– ¡Tú, desde luego, basta que te sople el viento para que te pongas hecha una bola! -le decía.
Jiazhen nunca me llevaba la contraria. Al oír esas palabras tan denigrantes, hacía de tripas corazón y se limitaba a contestar con dulzura:
– Pues el viento no fue.
A partir de cuando me puse a jugar, en cambio, sí que quise de verdad honrar a los antepasados recuperando ese centenar de mu que mi padre había perdido. Un día de ésos, mi padre me preguntó qué demonios hacía yo vagueando en la ciudad.
– Ya no hago el vago, me dedico a los negocios -le dije.
– ¿Qué negocios?
Al oír mi respuesta, se puso hecho un basilisco. De joven, él también había contestado lo mismo a mi abuelo, y sabía que yo jugaba. Se quitó uno de sus zapatos de tela y se puso a pegarme. Yo iba apartándome y esquivándolo, creyendo que serían unos cuantos golpes y ya está. Pero ese padre mío, que no tenía fuerzas más que para toser, cuanto más pegaba más se ensañaba. Además, ¡ni que yo fuera una mosca, para que anduviera él arreándome zapatazos!
– ¡Padre, para de una puñetera vez! -le dije agarrándole la mano-. ¡Di tú que te lo consiento porque me trajiste al mundo, que si no…! ¡Que pares de una puñetera vez!
Lo tenía agarrado por la derecha, pero él se quitó el otro zapato con la izquierda, con intención de seguir pegándome. Le agarré también la izquierda, así ya no podía hacer nada. Estuvo un buen rato temblando de rabia antes de gritarme:
– ¡Bastardo!
– ¡Vete a la mierda!
Lo empujé con las dos manos, y él dio un traspié y cayó de culo en un rincón.
De joven, lo que es comer, beber, ir de putas, jugar, todo lo que hace un sinvergüenza, lo hice. El burdel adónde iba más a menudo tenía un nombre simple: La Casa Verde [5]. Había allí una puta regordeta que me gustaba mucho. Cuando andaba, sus nalgas parecían los dos faroles que se balanceaban colgados a la entrada. Cuando estaba en la cama dale que te pego, yo, que estaba encima de ella, tenía la impresión de estar tumbado en un barco que fuera meciéndose, meciéndose, en las aguas de un río. Muchas veces le pedía que me llevara a cuestas de paseo, y así íbamos por la calle, yo montado encima de ella como a lomos de un corcel.
Mi suegro, el señor Chen, tratante de arroces, estaba detrás del mostrador de su tienda, con su túnica de seda negra. Cada vez que pasábamos por delante, yo frenaba a la puta tirándole del pelo, me quitaba el sombrero y le presentaba mis respetos a mi suegro.
– ¿Qué tal se encuentra últimamente?
A mi suegro se le quedaba cara de huevo de mil años, [6] y yo seguía mi camino muerto de risa. Más tarde, mi padre me contó que varias veces mi suegro había enfermado del coraje que yo le provocaba.
– ¡Venga ya! Si tú, que eres mi padre, nunca te has cabreado como para caer enfermo, ¿por qué demonios voy a tener yo la culpa cada vez que a él le da un patatús?
Mi suegro me temía, y yo lo sabía. Cuando pasaba por delante de la tienda montado en la puta, él, veloz como una rata, se escabullía en la trastienda. No se atrevía a recibirme. Pero un yerno, cuando pasa por delante de la tienda de su suegro, alguna muestra de cortesía tiene que tener, ¿no?, ¡qué menos! Así que lo saludaba a voz en grito mientras él huía.
La vez más espectacular fue después de la rendición de los retacos japoneses, cuando el ejército nacional estaba a punto de entrar en la ciudad recuperando el territorio perdido.
Ese día había una animación de las de verdad. Las aceras estaban abarrotadas de gente con banderines de colores; en todas las tiendas ondeaba la bandera con el sol blanco sobre fondo azul cielo; mi suegro, además, había colgado en la fachada de la suya un retrato de Chiang Kai-shek tan grande como la puerta doble, y sus tres empleados estaban firmes debajo del bolsillo izquierdo de Chiang.
Ese día me había pasado toda la noche jugando en La Casa Verde. Tenía la cabeza espesa y pesada, como si fuera un saco de arroz colocado sobre mis hombros. Pensé que llevaba algo más de quince días sin volver a casa y que la ropa me olía a agrio, así que saqué de la cama a la puta gorda y le dije que me llevara a casa. Mandé que nos siguiera un palanquín que la llevara de vuelta al burdel una vez que me dejara en mi casa.
La puta iba refunfuñando mientras me llevaba a cuestas hacia la puerta de la ciudad. Decía algo así como que ni al dios del trueno se le ocurría despertar a la gente que duerme; que ella acababa de quedarse dormida cuando yo la desperté; y que yo era un desalmado. Le metí un yuan de plata por el escote, y eso le cerró el pico. Nos acercábamos a la puerta de la ciudad cuando vi toda esa gente a cada lado de la calle, y de repente recobré toda mi energía.
Mi suegro era el presidente del gremio de comerciantes de la ciudad. Lo vi desde muy lejos, dando órdenes en medio de la calle.
– ¡Firmes! -gritaba-. ¡Firmes! ¡En cuanto llegue el ejército nacional, todos a aplaudir y a jalear!
– ¡Por ahí viene, por ahí viene! -gritó alguien riendo, al verme llegar.
Mi suegro creyó que el que venía era el ejército nacional y se hizo a un lado inmediatamente. Yo presionaba con las piernas los costados de la puta, como se azuza un caballo.
– ¡Corre, corre! -le decía.
En medio de las risotadas de la multitud que había en las aceras, la puta, jadeando y conmigo a cuestas, se echó a trotar.
– ¡De noche me aplastas y de día me montas! -renegaba ella-. ¡Eres un desalmado! ¡Tú lo que quieres es matarme!
Yo, con una sonrisa de oreja a oreja, iba distribuyendo saludos y reverencias a diestro y siniestro. Y cuando llegamos a la altura de mi suegro, frené a la puta con un tirón de pelo.
– ¡So, so!
Ella pegó un grito y se paró.
– Mi señor suegro, vuestro yerno os desea los buenos días.
Esa vez sí que dejé a mi suegro en el más completo de los ridículos. Se quedó allí pasmado, con los labios temblando.
– Venerable pariente, márchese -dijo por fin al cabo de un rato, con una voz cavernosa que ni siquiera parecía la suya.
Por supuesto, mi mujer Jiazhen estaba al corriente de esas correrías mías por la ciudad. Jiazhen era una buena mujer. Haber tenido en esta vida la suerte de casarme con una mujer tan sensata y virtuosa debe de ser una compensación por haber sido un perro en la anterior y habérmela pasado ladrando. Conmigo, siempre ponía a mal tiempo buena cara. Cuando yo andaba por ahí haciendo el ganso, ella sufría por dentro, pero nunca me reprochó nada, igual que mi madre.
Realmente, mis juergas en la ciudad fueron un poco excesivas. Jiazhen, como es natural, vivía con el corazón en un puño, tan angustiada que no podía quedarse con los brazos cruzados. Un día, yo había vuelto de la ciudad y acababa de sentarme. Jiazhen vino, toda risueña, trayendo una bandeja con cuatro platos que colocó delante de mí, y me llenó un vaso de vino. Luego se sentó a mi lado por si necesitaba algo más. Su sonrisa radiante me extrañó, me preguntaba qué podía haber pasado que le diera esa alegría, me rompí la cabeza tratando de ver si había algo que celebrar. Se lo pregunté, pero ella no contestó; se limitó a mirarme con su sonrisa radiante.
Los cuatro platos eran de verdura, y Jiazhen los había preparado cada uno de una manera distinta. En cambio, todos tenían en el fondo un trozo de carne de cerdo de igual tamaño. Al principio, no le di importancia. Pero al llegar al último cuenco, vi que debajo de la verdura también había un trozo de carne de cerdo. Primero me quedé parado, pero luego me eché a reír. Me di cuenta de lo que quería decir Jiazhen. Me estaba indicando: las mujeres pueden parecer diferentes de cintura para arriba, pero de cintura para abajo son iguales.