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– ¿Se lo has quitado tú? -le preguntaron-. ¿O te lo ha intentado quitar ella?

– Ya lo habéis visto -dijo él poniendo cara de ofendido-. Está claro que ha sido ella.

– Fengxia no haría una cosa así -le dije-, eso lo sabe todo el pueblo. Wang Si, si este boniato es tuyo de verdad, llévatelo. Pero, si no es tuyo, cuando lo comas te dará retortijones.

– Que diga ella de quién es -dijo señalándola.

Lo dijo sabiendo perfectamente que Fengxia no podía hablar. Me puso tan fuera de mí que me temblaba todo el cuerpo. Fengxia estaba a un lado abriendo la boca sin que le saliera ningún sonido, con la cara cubierta de lágrimas.

– Si no temes al dios del trueno -le dije-, llévatelo.

Pero a Wang Si, aun habiendo faltado a su conciencia, no se le caía la cara de vergüenza.

– Por supuesto que me llevaré lo que es mío -dijo con la cabeza bien alta.

Dio media vuelta y se fue. Quién iba a pensar que Fengxia levantaría la azada para golpearle. De no ser porque alguien gritó del susto, y Wang Si se apartó, lo habría matado. Al ver lo que había hecho mi hija, Wang Si le dio una bofetada. Fengxia no tenía la fuerza de él, y del golpe se cayó al suelo. La bofetada sonó como cuando alguien se tira al agua, y me fue directo al corazón. Me abalancé sobre él y le arreé un puñetazo en toda la cabeza, que se le quedó dando vueltas; hasta me dolió la mano y todo. Cuando Wang Si se rehízo, agarró una azada y arremetió contra mí. Lo esquivé y también levanté una azada.

De no ser porque los del pueblo nos agarraron, uno de los dos estaría desde entonces criando malvas. Luego vino el jefe de equipo y, después de escuchar nuestras explicaciones, nos echó una bronca.

– ¡Me cago en la puta! Si os llegáis a matar, ¡a ver con qué cara voy yo a rendir cuentas a la autoridad! Fengxia no haría una cosa así -añadió luego-, pero como nadie te ha visto quitarle el boniato, haremos una cosa: la mitad cada uno.

El jefe de equipo alargó la mano para que Wang Si le diera el boniato. Pero Wang Si se resistía a dárselo.

– Dámelo -dijo el jefe de equipo.

Wang Si no tuvo más remedio que darle el boniato de mala gana. El jefe de equipo pidió una hoz, colocó el boniato encima del sendero y ¡zas! lo partió en dos. Pero la mano le falló, y le salió una mitad mucho mayor que la otra.

– Jefe -le dije-, ¿y esto cómo se reparte?

– ¡Eso es fácil! -dijo, y ¡zas! pegó otra hozada, cortó otro trozo que se metió en el bolsillo, su trozo. Cogió los dos trozos restantes de boniato y nos los dio a Wang Si y a mí.

– Ahora son más o menos iguales, ¿no?

En realidad, un boniato no bastaba para alimentar a una familia, pero entonces pensábamos de otra manera, se trataba de salvar la vida como fuera. Llevábamos un mes sin tomar grano, y lo que hubiera comestible en el campo ya prácticamente se había acabado. Ese año, si hubieras ofrecido un cuenco de arroz a cambio de una vida, habrías encontrado a gente interesada.

Al día siguiente de la pelea con Wang Si por el boniato, Jiazhen salió del pueblo apoyada en su bastón. Desde los campos, le pregunté adónde iba.

– Voy a la ciudad a ver a mi padre.

No podía impedir a una hija que fuera a ver a su padre, pero, al ver lo que le costaba andar, le dije:

– Que vaya contigo Fengxia, ella cuidará de ti.

– No quiero que venga Fengxia -respondió sin volverse siquiera.

Todos esos días había estado muy irritable, así que no dije nada más y me quedé viendo cómo se alejaba lentamente, tan flaca que estaba en la piel y los huesos; la ropa que antes llenaba le sobraba por todas partes y flotaba al viento.

Lo que no sabía era que iba a la ciudad a pedir. Estuvo todo el día fuera y no volvió hasta el anochecer. Casi no podía andar. Fengxia fue la primera en verla, y me avisó de un tirón en la camisa. Me volví y, cuando vi a Jiazhen en el camino, apoyada en ese bastón retorcido y levantando el brazo para hacernos señas, tuve la impresión de que se le iba a caer la cabeza.

Corrí hacia ella y, cuando me acercaba, cayó de rodillas al suelo, agarrada al bastón.

– Fugui… -dijo con voz muy débil-. Ven…, ven…

Traté de ayudarla a levantarse, y ella me agarró la mano y se la puso bajo el pecho.

– Toca -dijo casi sin respirar.

Así lo hice, y me quedé de piedra: ¡llevaba una bolsa de arroz debajo de la ropa!

– ¡Es arroz!

Jiazhen se echó a llorar.

– Me lo ha dado mi padre -dijo.

En ese momento, una bolsa de arroz era el manjar más preciado de la tierra. En casa, llevábamos un mes sin probarlo. ¡Qué contentos nos pusimos! Tanto, que no se puede explicar. Pedí a Fengxia que llevara a Jiazhen a casa inmediatamente, mientras yo iba por Youqing. Lo encontré tumbado junto a la laguna: acababa de llenarse el estómago de agua.

– ¡Youqing! ¡Youqing! -lo llamé.

El crío volvió apenas la cabeza y me respondió medio desmayado.

– Corre a casa a tomar sopa de arroz -le dije en voz baja.

Al oír hablar de sopa de arroz, no sé de dónde sacó las fuerzas, pero se sentó de golpe.

– ¡Sopa de arroz! -exclamó.

– ¡No grites -me apresuré a decirle, asustado.

No podíamos permitir que nadie se enterara de que Jiazhen había traído arroz escondido bajo la ropa. Cuando estuvimos todos en casa, atranqué la puerta. Sólo entonces se sacó Jiazhen el arroz de debajo de la ropa. Echó en la olla media bolsa, añadió agua, y Fengxia encendió el fuego. Mandé a Youqing que vigilara en la puerta, mirando por la rendija si venía alguien. Al romper el hervor, el aroma del arroz llenó la casa, y Youqing no pudo aguantar junto a la puerta. Corrió hasta la olla a meter las narices para oler.

– ¡Qué bien huele! -decía.

– ¡A la puerta a vigilar! -le dije apartándolo de un tirón.

El crío husmeó como pudo un poco más y volvió a la puerta. Jiazhen sonrió.

– Por lo menos, os habré dado una buena comida -dijo-. Ese arroz es de lo poco que tenía mi padre para comer -añadió, con lágrimas en los ojos.

En ese momento, llegó alguien.

– ¡Fugui! -llamó.

Del susto que me dio no me atreví ni a respirar. Youqing estaba allí agachado, sin mover ni un pelo. Sólo Fengxia seguía echando leña al fuego, toda risueña. No lo había oído. Le di unas palmadas para indicarle que no hiciera ruido. Al oír que no contestaba nadie, el de fuera dijo irritado:

– Conque sale humo de vuestra chimenea, pero no contesta nadie, ¿eh?

Al cabo de un rato, se fue. Youqing se quedó vigilando un rato más.

– Ya se ha ido -dijo en voz baja.

Jiazhen y yo nos sentimos aliviados. Cuando estuvo hecha la sopa, nos sentamos los cuatro a la mesa y nos la tomamos bien calentita. Nunca en mi vida comí más a gusto; sólo de recordar el sabor de ese arroz, se me hace la boca agua. Youqing se la tomó deprisa, fue el primero en acabar. Luego abrió la boca para aspirar grandes bocanadas de aire: tenía la boca delicada, y le salieron muchas ampollas que le dolieron varios días. Cuando acabamos de comer, vino el jefe de equipo.

La gente del pueblo llevaba un par de meses sin probar el arroz. Todo el mundo vio que estábamos con la puerta cerrada y que salía humo de la chimenea. Un momento antes vino alguien a llamarnos, y no habíamos contestado. Cuando el hombre fue a decirlo a los demás, vino todo un grupo, encabezado por el jefe de equipo. Se habían dado cuenta de que teníamos algo rico de comer, y les entró ganas de venir a probarlo.

Nada más entrar, el jefe de equipo se puso a husmear.

– ¿Qué habéis cocinado que huele tan bien? -preguntó.

Yo reí sin decir nada: si no hablaba, el jefe de equipo no se atrevería a seguir preguntando. Jiazhen los saludó y los hizo sentarse. Pero unos cuantos perdieron la compostura y fueron a mirar en la olla y debajo del colchón. Menos mal que Jiazhen se había escondido el arroz que quedaba debajo de la ropa, así podían mirar donde quisieran. Pero al jefe de equipo le entró apuro.