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– ¡Menuda suerte tiene el cabiztuerto! -dijeron todos los que habían venido de la ciudad acompañando a Erxi, al ver a Fengxia.

Durante muchos años después, cuando alguna familia del pueblo casaba a su hija, todo el mundo decía que la boda más estilosa había sido la de Fengxia. Ese día, cuando sacaron a Fengxia de casa, tenía las mejillas rojas como tomates. Nunca había visto a tanta gente mirándola. Bajaba la cabeza hasta el pecho, sin saber qué hacer. Erxi le cogió la mano y la llevó hasta el carretón. Ella, al ver la silla que había encima, tampoco supo qué hacer. Cuando Erxi, que era más bajo que Fengxia, la cogió en brazos y la subió al carretón, todo el mundo se echó a reír a carcajadas. Fengxia también se rió.

– Padre, madre -nos dijo Erxi-. Me llevo a Fengxia.

Dicho lo cual, él mismo levantó las varas del carretón y se puso en camino. Al moverse el carretón, Fengxia, que se reía muy tímida, se puso de repente a girar la cabeza mirando atrás una y otra vez con angustia. Yo sabía que estaba buscándonos a Jiazhen y a mí. En realidad, yo estaba a su lado, con Jiazhen a cuestas. En cuanto nos vio, se echó a llorar. Se volvía hacia nosotros y nos miraba entre lágrimas. De repente, la recordé con trece años, cuando se la llevaron. También nos miraba anegada en llanto. También a mí se me saltaron las lágrimas de pena. En ese momento, sentí la nuca húmeda y supe que Jiazhen también estaba llorando. Pero pensé que esta vez era diferente, que esta vez Fengxia se casaba, y sonreí.

– Jiazhen -dije a mi mujer-, hoy es un día feliz, tienes que sonreír.

Erxi era un buenazo. Mientras iba tirando del carretón, se giraba para mirar a su novia. Al ver que Fengxia se había vuelto hacia nosotros llorando, se paró y se quedó mirándonos también. Fengxia estaba cada vez más desconsolada, se le agitaban los hombros con los sollozos, y a mí se me encogía el corazón verla así.

– ¡Erxi! -grité-. ¡Fengxia ya es tu mujer, llévatela de una vez!

Cuando Fengxia se fue a la ciudad, Jiazhen y yo parecía que hubiéramos perdido el alma, siempre aturdidos. Hasta entonces, cuando Fengxia entraba o salía de casa, casi no nos dábamos ni cuenta. Pero ahora que se había ido, sólo quedábamos en casa Jiazhen y yo. Mirábamos a nuestro alrededor esa casa que llevábamos tantos años viendo, como si no la hubiéramos visto bastante. Y yo, todavía, no podía quejarme: al trabajar en el campo, podía dejar de pensar en Fengxia. Pero Jiazhen lo tenía peor: todo el día en la cama, sin hacer nada; al no estar Fengxia, ¿cómo iba a sentirse la pobre madre? Antes, no se quejaba de quedarse en la cama, pero tal como estaban las cosas empezó a encontrarse mal, le dolían los riñones, la espalda, no estaba cómoda de ninguna de las maneras. Yo la comprendía: pasarse el día entero en la cama cansaba aún más que trabajar en el campo. No podía moverse siquiera. Así que al atardecer la llevaba a cuestas a dar un paseo por el pueblo. Al verla, todo el mundo se interesaba por ella con mucho cariño. Así, ella se sentía mucho más tranquila.

– No se burlarán de nosotros, ¿verdad? -me preguntaba al oído.

– ¿Qué tiene de gracioso que lleve a mi mujer? -decía yo.

A Jiazhen empezó a gustarle recordar cosas del pasado. Llegábamos a un sitio, y ella se ponía a hablar de cosas que hacían Fengxia y Youqing, y al contarlas se echaba a reír. Un día, llegando a la entrada del pueblo, Jiazhen se puso a hablar del día en que volví a casa. Ella estaba trabajando en el campo y, al oír que alguien llamaba a voces a Fengxia y Youqing, levantó la cabeza y me vio. Al principio, no se atrevía a creer lo que estaba viendo. Al llegar a este punto de la historia, su risa se volvió llanto, y sus lágrimas fueron cayendo en mi nuca.

– Una vez que volviste, todo fue bien.

Según la costumbre, Fengxia tenía que venir a vernos al cabo de un mes, y nosotros teníamos que esperar otro mes más para poder ir a visitarla. Quién iba a pensar que volvió a casa apenas diez días después de la boda. Anochecía, y acabábamos de cenar.

– ¡Fugui! -gritó alguien fuera-. ¡Ve a la entrada del pueblo, que creo que viene tu yerno cabiztuerto!

Yo no me lo creía. En el pueblo todo el mundo sabía que Jiazhen y yo echábamos muchísimo de menos a Fengxia, y pensé que nos estaban tomando el pelo.

– No puede ser -dije a Jiazhen-, sólo han pasado diez días.

– Corre a ver -dijo Jiazhen impaciente.

Corrí hasta la entrada del pueblo y sí, era Erxi, que venía levantando el hombro, llevando un pastel. Fengxia iba a su lado. Venían los dos de la mano, muy sonrientes. La gente del pueblo, al verlos, se echó a reír, porque en aquella época no se veían hombres y mujeres cogidos de la mano.

– Erxi es de la ciudad -les dije-, allí están occidentalizados.

Al venir Fengxia y Erxi, Jiazhen se llevó una alegría enorme. Apenas se sentó Fengxia al borde de la cama, Jiazhen le cogió la mano y estuvo acariciándosela sin parar, diciendo una y otra vez que Fengxia había engordado. En realidad, ya me dirás las carnes que se pueden criar en diez días.

– No pensé que vendríais -dije a Erxi-, no he preparado nada.

Erxi se rió. Dijo que él tampoco sabía que vendrían, que fue Fengxia la que lo trajo, y que él se dejó llevar sin enterarse de nada.

Al habernos visitado Fengxia diez días después de la boda, ya mandamos a paseo la vieja costumbre, y yo iba a verla a la ciudad cada dos por tres. Ahora que lo pienso, era más bien Jiazhen la que me pedía que fuera, pero a mí también me apetecía ir a verlos a menudo. Iba a la ciudad tan dispuesto como cuando iba de joven, sólo que no al mismo sitio.

Cuando iba, pasaba primero por el huerto y cogía unas cuantas verduras, las metía en la cesta y las llevaba, calzado con los zapatos nuevos que me había hecho Jiazhen. En el huerto se me manchaban de barro. Jiazhen me llamaba justo cuando iba a salir y me decía que me los cepillara.

– Ya soy viejo, ¿qué más da que lleve barro en los zapatos?

– No digas eso -contestaba ella-. Por viejo que seas, sigues siendo un hombre, y un hombre tiene que ir limpio.

Y no le faltaba razón. Ella llevaba tantos años enferma, en cama y sin poder levantarse, y aun así se peinaba con esmero todas las mañanas, así que yo salía relimpio del pueblo.

– ¿Qué? -decía la gente al verme con la cesta de verdura-. ¿Otra vez a ver a Fengxia?

– Sí -contestaba yo.

– Y de tanto ir, ¿no te echa el yerno?

– Erxi nunca haría una cosa así.

A los vecinos de Erxi les caía muy bien Fengxia. Cuando iba yo, me la alababan diciendo lo trabajadora que era y lo lista. Cuando barría, barría también delante de las casas de los demás, barría media calle. Al verla sudar, los vecinos iban a llamarla, a decirle que dejara de barrer, sólo entonces volvía a su casa toda risueña.

Fengxia no había aprendido a hacer punto. En casa éramos pobres, y nunca habíamos llevado jersey. Al ver que las mujeres del vecindario se sentaban en la puerta de casa a hacer punto, que si uno al derecho uno al revés, le gustó; así que se traía un taburete, se sentaba junto a ellas a mirar, y allí se estaba mirando un buen rato, embobada. Las mujeres, al ver que a Fengxia le interesaba tanto el punto, decidieron enseñarle paso a paso. Pero se quedaron asustadas al ver que Fengxia aprendía a la primera. En tres o cuatro días, ya hacía punto igual de rápido que ellas.

– ¡Qué lástima que Fengxia sea sorda y muda! -me decían al verme.

La compadecían de corazón. A partir de entonces, en cuanto acababa el trabajo de casa, se sentaba fuera a hacer punto para las demás. En toda la calle, Fengxia pasaba por ser la que tejía el punto más prieto y tupido, así que les vino de perlas: ellas le pasaban la lana y Fengxia les hacía los jerseys. Se cansaba, claro, pero estaba contenta. Cuando los acababa, los entregaba, y las vecinas le mostraban el pulgar levantado, y Fengxia se pasaba el resto del día sonriendo de satisfacción.