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– Hay que cambiar la paja del techo -me dijo al verme-. También he traído un carretón de cal para blanquear las paredes.

Miré el carretón: había cal y escobas para enlucir. Encima había una mesita cuadrada y, sobre la mesa, una cabeza de cerdo. Además, Erxi traía dos botellas de aguardiente.

Entonces comprendí que, cuando Erxi miraba y remiraba cada esquina de mi casa, no era porque despreciara nuestra pobreza. Se había fijado en todo, hasta en el almiar de delante de casa. Yo mismo llevaba tiempo queriendo cambiar la paja del techo, pero esperaba a que acabara la temporada agrícola para pedir a alguien que me ayudara.

Erxi había traído consigo a cinco hombres, había comprado carne de cerdo, y hasta aguardiente. Estaba en todo. Cuando llegaron delante de nuestra puerta, dejaron el carretón en el suelo, y Erxi entró como en su casa, con la cabeza de cerdo en una mano y la mesita en la otra. Colocó la cabeza de cerdo encima de nuestra mesa, y la mesita sobre las piernas de Jiazhen.

– Será más cómodo para comer y para lo que sea -le dijo.

A Jiazhen se le saltaron las lágrimas y todo, de la emoción. A ella también le sorprendió que viniera Erxi, con gente para cambiarnos el techo, y que esa misma noche le hubiera hecho una mesita.

– Erxi -le dijo-, estás en todo.

Erxi y los demás sacaron la mesa de casa y los taburetes, y esparcieron paja de arroz debajo de un árbol. Entonces entró y fue hasta la cama para coger a Jiazhen a cuestas. Ella agitó las manos riendo.

– ¡Fugui! -dijo-. ¿Qué haces ahí parado?

Enseguida fui a coger a Jiazhen.

– Es mi mujer, y la llevo yo -le dije riendo-. A partir de ahora, tendrás que llevar a Fengxia.

Jiazhen me dio una colleja, y Erxi se rió sin parar. Llevé a Jiazhen hasta el árbol para dejarla sentada sobre la paja de arroz, apoyada en el tronco. Vi a Erxi y los demás abrir el almiar y atar la paja manojo a manojo. Erxi y otro subieron hasta arriba del todo del tejado; los otros cuatro se quedaron abajo, y así fueron cambiando la paja del techo de mi casa. Nada más verlos, me di cuenta de que los hombres que había traído Erxi estaban acostumbrados a este trabajo y que lo hacían con mucha destreza. Los de abajo levantaban los manojos de paja con una palanca y los lanzaban arriba. Erxi y el otro los iban colocando. A pesar de tener la cabeza ladeada, Erxi trabajaba como el que más. A medida que le llegaban los manojos de paja, él los lanzaba hacia arriba con el pie y los atrapaba con la mano. En nuestro pueblo no había ni un solo hombre con esa habilidad.

Antes de mediodía, ya habían acabado el trabajo del techo. Les preparé un cubo de té. Fengxia se lo iba sirviendo, corriendo sin parar de aquí para allá, muy ajetreada. Ella también estaba contenta. Al ver que de repente habían venido a casa tantos hombres trabajadores, estuvo sonriendo sin cerrar la boca ni una vez.

Mucha gente del pueblo vino a ver qué pasaba.

– ¡Todavía no es tu yerno y ya os trabaja! -dijo una mujer a Jiazhen-. ¡Menuda suerte tienes!

– Erxi -le dije cuando bajó del techo-, descansa un poco.

– No estoy cansado -dijo secándose el sudor con la manga.

Levantando el hombro, volvió a mirar a su alrededor.

– ¿Ese terreno es nuestro? -me preguntó al ver el huerto a la izquierda.

– Sí -le dije yo.

Entonces se metió en casa, sacó un cuchillo de cocina, fue al huerto a coger unas verduras frescas y volvió a entrar. Al poco rato, ya estaba cortando la cabeza de cerdo. Fui a impedírselo y decirle que dejara eso para Fengxia.

– No estoy cansado -volvió a decir secándose el sudor con la manga.

No me quedó más que salir a buscar a Fengxia, que estaba de pie junto a su madre. Cuando la empujé hacia casa, ella se volvía, intimidada, hacia Jiazhen. Sólo cuando Jiazhen le sonrió haciéndole señas de que entrara, se metió en el chamizo.

Jiazhen y yo estuvimos haciendo compañía a los hombres que había traído Erxi, charlando con ellos y tomando té. En un momento dado, entré en casa, y vi a Erxi y Fengxia como un matrimonio: ella encendiendo el fuego, él preparando la comida, ahora te miro yo a ti, ahora me miras tú a mí, y sonriendo de oreja a oreja después de esas miradas.

Cuando salí y se lo conté a Jiazhen, ella también sonrió. Al cabo de un rato más, no pude resistir la tentación de volver a echar una ojeada, pero apenas me levanté, Jiazhen me dijo en voz baja:

– No entres.

Después de comer, Erxi y los demás blanquearon las paredes. Al día siguiente, cuando ya estaba seca la cal, las paredes de mi casa estaban resplandecientes, como las mansiones de ladrillo y teja de la ciudad. Cuando acabaron de blanquear, todavía era temprano.

– Quedaos a cenar -dije a Erxi.

– No, gracias -dijo.

Luego levantó el hombro hacia Fengxia, y comprendí que la estaba mirando.

– Padre, madre -nos dijo en voz baja a Jiazhen y a mí-, ¿cuándo podré llevarme a Fengxia?

Al oír su pregunta y al oír que nos llamaba padre y madre, nos pusimos tan contentos que no paramos de sonreír.

– Cuando quieras tú -le dije después de mirar a Jiazhen-. Erxi -añadí en voz baja-, no es que quiera hacerte gastar dinero, pero es que Fengxia ha llevado una vida muy dura. Cuando vengas a buscarla, que sea con un buen cortejo, para que haya animación y que lo vean en el pueblo.

– De acuerdo, padre -dijo Erxi.

Esa noche, Fengxia estuvo acariciando la tela que había traído Erxi, mirándola y sonriendo, sonriendo y mirándola. De vez en cuando, levantaba la cabeza y nos veía a Jiazhen y a mí sonreír también, y se quedaba intimidada y le subían los colores. Saltaba a la vista que a Fengxia le gustaba Erxi. Jiazhen y yo estábamos encantados.

– Erxi es un hombre honesto y de buen corazón, me quedo muy tranquila.

Vendimos las gallinas y la oveja, llevé a Fengxia a la ciudad para que le hicieran dos vestidos nuevos y un edredón, comprarle una jofaina, etcétera: todo lo que tuvieran las demás chicas del pueblo lo tendría Fengxia. Como decía Jiazhen, Fengxia no podía ser menos que las demás.

El día en que Erxi vino a recoger a Fengxia, los gongs y los tambores resonaban desde muy lejos. Todo el mundo se arremolinó a la entrada del pueblo para mirar. Erxi trajo a veintitantos hombres, todos vestidos con traje Sun Yat-sen. De no ser porque el novio llevaba en el pecho una gran flor roja, parecía una comitiva de altos cargos de visita en el pueblo. Más de diez gongs tocaban al mismo tiempo, dos grandes tambores retumbaban, ¡patapum, patapum!, a todo el pueblo se le quedaron los oídos zumbando. Lo más llamativo era un carretón todo engalanado de verde y rojo, con una silla encima también decorada. Nada más entrar en el pueblo, Erxi abrió dos cartones de Puerta Grande y fue repartiendo cigarrillos a todos los hombres que veía.

– Muchas gracias por venir -iba diciendo a todos-, muchas gracias.

Cuando los demás del pueblo casaban a sus hijos, lo mejor que se fumaba era Caballo Volador, nada que ver con el estilo que derrochó Erxi regalando cajetillas de Puerta Grande a troche y moche. Los que conseguían los cigarrillos se los guardaban inmediatamente en el bolsillo, como si tuvieran miedo de que alguien se los fuera a quitar. Luego hurgaban con los dedos en el bolsillo, sacaban uno y se lo llevaban a los labios.

Los veintipico hombres que había traído Erxi también se desvivían, haciendo temblar el cielo con los gongs y los tambores y desgañitándose con sus gritos. Llevaban los bolsillos llenos a reventar de caramelos y los iban lanzando a las mujeres y niños que veían. Todo ese derroche hasta a mí me dejó de piedra, pensando que lo que lanzaban, al fin y al cabo, era dinero.

Cuando llegaron delante de casa, entraron uno tras otro a ver a Fengxia, dejando fuera los gongs y los tambores, y los jóvenes del pueblo se pusieron a tocarlos para que no decayera. Ese día, con su ropa nueva, Fengxia estaba preciosa. Ni yo, que soy su padre, imaginaba que pudiera ser tan guapa. Estaba sentada delante de la cama de Jiazhen, buscando a Erxi entre los que iban entrando. En cuanto lo vio, bajó la cabeza.