Выбрать главу

No le sirvió de nada gritar. Le retorcieron los brazos hacia atrás y se lo llevaron con la espalda doblada. Todo el mundo los vio llevárselo con cara amenazante, gritando eslóganes, sin que ninguno de nosotros tratara de impedírselo. Nadie tuvo ese valor.

La marcha del jefe de equipo nos pareció a todos de mal agüero. Allí reinaba el caos y, aunque el jefe de equipo saliera de ésa con vida, seguro que perdería un brazo o una pierna. Lo que no esperábamos era que lo viéramos venir por el camino al cabo de un par de días, eso sí, tambaleándose, con la cara toda hinchada y amoratada. Los que estábamos en el campo corrimos hacia él.

– ¡Jefe de equipo! -lo llamaban.

El hombre abrió los párpados, nos miró y, sin decir nada, siguió andando hacia su casa, donde durmió como un tronco dos días seguidos. Al tercer día, el jefe de equipo bajó al campo a trabajar, con la azada al hombro. Le había bajado mucho la hinchazón de la cara. Todo el mundo lo rodeó, preguntándole esto, lo otro y lo de más allá, preguntándole si le dolía.

– El dolor no es nada -dijo moviendo la cabeza-. No me dejaban dormir, ¡me cago en la puta!, y eso es mucho peor que el dolor. Lo he visto muy claro -añadió con lágrimas en los ojos-. He cuidado siempre de vosotros como de mis propios hijos y, cuando me ha tocado sufrir, nadie ha intentado ayudarme.

Al oírlo, ninguno de nosotros se atrevió a mirarlo. El jefe de equipo, al fin y al cabo, había tenido suerte: se lo habían llevado a la ciudad y sólo pasó tres días recibiendo palizas. En cambio Chunsheng, que vivía allí, las pasó canutas. Yo ni me había enterado de que había caído en desgracia. Ese día iba yo a la ciudad a ver a Fengxia y, por la calle, vi que iban exhibiendo a un grupo con cucuruchos de papel en la cabeza y carteles colgados en el pecho. Al principio no les presté mucha atención, pero cuando pasaron a mi altura, ¡menudo susto me llevé! El que iba primero era Chunsheng. Iba con la cabeza gacha y no me vio. Cuando pasó, de repente, levantó la cabeza y gritó:

– ¡Viva el presidente Mao!

Unos tipos con brazal rojo se abalanzaron sobre él a darle puñetazos y patadas, insultándolo.

– ¿Y eso lo dices tú, cabrón seguidor del capitalismo?

De la paliza que le dieron, Chunsheng se cayó encima del cartel de madera que llevaba colgado. Uno le dio una patada en la cabeza, que sonó ¡cloc! como si le hubieran hecho un agujero, y Chunsheng se quedó despatarrado en el suelo, sin soltar ni un gemido. En mi vida había visto pegar a alguien así. Chunsheng parecía un trozo de carne en el suelo, al que iban arreando patadas. Si seguían así, era seguro que lo iban a matar, así que cogí a uno del brazo y le dije:

– No le peguéis más, os lo suplico.

El otro me dio un empujón con todas sus fuerzas, casi me caigo al suelo.

– ¿Y tú quién eres? -me preguntaron.

– No le peguéis más -les dije.

– ¿No sabes quién es éste? -dijo uno señalándolo-. ¡El antiguo jefe del distrito! ¡Un dirigente seguidor del capitalismo!

– Yo no sé nada de eso -dije-, sólo sé que es Chunsheng.

Al ponerse a hablar, dejaron de pegar a Chunsheng. Le ordenaron a gritos que se levantara. Pero ¿cómo se iba a levantar con la tunda que le habían dado? Así que fui a ayudarle, y él me reconoció.

– Fugui, apártate ahora mismo.

Ese día, cuando volví a casa, me senté al borde de la cama y conté la historia de Chunsheng, Jiazhen bajó la cabeza.

– No tenías que haberlo echado de casa -le dije.

Ella no dijo nada, pero en realidad pensaba lo mismo que yo.

Al cabo de mes y pico, Chunsheng vino a casa a escondidas. Eran las tantas de la noche, Jiazhen y yo ya estábamos durmiendo, y él estuvo llamando a la puerta hasta que nos despertó. Abrí y, a la luz de la luna, vi que era Chunsheng, que traía toda la cara hinchada como un globo.

– ¡Chunsheng! Pasa, corre.

Él se quedó en la puerta sin entrar.

– ¿Y tu mujer? -me preguntó.

– Jiazhen -le dije a ella-, es Chunsheng.

Jiazhen se sentó en la cama sin contestar. Le dije a Chunsheng que pasara, pero, si ella no decía nada, él no entraba.

– Fugui -dijo-, sal un momento.

– Jiazhen -dije volviéndome hacia ella-, está aquí Chunsheng.

Ella no me hizo caso, así que no tuve más remedio que ponerme algo sobre los hombros y salir. Chunsheng fue hasta el árbol que había delante de casa.

– Fugui -dijo-, vengo a despedirme de ti.

– ¿Adonde vas? -le pregunté.

– No quiero seguir viviendo -dijo apretando los dientes con fuerza.

Me quedé horrorizado.

– Chunsheng -le dije enseguida, agarrándole el brazo-, no digas tonterías, que tienes a tu mujer y a tu hijo.

Al oírme, Chunsheng se echó a llorar.

– Fugui, cada día me atan y me pegan. Tócame las manos -dijo enseñándomelas.

Las tenía como si se las hubieran cocido, abrasaban.

– ¿Duele? -le pregunté.

– Ya no las siento -dijo él moviendo la cabeza.

Le puse la mano en el hombro y presioné hacia abajo.

– Chunsheng, siéntate -le dije-. Ni se te ocurra hacer ninguna tontería. Todos los muertos quieren seguir vivos, así que tú, que estás vivo y coleando, no tienes que morirte. Tu vida te la dieron tus padres -añadí-. Si no la quieres, antes deberías pedirles permiso a ellos.

– Mis padres murieron hace tiempo -dijo él secándose las lágrimas.

– Pues razón de más para seguir vivo -le dije-. Piensa un poco, tú que has corrido tanto mundo y has estado en tantas guerras, ¿fue fácil sobrevivir?

Estuve diciéndole muchas cosas, y Jiazhen lo oyó todo desde la cama. Cuando faltaba poco para que amaneciera, parecía que Chunsheng se había dejado convencer más o menos. Se puso de pie y dijo que se iba. En ese momento, Jiazhen le llamó desde dentro.

– Chunsheng.

Nos quedamos los dos parados. Sólo cuando Jiazhen volvió a llamarle, Chunsheng contestó. Nos acercamos hasta la puerta.

– Chunsheng -dijo Jiazhen desde la cama-, tienes que vivir.

Chunsheng asintió.

– Todavía nos debes una vida -dijo Jiazhen echándose a llorar-. Páganosla con la tuya.

– De acuerdo -dijo Chunsheng al cabo de un rato.

Lo acompañé hasta la entrada del pueblo. Chunsheng me dijo que me quedara allí, que no lo acompañara más, y allí me quedé, a la entrada del pueblo, mirando cómo se iba, cabizbajo. Lo habían dejado cojo con las palizas y le costaba mucho andar. Yo no me quedé tranquilo y le grité:

– ¡Chunsheng! ¡Prométeme que vivirás!

Él siguió andando, y luego se volvió hacia mí.

– ¡Te lo prometo!

Pero al final no cumplió. Al cabo de un mes y pico, oí decir que el jefe de distrito Liu se había ahorcado en la ciudad. Por larga que tenga uno la vida que le ha tocado, si se empeña en morirse, no hay manera de que la viva entera. Cuando se lo dije a Jiazhen, ella estuvo muy triste todo el día.

– En realidad -me dijo esa noche-, Chunsheng no tuvo la culpa de que muriera Youqing.

Al llegar la temporada de más trabajo en el campo, ya no pude ir tan a menudo a la ciudad a ver a Fengxia. Menos mal que en aquella época estaba la comuna popular: trabajábamos todos los del pueblo juntos, y ya no tenía que preocuparme de nada. Lo malo es que Jiazhen seguía sin poder levantarse, así que yo trabajaba de sol a sol. Por una parte, no podía faltar al trabajo del campo; por otra, tampoco podía dejar a Jiazhen sin comer. Estaba agotado. Y yo ya era mayor; que si tienes veinte años, duermes y te levantas como nuevo. Pero, cuando entras en años, ya puedes dormir todo lo que quieras que no recuperas y, a la hora de trabajar, no puedes con el alma. Allí, en medio de los demás del pueblo, más que trabajar hacía como que trabajaba. Pero, como todos sabían las penalidades que pasaba yo, nadie me reprochaba nada.

En la temporada agrícola, Fengxia vino a pasar unos días en casa. Hacía la comida, hervía el agua, cuidaba de Jiazhen, así que yo estaba mucho más relajado. Pero entonces pensé en el dicho de que casar a una hija es como derramar agua en el suelo: perderla y no recuperarla. Hacía tiempo que Fengxia ya era de Erxi, y no podía ser que pasara tanto tiempo en nuestra casa. Lo hablé con Jiazhen, le dije que teníamos que hacer que volviera a su casa como fuera, y eché a Fengxia. Fui dándole empujoncitos hasta la entrada del pueblo. La gente, al verme, se reía de mí, decía que nunca habían visto un padre así. Yo, al oírlos, pensaba que en el pueblo no había una sola hija que fuera tan buena con sus padres como Fengxia.