pude llevar a casa cuarenta. Al pasar por una tiendecita, entré a comprar dos caramelos de a céntimo para Youqing. Pensé que el pobre había estado deslomándose todo el año y se merecía algún dulce.
Volví con los cuarenta jin de arroz al hombro. Youqing me esperaba donde lo dejé, dando patadas a una piedrecita. Le di los caramelos. Se metió uno en el bolsillo y el otro en la boca. Nos pusimos en camino. Él llevaba el papel del caramelo bien dobladito en la mano.
– Padre, ¿quieres uno?
– Cómetelos tú -le dije moviendo la cabeza.
Cuando llegué a casa con el arroz, Jiazhen nada más ver el saco ya sabía cuánto traía. Lanzó un suspiro y no dijo nada. La que más difícil lo tenía era ella: ¿cómo iba a alimentar las cuatro bocas de la familia todos los días? Estaba tan preocupada que por las noches no dormía bien. Pero, por mal que estuvieran las cosas, había que seguir adelante, así que se iba todos los días con la cesta a buscar hierbas silvestres comestibles. Si ya estaba enferma, al pasar hambre día tras día, el médico acabó teniendo razón: se puso peor, y tuvo que apoyarse en un bastón para andar. Apenas daba veinte pasos y ya estaba toda sudada. Cuando vas por hierbas silvestres te pones en cuclillas para arrancarlas, pero ella tenía que hacerlo de rodillas y, cuando se levantaba, se tambaleaba. Me daba pena verla.
– Quédate en casa -le dije un día.
Pero ella no contestó, y se fue con su bastón. La agarré por el brazo, y ella se cayó al suelo. Jiazhen se echó a llorar sentada en el suelo.
– No estoy muerta -decía-, y tú me tratas como si lo estuviera.
Yo ya no sabía qué hacer. Las mujeres, cuando les sale el genio, no hay nada que no sean capaces de hacer o de decir. Si yo no quería que trabajara, a ella le parecía que la trataba con desprecio.
En menos de tres meses, ya nos habíamos comido los cuarenta jin de arroz. Y de no ser por Jiazhen, que se las ingeniaba para salir adelante, cocinando hojas de calabaza, corteza de árbol y demás, el arroz no nos habría dado ni para quince días.
Por aquel entonces, nadie en el pueblo tenía grano, y ya no quedaban hierbas silvestres que comer. Algunas familias empezaron a comer raíces. Cada vez se veía a menos gente en el pueblo: cada día había quien cogía un cuenco y se iba a mendigar. El jefe de equipo fue varias veces al distrito. A la vuelta, apenas podía llegar a la entrada del pueblo. Tenía que sentarse en el suelo a recobrar aliento. La gente que buscaba comida por los campos iba a preguntarle:
– Jefe, ¿cuándo nos darán grano los del distrito?
– No puedo con mi alma -decía él dejando caer la cabeza.
Y al ver a los que iban a mendigar, les decía:
– No vayáis, que en la ciudad tampoco hay comida.
Aunque sabía perfectamente que ya no quedaban hierbas comestibles, Jiazhen seguía buscándolas días enteros. Youqing estaba en pleno crecimiento. Al no tener cereales que comer, estaba tan flaco como una caña de bambú. Pero no dejaba de ser un niño y, cuando Jiazhen estaba tan enferma que apenas podía andar y, aun así, seguía yendo a buscar hierbas silvestres, Youqing la seguía y le iba diciendo:
– Madre, no puedo más de hambre.
Jiazhen no tenía de dónde sacar comida.
– Youqing -le decía-, ve a beber agua, te llenará un poco el estómago.
Y a él no le quedaba más remedio que ir a la laguna a beber -glu glu glu- hasta llenarse el estómago de agua para engañar el hambre.
Fengxia iba conmigo. Llevaba una azada para buscar boniatos. Ya habíamos cavado en esos campos qué sé yo cuántas veces, pero los del pueblo seguíamos yendo con la azada a ver si encontrábamos algo. A veces cavábamos todo el día y al final sólo sacábamos algún tallo podrido de calabaza. Fengxia también pasaba un hambre tremenda, se había quedado pálida. Cuando levantaba la azada, daba la impresión de que se le iba a caer la cabeza. La cría no podía hablar, sólo sabía trabajar. Dondequiera que fuera yo, allá iba ella. Yo pensaba: «Esto no puede ser, deberíamos buscar boniatos por separado, ir siempre juntos no es manera.» Y le hacía señas de que se fuera a otro sitio. ¿Cómo iba a pensar que, al separarse de mí, tendría problemas?
Un día, Fengxia estaba buscando boniatos en el mismo campo que uno del pueblo que se llamaba Wang Si. En realidad, Wang Si no era mal chico, y cuando me enrolaron a la fuerza en el ejército, él y su padre ayudaron muchas veces a Jiazhen a hacer trabajos pesados. Pero cuando hay hambre la gente se vuelve capaz de cualquier barbaridad. Estaba clarísimo que Fengxia había encontrado un boniato, pero Wang Si se aprovechó de que era muda y, cuando Fengxia estaba limpiando la tierra del boniato, se lo arrancó de las manos. Normalmente, Fengxia era de lo más formalita, pero en ese momento dejó de serlo y se abalanzó sobre él para tratar de recuperar el boniato. Wang Si se puso a dar berridos, y la gente del campo de al lado lo que vio era que Fengxia estaba intentando quitarle el boniato.
– ¡Fugui! -me gritó Wang Si-. ¡Hay que tener un poco de conciencia! ¡Por mucha hambre que tengas no puedes andar robando a los demás!
Vi que Fengxia estaba tratando con todas sus fuerzas, partir el boniato que él tenía agarrado. Enseguida fui a apartarla de él, y de la rabia que le dio a la pobre se le saltaron las lágrimas. Me explicó por señas que era Wang Si el que le había quitado el boniato a ella, y los demás del pueblo también lo entendieron.